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embargo, lo que llama la atención acerca de la enervante disputa de la cual fuera testigo a los diecinueve años es que fue la propia Corona la que, a fin de cuentas, mediante una disposición expresa como resultado del Cabildo en querer insistir con el caso, le quitó la razón a este para concedérsela en cambio al vituperado Sebastián. Quintero resume el desenlace del pleito de esta manera:

      El Cabildo insistió en la querella y dirigió al monarca un largo memorial denunciando la afrenta irrogada a la nobleza de la ciudad (…). Alegaba el Cabildo que lo ocurrido (…) había sido una ofensa inadmisible contra la parte más virtuosa y decente de la ciudad. (…)

      Transcurrido más de un año, el rey se pronunció sobre el suceso. La respuesta del monarca no solamente desautorizaba de manera contundente todas las actuaciones del Cabildo capitalino, incluyendo la persecución a Miranda por el uso del uniforme, sino que le ordenaba abstenerse de tomar resoluciones sobre materias para las cuales no estaba facultado. (…)

      [Se] exigía perpetuo silencio sobre la indagación de la calidad y el origen de Sebastián de Miranda, mandando a privar de sus empleos y condenando a severas penas a cualquier militar o individuo que, por escrito o de palabra, lo motejara o no lo tratase en los mismos términos que acostumbraba anteriormente[65].

      El biógrafo estadounidense de Miranda, Joseph Thorning, deja caer por su parte este comentario a propósito de la disputa, bien que exagerando un tanto la celeridad con que tuvo lugar su resolución[66]:

      Teniendo en cuenta los medios de comunicación (…) debe convenirse en que la respuesta vino con rapidez casi meteórica. Más aún, el decreto real era claro y decisivo. Los miembros del Cabildo de Caracas y sus aliados, los comandantes de la milicia, fueron reprendidos. Don Sebastián de Miranda y Ravelo era apoyado en todos los particulares. El tendero-agricultor era reconocido por Carlos III como capitán de milicias retirado, con perfecto derecho a su bastón y atuendo marcial. En breve, en cada uno de los puntos específicos en disputa, fue confirmado[67].

      De modo que todo ello debió gestar en el hijo que recién salía de la pubertad una reacción emocional compleja ante tan ruidoso pleito. Tanto así que Miranda –y es lo que explicaría una pareja animadversión en este caso– pudo llegar a experimentar un resentimiento tan amargo hacia el núcleo de los principales de Caracas como hacia el hecho de que su padre hubiese tenido que depender, única y exclusivamente, de una remota autoridad situada al otro lado del Atlántico para validar sus logros personales y poner a salvo su decoro[68].

      Quizá no sea el lugar de hacerlo aquí, pero así como figura ampliamente documentada su letanía de quejas en contra de la Corona y su falta de fe en el sistema español de gobierno, tal vez convendría examinar en algún momento lo que también fuera la complicada relación que, en la órbita espiritual y prácticamente hasta el final de su existencia, sostuvo el Miranda «criollo» con su cercanísima identidad española, al punto de confesarse en cierto momento discípulo de Diego Saavedra Fajardo[69].

      Después de marcharse de Venezuela en 1771, bien provisto de cartas de crédito facilitadas por su padre en razón de los beneficios de su comercio en el ramo de telas, cueros y frutos, Miranda se inicia en el mundo militar español, para lo cual adquiere el rango de capitán en los ejércitos de Carlos III. Luego de una breve permanencia en la propia Península, entre sus primeras aventuras (1773-1775) no pasa inadvertida su participación en la defensa de los dominios en África del Norte. Actuó primero en Melilla, en respuesta a la amenaza planteada por el sultán de Marruecos contra todas las fortificaciones y presidios españoles que se extendían entre Orán y Ceuta, y, luego, en el curso de una malograda expedición destinada a Argel.

      Durante esta temprana experiencia de tipo militar, el joven caraqueño somete a la opinión de los oficiales superiores sus variadas hipótesis de campaña con la soltura y el convencimiento propios de quien se iniciaba precozmente en tales lides pero que, en el fondo, daba muestras de exhibir también cierta arrogancia de la cual no dejó de hacer gala. Tanto así que, a propósito de las recomendaciones que formulara durante la campaña norafricana y su propia participación en medio de los asedios y combates que tuvieron lugar entre 1774 y 1775, tuvo la avilantez de insinuar que se creía merecedor de la Orden de Santiago en virtud de haber observado una meritoria conducta. Desde luego, sus superiores dejaron sin respuesta tamaña insinuación[70].

