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pillamos en la época que se iban cayendo las casas y lo derribaron. Y aquello era un campo de batalla. O sea, nosotros nos pegábamos. Nos pegábamos unas pedradas que te cagas... Entre nosotros mismos... Era un deporte pegarnos entre nosotros mismos… Por ejemplo, yo estaba en la oje (Organización Juvenil Española de Falange) y mi amigo Chema estaba en los Boy Scouts, y estábamos todo el día pegándonos. Y luego no éramos rencorosos si nos encontrábamos con alguien con el que nos hubiésemos pegado. El barrio era un ecosistema violento».

      Viviendas del Patronato de Casas Militares (1943)

      en la calle María de Guzmán.

      J.: «Antes del Rock-Ola, la sala de fiestas más famosa que había en Madrid era La Carolina, en Bravo Murillo 202. Nicholas Ray tenía un garito en la calle María de Molina que se llamaba Rayas. Nicca’s era también un local anterior, de los años setenta [casi esquina de avenida de América con Cartagena]. Avenida América seguía siendo, por entonces, María de Molina».

      R.: «Más mayores, trabajábamos en todos lados. Trapicheábamos. En la Vía Láctea, en el Rock-Ola. En Rock-Ola lo que molaba era que había niños con pasta por un tubo. El Rock-Ola era una movida de pijos, ¿sabes? La Movida madrileña era todo… los que tenían dinero eran pijos. Y los que vendíamos éramos pobres, porque no teníamos una puta cala». «En el Rock-Ola había unas peleas muy buenas, pero muy buenas. Me acuerdo una vez que rodearon a un colega, el Figurín, cerraron la puerta, y al loro para sacarle de allí. Que no quería pagar y se lió con los siete porteros que había en el Rock-Ola, con dos cojones. Se lió con siete matones que había en la discoteca y les metió a todos. Pero bueno, estábamos todo el día de peleas, todo el día peleándonos».

      «Y luego, cuando se dieron cuenta de que la farmacia militar estaba triturada, que ya no nos vendían… de los hermanos mayores de O., que estudiaban medicina, también sacábamos algo». «Robar, no robábamos. Si acaso, cuando éramos más pequeños. Había cabinas de teléfono. Recuerdo un viaje a Palma de Mallorca, que íbamos todos los colegas. Y a los dos o tres días, nos dieron un palo, porque queríamos comprar hachís en Mallorca, y nos dieron Avecrem, y nos quedamos sin un duro al tercer día. Entonces, ¿qué hicimos? Pues cabinas… La cabina se hacía con una taladradora, un berbiquí, que eran manuales y se compraban en Galerías Preciados… Era importante, también, tener un destornillador, que se doblara la punta para, después de hacer el agujero, darle el giro para levantar el pestillo. Pero el destornillador no lo vendían en Galerías Preciados… Entonces tuvimos que ponernos a hacer coches... Pero abrir coches solo para encontrar un dichoso destornillador [dentro]. El coche lo abrías con una piedra, o con una percha, era fácil. Pero bueno, que nos hicimos veinte coches hasta que encontramos el destornillador. Y entonces empezamos a hacer cabinas, y de una de ellas, nos llevamos la cabina, nos llevamos el teléfono entero... Y lo abrimos luego a martillazos». «Podías sacar dos mil pesetas por cabina. En aquella época dos mil pesetas era una cifra. En Mallorca, además, la cabina era el único modo que tenían los extranjeros para llamar a sus respectivos países. Imagínate…».

      «La gente de Chamberí no atravesaba nunca el río (Ríos Rosas) porque eso ya era Cuatro Caminos. Pero en realidad, eso sigue siendo el distrito de Chamberí. Nosotros estábamos entre Raimundo Fernández Villaverde y Ríos Rosas. De Cuatro Caminos para arriba, detrás de la Cruz Roja, siempre ha sido un barrio muy guerrero, desde hace cien años. Era un barrio obrero, de gente que venía de provincias a vivir en una choza. Un barrio muy comprometido políticamente. El Cuartel de la Remonta [de donde toma su nombre la célebre plaza sita en el barrio de Tetuán] era un cuartel de caballería. Muchos de los chavales de la zona eran unos delincuentes. La Paloma, un instituto de fp, era donde iban todos los macarras». «En los setenta Estrecho era un descampado. De hecho, el propio callejón donde parábamos no estaba asfaltado, era un camino de tierra, y Chamberí estaba lleno de corralas, salas con dormitorio y un baño, que antes estaba en el pasillo. Las viviendas exteriores eran más grandes pero, cuando te dirigías a los patios, estaban las corralas».

      «Uno de nuestros camellos era el L., un iraní hijo de un capitán de aviación o un alto mando militar. En una ocasión, estábamos en Vallecas y habíamos quedado con un iraní que estaba fichado, fichadísimo… y otro colega nuestro español que también estaba fichado. Estábamos en Vallecas, en la casa de éste último, con medio kilo de jamaro [heroína], de primera, del bueno. Y teníamos un enganche considerable, también. Y el iraní tenía un Golf descapotable que no lo había en España… en ningún sitio. Hace treinta y tantos años, solo había uno en el país. De repente, nosotros con ese medio kilo, miramos por la ventana y llega la policía, macho, y nosotros desde la casa del Cejas, mirando cómo le rajaban la capota al iraní para ver qué tenía dentro… eso, en esa época, no era ilegal. Y el moro en el baño a punto de tirar el medio kilo por el váter, que eso era un marronazo que te cagas. Y… al final, tuvimos suerte y no pasó nada. El moro tiraba para la terraza hacia la azotea. Aprovechamos nosotros, que teníamos el medio kilo en la casa, y nos quedamos unas buenas cucharadas de heroína sin que se enterase el iraní. La policía nunca supo que estábamos en el edificio. Estaban concentrados en el coche de este. El moro volvió, le habíamos quitado tres cucharadas soperas».

      «Por entonces, no había mucha idea de los efectos de la droga». «Llegaron muchas cosas nuevas que ver y mirar». «En la droga nos metimos todo el mundo, y nos metíamos de todo. Y, además, con una calidad que no hay ahora mismo. La heroína ni vomitabas. Y no sabíamos nada de nada... Sabíamos que los colegas caían. Los llevaban al hospital de infecciosos, al Carlos III [en el barrio del Pilar]. Era un hospital antiguo de contagiosos. Íbamos de visita. El Carlos III era peculiar porque tú veías a los colegas desde un balcón. Recuerdo la primera amiga que cayó, que no sabíamos qué era lo que tenía [el sida]. Y, día a día, la veías cómo iba decayendo».

      J., el hermano del O., recuerda las actividades de la panda del Callejón: «Vivían de vender chocolate. Luego llegó el caballo, que también lo vendían. A uno de ellos le cayeron dos años de cárcel, lo que le sirvió para quitarse del vicio. Vivían de bajarse al moro. Tenían una tienda de objetos marroquíes y en la trastienda vendían. Bajaban hasta dos, tres y cuatro veces al mes. Luego comenzaron a operar en Málaga».

      «Con la Transición, de repente, toda la conciencia política desapareció. Casi todos mis hermanos estaban concienciados políticamente, pero [entre] los nacidos en los sesenta, la conciencia política fue prácticamente nula. [Ninguno de los nacidos] después de 1965 se metió en política».

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