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septiembre de 1966 era yo un novato estudiante de medicina, con estudios superiores en literatura en Wheaton College. Había terminado un curso de verano en química, estaba locamente enamorado de Noel y estaba más enfermo que nunca con mononucleosis. El doctor me envió al centro de salud durante las tres semanas más decisivas de mi vida. Fue un período por el cual nunca dejo de dar gracias a Dios.

      Por aquellos días, el semestre de otoño comenzó con una Semana de Énfasis Espiritual. El orador en 1966 era Harold John Ockenga. Fue la primera y última vez que yo le oí predicar. La radio del colegio WETN transmitió los sermones, y yo los escuché mientras estaba acostado en mi cama, a unos doscientos metros de su púlpito. Bajo la predicación de la Palabra por el Pastor Ockenga la dirección de mi vida fue permanentemente cambiada. Puedo recordar cómo mi corazón casi explotaba anhelante, conforme escuchaba – deseando conocer y dominar la Palabra de Dios en aquella forma. Por medio de esos mensajes, Dios me llamó al ministerio de la Palabra, de manera irresistible y (creo) en forma irrevocable. Desde entonces, ha sido mi convicción que la evidencia subjetiva del llamado de Dios al ministerio de la Palabra (para citar a Charles Spurgeon) “es un intenso y todo-absorbente deseo por la obra.”5

      Cuando salí del centro de salud, dejé la química orgánica y tomé filosofía como materia secundaria, y me propuse obtener la mejor educación bíblica y teológica posible. Veintidós años más tarde (a esa disertación en 1988) puedo testificar que el Señor no me ha dejado dudar de ese llamado. Está tan claro en mi corazón hoy como nunca antes. Y solamente me maravillo de la maravillosa providencia de Dios – de salvarme y llamarme como un sirviente de la Palabra, y luego dejarme hablar, después de dos décadas, bajo la bandera de las Conferencias Harold John Ockenga sobre Predicación, en el Seminario Teológico Gordon-Conwell.

      Éste es para mí un precioso privilegio. Oro porque sea un tributo aceptable al Dr. Ockenga, que nunca me conoció – y por tanto es un testimonio al hecho de que nunca sabremos de la verdadera utilidad de nuestra predicación, hasta que todo el fruto de las ramas del árbol que han brotado de las simientes que hemos sembrado haya madurado a la luz de la eternidad.

      Porque como desciende de los cielos la lluvia y la nieve, y no vuelve al á, sino riega la tierra y la hace germinar y producir, y da semilla al que siembra, y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca; no volverá a mi vacía, sino que hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquel o para que la envié. (Isaías 55:10-11)

      El doctor Ockenga nunca supo lo que su predicación hizo en mi vida, y puede usted tomar nota de que si usted es un predicador, Dios le va a ocultar mucho del fruto que Él produce en su ministerio. Verá lo suficiente para estar seguro de Su bendición, pero no tanto como para pensar que usted podría vivir sin ello. La meta de Dios es que Él sea exaltado y no el predicador. Esto nos lleva al tema principal: La Supremacía de Dios en la Predicación. Su bosquejo es intencionalmente trinitario:

      La Meta de la Predicación: La Gloria de Dios.La Base de la Predicación: La Cruz de Cristo. El Don de la Predicación: El Poder del Espíritu Santo.

      Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo son el inicio, el medio y el fin en el ministerio de la Predicación. Sobre toda labor ministerial, especialmente la predicación, se destacan las palabras escritas por el apóstol: “Porque en él, y por él, y para él, son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén.” (Romanos 11:36)

      El predicador escocés James Stewart dijo que los objetivos de una predicación genuina son para “despertar la conciencia por medio de la santidad de Dios, para alimentar la mente con la verdad de Dios, para purificar la imaginación por medio de la belleza de Dios, para abrir el corazón al amor de Dios, para consagrar la voluntad al propósito de Dios.”6 En otras palabras, Dios es la meta al predicar, Dios es el fundamento de la predicación – y todos los demás recursos son dados por el Espíritu Santo.