      A la hora de resumir lo actuado hasta entonces, Parra Pérez apuntará lo siguiente: «Sus jefes de África comprueban que ha demostrado valor, capacidad y aplicación notable (…) sin más reproche que el de ser algún tanto imprudente»[71]. Así, si el rasgo dominante de su temperamento lo constituía la audacia, este otro fue sin duda el causante de sus peores sinsabores: nada más entre julio de 1777 y enero de 1778, es decir en menos de seis meses, fue encarcelado en Cádiz por desacato y arrestado en otra oportunidad por insubordinación, siendo luego absuelto del cargo.

      Incluso, es posible que no hubiese nada de falso en la imputación que señalaba a Miranda como responsable del uso impropio de las cajas del regimiento. No obstante, Parra Pérez niega de plano que tal pudiese haber sido el caso, apostando ciegamente a la honradez del venezolano. En este sentido, dirá para más señas: «[Miranda] no se entregó (…) en parte alguna a ningún género de especulación ilícita contraria a la probidad o a su honor de oficial español»[72]. Sin embargo, tal conjetura no tiene de nuestra parte un carácter preconcebido ni se trae a colación con el objeto de someterlo a alguna clase de desmerecimiento; solo que resulta factible suponer que, en más de una de sus actuaciones (tan propias a él como a cualquier oficial en una guarnición de frontera), Miranda pudo haber llegado a transitar los bordes de la legalidad, aunque no demasiado lejos del límite.

      Con todo, pese a que llegara a defenderse atribuyéndole las cuentas incompletas del regimiento a un ayudante suyo[73], las imputaciones que pesaban en su contra no solo apuntaban a esas irregularidades que supuestamente observara en materia de intendencia, sino –lo que era más grave aún– hacia el hecho de haber incurrido en abuso de autoridad y tratos violentos hacia sus subalternos[74].

      Para complicar aún más las cosas, y cuando ya había atravesado nuevamente el Caribe y venía de participar en una expedición que puso sitio a la ciudad portuaria de Pensacola, en la costa de Florida, con cuyo gesto el Ejército español (en alianza con Francia) tomó partido por los estadounidenses insurgentes durante la última etapa del enfrentamiento de estos con las autoridades británicas, se le acusaría en La Habana de ejercer influencias malsanas y fomentar celos entre sus colegas militares.

      Otros hechos, ya más concretos, estimularían también la malquerencia y las celosas rivalidades. Desde que se le hiciera cargo parlamentar con el gobernador de la rendida plaza de Pensacola por el hecho de ser uno de los contados oficiales de la expedición que dominara la lengua inglesa, la confianza que le profesaran sus superiores en Cuba (y tal vez un alto grado de autoestima que le permitía creerse inmune) hizo que Miranda incursionara en ciertas transacciones cuya legalidad era ciertamente cuestionable. Por ejemplo, en la propia Pensacola compró tres esclavos (llamados Bob, Perth y Brown), recibiendo en obsequio un cuarto. Nada más se sabe de ellos, a no ser, y es probable, que Miranda los introdujese de contrabando a su regreso a La Habana para venderlos después.

      Puede que lo anterior no pase de ser un dato difícil de probar y, por tanto, que se halle desprovisto de cierta fiabilidad. Pero, al propio tiempo, existen indicios suficientes que sí permiten suponer en cambio que, luego de verse a cargo de un canje de prisioneros tras la captura de Providencia, en las islas Bahamas, el venezolano viajó a Jamaica en nombre de Juan Manuel Cajigal (a quien servía en calidad de edecán) y obtuvo, en condiciones un tanto cuestionables, ciertas mercancías de origen inglés con la idea de ingresarlas en Cuba de manera subrepticia. Todo hace pensar que los treinta mil pesos que le fueran confiados para cubrir los suministros y el pasaje de los prisioneros que pretendían ser transportados a La Habana eran más que suficientes para tal fin, y que un excedente de dichos fondos llegara a ser utilizado para comprar artículos de manufactura inglesa, los cuales eran abundantes en Jamaica, para su rápida venta en los mercados de Cuba[75].

      Esas operaciones destinadas a introducir artículos de contrabando para provecho suyo, y en complicidad con sus superiores, no tendría nada de extraño si nos remitimos

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