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referido a sus conexiones con el poder popular habrían sido los primeros en sorprenderse al constatar hasta qué punto eran capaz de manifestarse sus reservas ante los avances del espíritu llano. Como prueba está por ejemplo lo mucho que se escandalizó en Boston, en 1784, al ver que tanta «gente ordinaria» –y tales fueron sus palabras al referirse a sastres, herreros y posaderos– tuviesen semejante capacidad de actuación en la asamblea local. Miranda es, a la vez, producto de sus circunstancias y su tiempo y, por tanto, sería mucho pedirle que respondiese sobre la base de motivaciones que, en este caso, solo sirven para darle satisfacción a una comprensión militante de la historia.

      Existe algo más que precisa tenerse en cuenta para prevenirnos ante esta clase de empeños por emparentar a Miranda con la politiquería del régimen actual. Cierta predilección de su parte por una nomenclatura de origen aborigen podría hablar de una reafirmación identitaria del mundo americano, del mundo criollo, frente a la matriz peninsular. El hecho de referirse en su correspondencia al cacique Lautaro, proponer asambleas provinciales llamadas «amautas» o de echar mano a la figura de incas o curacas a la hora de elaborar sus proyectos de gobierno, así lo demuestra.

      Ahora bien, debe subrayarse que el hecho de que Miranda quisiese reconocer elementos precolombinos en tales proyectos constitucionales o propuestas de gobierno provisorio no significa que fuera anticolombino. Ningún prejuicio o desdén hacia los exploradores o los adelantados pareció haberlo dominado. Por el contrario, la mejor evidencia de su actitud a este respecto fue su propuesta de que la eventual capital de la confederación sudamericana llevase el nombre de Colón, mientras que el futuro gentilicio de sus habitantes sería el de colombianos[2].

      Comoquiera que sea, lo cierto es que a partir del año 2006 la nueva narrativa oficial aprovechó para incorporar a Miranda a su ardorosa manía nominalista (rebautizando con su nombre desde parques recreacionales hasta un complejo hidroeléctrico) y, por supuesto, para darle curso a la alteración de fechas conmemorativas. Tanto así que el Día de la Bandera, celebrado hasta entonces el 12 de marzo (a propósito del hecho que tuvo lugar a bordo de la nave Leander en el puerto haitiano de Jacmel) fue mudado de sitio en el calendario para verse conmemorado más bien el 3 de agosto, con el fin de que coincidiera así con el día en que Miranda hizo pie, dentro del más absoluto estado de soledad, en La Vela de Coro. Además, en este sentido, resalta algo que sin duda merece destacarse. La mudanza de la fecha en cuestión parece haberse hecho sin tomar en cuenta algo esencial, al menos si se repara en el empeño con que, en el pasado reciente, quiso dársele algún grado de contenido pedagógico a la idea de conmemorar esa fecha dentro del año escolar.

      Si bien es cierto que Miranda intentó plantar su enseña por segunda vez (y fugazmente) en tierras venezolanas el 3 de agosto de 1806, esa fecha coincide con todo menos con las normales actividades del calendario académico. En Venezuela, agosto es prácticamente un mes muerto para casi todo. Así, pues, tal conmemoración pareció quedarse enredada en la manea, como muchos otros desaguisados que han corrido por cuenta de este proyecto de poder hecho a base de bravura, improvisación, cohetería verbal y frases altisonantes.

      Cuando menos resulta reconfortante pensar que lo que prometía ser una especie de ruidoso «redescubrimiento» de Miranda durante el largo primado de Hugo Chávez terminó convirtiéndose en flor de un día, ello dicho tal vez con la sola excepción de haber reincorporado su efigie a las distintas familias de billetes que han conformado a su vez los distintos conos de una misma accidentada política en materia monetaria. Por suerte, la casi fugaz apropiación de Miranda ha sido un rasgo muy propio de este régimen, caracterizado más por los raptos espasmódicos que por las construcciones perdurables.

      Sin embargo, cabe insistir en el hecho de que su compleja personalidad ya había venido siendo objeto de un tratamiento en clave de culto, muy propio de nuestros ritos republicanos, mucho antes de que el chavismo pretendiera echar mano de su figura dentro de su muy conocida intención de utilizar la historia con fines políticos. Existe a este respecto algo que ha contribuido a crear una sensación de escalofrío cada vez que al Poder Ejecutivo (independientemente del Gobierno del cual se tratare, incluyendo en este caso el de Chávez) le da por recordar a Miranda.