      Mi carga es rogar por la supremacía de Dios en la predicación – que la nota dominante en la predicación sea la libertad de la Gracia soberana de Dios, que el tema unificador sea el celo que Dios tiene de Su propia Gloria, que el gran propósito de la predicación sea la infinita e inagotable realidad de Dios y que la penetrante atmósfera de la predicación sea la santidad de Dios. Entonces, cuando en la predicación se tocan las cosas ordinarias de la vida – la familia, el ocio, las amistades o las crisis de nuestro diario vivir – Sida, divorcio, adicciones, depresiones, abusos, pobreza, hambre y, lo peor de todo, la gente inconversa del mundo, estas cosas no sólo son consideradas: Son llevadas a la misma presencia de Dios.

      John Henry Jowett, quien predicó en Inglaterra y América durante treinta y cuatro años hasta 1932, pudo ver este gran poder de tales predicadores del siglo IX como Robert Dale, John Newman y Charles Spurgeon. El dice:

      “Siempre estuvieron dispuestos a detenerse a ver lo que sucedía en el pueblo, pero siempre vincularon las calles con las alturas, y enviaron sus almas errantes sobre las eternas colinas de Dios... Es este tema de la inmensidad, sentido de Su eterna presencia e indicación de lo infinito, que considero que debemos de recuperar en nuestras predicaciones.”7

      Casi a finales del siglo XX, la necesidad de recuperación es diez veces mayor.

      Tampoco estoy proponiendo alguna forma de preocupación artística elitista con imponderables filosóficos o intelectuales. Hay cierto tipo de personas que gravitan a los cultos de alta liturgia, porque no toleran el “palmoteo” de la adoración evangélica. Spurgeon fue todo, menos un intelectual elitista. Casi no ha habido Pastor de mayor agrado popular. Sus mensajes, sin embargo, estaban llenos de Dios y la atmósfera estaba cargada con la presencia de tremendas realidades. “Nunca tendremos grandes predicadores” decía, “hasta que tengamos grandes teólogos.”8

      No fue que él se preocupara más por los grandes ideales que por las almas perdidas. Se preocupaba por lo uno, debido a que amaba lo otro. Lo mismo sucedió con Isaac Watts, que vivió un siglo antes. Samuel Johnson dijo de Watts: “Todo lo que él tomaba en sus manos, debido a su incesante hambre por almas, fue convertido en teología.”9 Lo que quiero decir con el caso de Watts es que él todo lo llevó a una relación con Dios, porque se preocupaba por las personas.

      Hoy día, creo que Johnson opinaría de mucha predicación contemporánea que, “cualquier cosa que el predicador toma en sus manos es, por su constante afán de relevancia, convertido en psicología.” Ni las grandes metas de predicación ni el valioso lugar de la psicología valen nada ante la pérdida del fundamento teológico. Una de las razones por las que la gente a veces duda del valor que tiene una predicación centrada en Dios es porque nunca han oído una. J. I. Packer cuenta que oyó predicar a D. Martyn Lloyd-Jones en la Capilla de Westminster cada domingo por la noche durante 1948 y 1949. Dice que nunca antes oyó predicación semejante. Vino a él con la fuerza y el ímpetu de un choque eléctrico. Lloyd-Jones, dijo, le llevó a “la presencia de Dios, más que ningún otro hombre.”10

      ¿Es esto lo que la gente de estos días se lleva de la adoración – sentir la presencia de Dios, un toque de Su soberana gracia, una disertación del panorama de Su gloria, el gran propósito de la infinita razón de ser de Dios? ¿Acaso entran durante una hora a la semana – que no es un sacrificio – a una atmósfera de la santidad de Dios que deja Su aroma en sus vidas por toda una semana?

      Cotton Mather, quien ministró en Nueva Inglaterra hace 300 años, dijo: “En la tarea de un predicador cristiano, el gran esquema e intención es restaurar el trono y dominio de Dios en las almas de los hombres.”11 Eso no fue una exhuberancia retórica. Era una conclusión exegética mesurada y exacta de uno de los más grandes textos bíblicos que conducen a los fundamentos de la Supremacía de Dios en la Predicación. El texto que respalda lo dicho por Mather es Romanos 10:14-15: “¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? ¿Y cómo predicarán si no fueren enviados? Como está escrito: ¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian la paz, de los que anuncian las buenas nuevas!”

      Del

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