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rostro—. Insistió en que fuese a la universidad, aunque yo vivía en casa para ahorrar dinero. Cuando acabé con diploma de honor y comencé a trabajar en Anglo American, se llevó una gran alegría, y me dijo que el esfuerzo había valido la pena.

      —¿Y qué opinó cuando decidiste venirte a los Estados Unidos?

      —Murió antes de que lo hiciese. Nunca la hubiese dejado. Su muerte fue uno de los motivos por los que aproveché la oportunidad para pasar un año en Nueva York.

      Durante un rato caminaron silenciosos, enfrascados en sus respectivos pensamientos.

      —¿Qué quieres ver primero, el parque de diversiones o el acuario? —preguntó Keir, tomándola del brazo.

      —Me da igual —respondió ella, feliz solo con estar en su compañía—, decide tú.

      Como intentando compensarla por su infancia sin alegrías, Keir la subió en todas las atracciones, y el resto del día se llenó de más placeres y emociones que los que había sentido en su vida entera.

      —Por ahora, es fácil darte gusto, amor mío —le dijo con extraña ternura cuando ella se lo agradeció, con el rostro radiante.

      Cansados, acalorados y polvorientos, pero totalmente felices, se dirigían a la boca del metro cuando vieron un hippy que vendía joyas de plata. A Sera le llamó la atención una sortija de bonito diseño.

      —¿Hay algo que te guste en especial? —le preguntó Keir, sacando la cartera.

      Si no hubiese sido una sortija, quizás ella se lo habría dicho pero, ruborizándose un poco, negó con la cabeza e hizo ademán de seguir caminando.

      —¿Qué te parece este recuerdo? —preguntó él, y como si le hubiese leído la mente, eligió la sortija que ella había estado admirando—. Pruébatela.

      Cuando ella titubeó, tomó la sortija y se la colocó en el dedo anular.

      —Te queda muy bien.

      —¿Cuánto vale? —le preguntó al hippy.

      —Veinte dólares —respondió el joven.

      Al alejarse, Keir le pasó el brazo por la cintura.

      —Seguro que te manchará el dedo de verde. Algún día, espero que no muy lejano, te compraré algo mucho más caro en Tiffany’s.

      La invadió la alegría. Keir la amaba y quería casarse con ella.

      Comprara lo que le comprase en el futuro, nada podría reemplazar nunca esa sortija, y nunca se sentiría más feliz que en ese momento…

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