      En más de una oportunidad se consumieron ingentes recursos y esfuerzos por crear comisiones que tuvieran a su cargo estudiar los supuestos restos de Miranda y, más recientemente, gracias a los avances de la medicina genómica, verificar el mapa genético y su contenido de ADN para luego lanzarse a la cacería de descendientes vivos con el fin de emparentarlos con aquellos huesos y, de ser posible, reclamar el mérito de enterrarlos en el Panteón Nacional.

      En sospechosa coincidencia –como lo apunta Manuel Lucena Giraldo–, la cuestión de los restos de Miranda ha emergido impulsada por intereses no siempre transparentes y desinteresados. Aún más, y ello también lo advierte Lucena, la confianza y el poder ilimitado en la tecnología estimula creencias que han hecho que este tema linde muchas veces en la simple superchería. Quien lea su estudio comprenderá rápidamente las razones por las cuales hallar los restos de Miranda y determinar que sean suyos con plena garantía es un asunto que ha conducido hasta ahora a un callejón sin salida.

      Tales razones son diversas. En primer lugar, al tratarse de un reo condenado por traición a la Corona, Miranda fue enterrado sin ceremonia, en una fosa común y sin precisión de lugar, a fin de hacer que la memoria del «traidor», del «felón», del «contumaz», se borrase completamente. A ello se suman, en segundo lugar, razones ecológicas y geográficas: los terrenos de La Carraca son muy salinos y destruyen con rapidez todo resto orgánico. En tercer lugar –según lo apunta también Lucena con toda propiedad–, el antiguo osario donde se depositaron sus restos fue trasladado durante el último tercio del siglo XIX al actual cementerio de San Fernando-La Carraca, entremezclándose allí, sin ninguna distinción, con las fosas comunes ya existentes.

      Por último, existe un motivo adicional para que resulte casi imposible llevar a cabo una creíble verificación ósea: en 1823, 1833-1835, 1860, 1865 y de nuevo en 1885, se desencadenaron en Cádiz una serie de epidemias de cólera y los cadáveres de los apestados fueron depositados de manera aleatoria y acumulativa en las mismas fosas comunes de antaño[3].

      A propósito del curso que han cobrado estos ritos recuerdo una oportunidad (aún eran tiempos de la segunda presidencia de Rafael Caldera) cuando, durante un enervante acto en el Panteón Nacional, el orador a quien le tocó intervenir en tal ocasión lo hizo dirigiéndose con reverencia hacia un cenotafio que yace con la tapa abierta en alusión a la eterna espera, señalando que era un deber, para nuestro propio sosiego, que los venezolanos encerráramos alguna vez los despojos de Miranda dentro de aquella vasija funeraria. Podría parecer que exagero o que solo pretendo burlarme de ese pueril culto con resonancias de ultratumba, pero lo cierto es que el lamento expresado por el orador de marras es mucho más escalofriante de lo que dictan las apariencias. No en vano, entre las terribles patologías que nos azotan, esta de no haberles podido dar merecida sepultura a los restos de Miranda ensancha el caudal de culpas y forma parte de esos excesos sensibleros e, incluso, de esos relámpagos de fetichismo y morbosidad sobre los cuales se erige muchas veces el tipo de memoria que se nos ha querido construir desde el pináculo del Estado.

      Por lo menos algo beneficioso acarrea el hecho de que Miranda haya sido objeto de entendimientos exagerados o que se haya visto tan abusivamente tomado por invenciones, absurdidades y ficciones sorprendentes como las que suelen hallar su fermento más propicio en el marco de sesquicentenarios, bicentenarios y otras rachas por el estilo. Con esto quiero decir que, en medio de las tantas y gaseosas alabanzas que se le han tributado desde el siglo XIX, el investigador acucioso y despierto puede darse cuenta de que aún yace delante de sí un repertorio de temas que no forma parte de la fábrica ritualista de la memoria y que, por ello mismo, permite colocar las cosas en un lugar un poco más plausible.

      Hasta cierto punto también cuesta desarraigar a Miranda de la imagen que él mismo intentó labrarse desde muy temprano. Fuera por la razón que fuese, el nómade que llegó a inventarse apodos por donde quiera que transitara, que asumiera para sí títulos nobiliarios (como el de «conde de Mirandov»), o que modificara y adaptara su propio apellido a otros idiomas, ha contribuido a que se vea a merced del tipo de material que le brinda su mejor abono a la mitología. Si algo prueba que debemos movernos a tientas

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