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¿Alfred?, ¿te refieres a ese tipo repugnante que ha estado merodeando por aquí durante los dos últimos meses?

      –El mismo –contestó Mary Kate.

      –Papá…

      –¡Qué buena idea! –la interrumpió su padre–. Y ahora que lo pienso, tampoco aguanto a su padre. Pero entonces, ahora tienes más tiempo libre, ¿no?

      Hope Latimore vaciló. ¿Más tiempo libre? Su padre se había hecho muy mayor, pero no había perdido agilidad mental. Y, en aquella familia, una chica que hablara sin pensar podía verse envuelta en muchos problemas. Sin embargo, si se trataba solo de tiempo libre… ¿cómo podía eso causarle problemas?, se preguntó dándole vueltas al asunto.

      –Pues… sí –contestó ansiosa, mirando al suelo.

      –Bien, porque necesito ayuda.

      Hope levantó la vista de inmediato. Su padre se había dejado caer en su sillón favorito y leía el Boston Globe. Su madre, siempre ocupada, había dejado la labor y lo miraba.

      –¿Que necesitas ayuda?

      Aquello parecía imposible. Hope había visto a su padre gobernar el mundo durante toda su vida. Solo de vez en cuando lo había visto volverse hacia su mujer para pedir consejo. Su hermana Becky se había echado a reír y le había dicho que se equivocaba, que era su madre la que lo dirigía todo, pero Hope no la había creído. Y de pronto…

      –Sí, necesito ayuda, cariño –insistió su padre dejando el periódico a un lado–. A ti te gustan los niños, ¿verdad? Me refiero a los pequeños.

      –Sí –contestó Hope vacilante, cruzando los dedos–. Me gustan los niños pequeños.

      –Entonces todo arreglado –afirmó Bruce Latimore volviendo a su periódico.

      –¿El qué? ¿qué es lo que está arreglado? –preguntó Hope.

      –¿Es que no te lo he dicho? –preguntó a su vez Bruce volviendo a apartar el periódico.

      –No, me temo que no, cariño –contestó Mary Kate en un tono de voz muy expresivo, que Hope había aprendido a interpretar a base de experiencia. Aquello significaba que su madre… o su padre… se estaba burlando de ella. O los dos–. Deberías explicarte, Bruce.

      –Sí, bueno… –vaciló Bruce Latimore sacando una pipa del bolsillo y dándole golpes contra la palma de la mano. No tenía tabaco. Su mujer lo había convencido de que fumar era malo–. Hay un chico que…

      –¿Es un empleado alto y grande?

      –Pues… no, ninguna de las dos cosas –respondió Bruce sobresaltado ante la pregunta–. Es de una empresa a la que hemos contratado, no es empleado nuestro. Y, la verdad, no es muy alto. Debe medir metro setenta y nueve o metro ochenta, diría yo.

      –Entonces, ¿no es un empleado? –volvió a preguntar Hope aliviada.

      –¿Qué tienen de malo los empleados? –sonrió su padre.

      –Pues que tienen esa tendencia a…. repetir todo lo que oyen en las oficinas de Latimore.

      –Ah, ¿hacía eso Alfred?

      –Bueno, esa era una de las pegas.

      –¿Y otra era ser demasiado alto?

      –Sí, esa era otra –admitió Hope retirándose el pelo de la cara.

      –Entonces este chico es justo lo que necesitas –rio su padre–. Es exactamente lo que necesita nuestra empresa de construcción, pero no tenemos dinero para pagarlo: un genio de la informática. Y no te creas que hay muchos. Por eso lo hemos contratado, para que solucione nuestro problema, y te aseguro que no sale barato.

      –Seguro que podrías encontrar a una mujer que resolviera el problema igual de bien –soltó Hope–. ¿Es que siempre tiene que hacerlo todo un hombre?

      –No, pero a este chico lo conocemos, y tu hermano Michael confía en él.

      –Bien… ¿y qué?

      –Pues que el chico tiene un problema muy particular. Su hermana tiene dos hijos, un niño y una niña, y resulta que ella y su marido tuvieron un accidente de tráfico. Ya están mejor, pero necesitan tiempo para recuperarse. Y no tienen quien les cuide a los niños.

      –¿Y?

      –Y nosotros necesitamos a ese experto en informática, pero él dice que no puede trabajar porque tiene que ocuparse de los niños. Dice que el único modo de cumplir su contrato con nosotros es consiguiendo a una mujer buena y fiable, a una…

      –¿Niñera? –lo interrumpió Hope.

      –Ama de llaves –la corrigió su padre–. Para un par de meses, quizá tres. Dos niños, los dos muy pequeños. Casi bebés, supongo. Viven cerca de la carretera, como a kilómetro y medio de Taunton.

      –¿Y crees que podría traerme aquí a los niños?

      –No, él dice que no. Los niños están viviendo en su casa desde el accidente, y no quiere trasladarlos. La madre está hospitalizada, y creo que la cosa va para largo. Incluso está preocupado de que la niña se olvide de su madre. Bueno, ¿qué te parece? –Hope dio vueltas a la idea. Una familia. Con dos niños. Y un adulto que probablemente trabajara en Boston. Podía llevarse a su perro por si acaso, y conducir hasta… –Por supuesto, él espera que vivas en su casa –añadió su padre interrumpiendo sus pensamientos.

      –Hija, no hace falta que trabajes –intervino entonces Mary Kate–. Tu parte de los dividendos de la Latimore Incorporated es suficiente para…

      –Para mantener a una flota, ya lo sé, pero si no hago algo me voy a volver loca –aseguró Hope desesperada.

      –Empiezas mañana –dijo su padre volviendo al periódico.

      –¡Espera un momento! Querrás decir pasado mañana –aseguró Mary Kate resuelta–. Estamos hablando de mi hijita pequeña. Mañana mismo iré a ver quién es ese joven.

      –¡Michael es tu hijito pequeño, es dos años más pequeño que yo! –exclamó Hope de inmediato, sintiendo la necesidad de luchar.

      Mary Kate dejó la labor y se quedó mirando a su hija.

      –Michael es más alto que tu padre, y lleva dos años dirigiendo la Latimore Incorporated. Tú eres mi hijita pequeña.

      –Sí, mami.

      Llegó el domingo. Aunque hacía sol, soplaba un viento frío procedente del Canadá, y se esperaba otra borrasca. Una fila de árboles, desnudos de sus hojas desde hacía tiempo, se alineaban en la carretera hacia el sur. Hope Latimore silbó tratando de reunir coraje mientras conducía su viejo Jeep Wagoneer hacia Taunton.

      Rex, el enorme y viejo pastor alemán, iba sentado en el asiento del copiloto sacando el hocico por la ventana. Su madre había estado con el ceño fruncido, pero había dado su aprobación «siempre y cuando Rex la acompañara». Aquello no tenía sentido. Rex tenía catorce años, y era muy manso, pero siempre era de agradecer el poder contar con un amigo.

      Quince minutos más tarde Hope vio la casa. Estaba muy alejada de la carretera, apenas se la veía. Era una cómoda granja de buen aspecto, con miles de añadidos posteriores. Hope maniobró y se detuvo delante del porche. El lugar estaba en silencio, parecía abandonado. Rex se negó a salir del vehículo.

      –Cobarde –musitó Hope respirando hondo y subiendo las escaleras del porche.

      El perro gimoteó, pero no se movió. En la puerta había un timbre y llamó varias veces. Al otro lado de la puerta hubo un gran jaleo. Y, al abrir, un murmullo de voces. Dos niños pequeños aparecieron. Un niño bien fuerte y una pequeña y delicada niña. El niño era casi una cabeza más bajo que Hope, y la niña más bajita que el niño.

      –¿Sí? –preguntó el niño.

      –Soy…

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