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      LA

      SUPREMACÍA

      DE DIOS

      EN LA

      PREDICACIÓN

      Dr. John Piper

      Publicado por:

      Publicaciones Faro de Gracia

      P.O. Box 1043

      Graham, NC 27253

      www.farodegracia.org

      ISBN 978-1-629462-23-3

      © Copyright, 1990, 2004 by Desiring God Foundation. Todos los derechos reservados. Orginalmente publicado en el inglés bajo el título, The Supremacy of God in Preaching, Revised Edition, by Baker Books, a division of Baker Publishing Group, Grand Rapids, Michigan, 49516, USA.

      Traducción al Español por Max Mejía Vides, y revisada por Moises Zapata, MTW. © Copyright Publicaciones Faro de Gracia.

      Ninguna parte de esta publicación se podrá reproducida, procesada en algún sistema que la pueda reproducir, o transmitida en alguna forma o por algún medio – electrónico, mecánico, fotocopia, cinta magnetofónica u otro– excepto para breves citas en reseñas, sin el permiso previo de los editores.

      © Las citas bíblicas son tomadas de la Versión Reina-Valera

      © 1960 Sociedades Bíblicas en América Latina. © renovada 1988, Sociedades Bíblicas Unidas. Utilizado con permiso.

      LA

      SUPREMACÍA

      DE DIOS

      EN LA

      PREDICACIÓN

      Dr. John Piper

      Contenido

       PREÁMBULO

       PREFACIO

       PRIMERA PARTE POR QUÉ DIOS DEBERÍA SER SUPREMO EN LA PREDICACIÓN

       1 La Meta de la Predicación La Gloria de Dios

       2 El Terreno de la Predicación La Cruz de Cristo

       3 El Don de la Predicación El Poder del Espíritu Santo

       4 La Solemnidad y el Regocijo De la Predicación

       SEGUNDA PARTE CÓMO HACER PARA QUE DIOS SEA SUPREMO EN LA PREDICACIÓN

       5 Mantente Centrado en Dios La Vida de Edwards

       6 Sométete a Dulce Soberanía La teología de Edwards

       7 Haz Supremo a Dios La Predicación de Edwards

       Conclusión

      Las gentes están hambrientas de la grandeza de Dios. Pero la mayoría de ellas, en medio de una vida llena de problemas, no quieren reconocerlo. La majestad de Dios es una cura desconocida. Hay en el ambiente muchas recetas populares cuyos beneficios son superficiales y breves. La predicación que no tiene el aroma de la grandeza de Dios podrá entretener por un tiempo, mas no calmará el grito del alma que clama: “Muéstrame tu Gloria.”

      Hace años, durante la oración semanal en nuestra iglesia, decidí predicar acerca de la Santidad de Dios, basándome en Isaías 6. En el primer domingo del año, decidí mostrar la visión de Dios que se encuentra en los primeros cuatro versos de ese capítulo.

      “En el año que murió el rey Uzías, vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo. Por encima de él había serafines; cada uno tenía seis alas; con dos cubrían sus rostros, y con dos volaban. Y el uno al otro daban voces, diciendo: Santo, Santo, Santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de tu gloria. Y los quiciales de las puertas se estremecieron con la voz del que clamaba, y la casa se llenó de humo.

      De modo que prediqué sobre la santidad de Dios, e hice lo mejor que pude para mostrar la majestad y la gloria de tan grande y santo Dios. No dije ni siquiera una mínima palabra aplicada a las vidas de las personas.

      La aplicación es esencial en el curso normal de una predicación, pero aquel día me sentí llevado a hacer una prueba: ¿Acaso el mostrar apasionadamente la grandeza de Dios por sí sola llenaría las necesidades de esta gente?

      No me había dado cuenta de que no hacía mucho, antes de este domingo, una pareja joven de nuestra iglesia había descubierto que uno de sus hijos estaba siendo abusado sexualmente por un pariente cercano. El asunto era increíblemente traumático. Ellos estaban allí aquel domingo por la mañana escuchando aquel mensaje. No sé cuántos fieles, aconsejando a los Pastores nos dirían hoy: “Pastor Piper, ¿no se da cuenta de que su gente está sufriendo? ¿No pudiera usted bajar del cielo y ser más práctico? ¿No se da cuenta de la clase de gente que se sienta frente a usted los domingos?” Semanas más tarde supe la historia. Un domingo por la tarde después del servicio, el esposo me llamó aparte. “John,” me dijo, “estos han sido los meses más duros de nuestras vidas. ¿Y sabe por qué he logrado resistirlos? Fue la visión de la Grandeza de la Santidad de Dios que usted nos dio la primera semana de enero. Ésa ha sido la roca a la que nos hemos aferrado.”

      La grandeza y la gloria de Dios son relevantes. No importa si las encuestas salen con una lista de necesidades perceptibles que no incluyan la suprema grandeza de la soberanía del Dios de la Gracia. Hay una necesidad mas profunda, y nuestro pueblo está hambriento de Dios.

      Otra ilustración de lo anterior es la manera cómo la movilización misionera está ocurriendo en nuestra iglesia y la forma cómo en la historia esto ha sucedido vez tras vez. La juventud de hoy no se entusiasma por denominaciones y agencias. En cambio, se entusiasma por la grandeza de un Dios global y por el incontenible propósito de un rey soberano. El primer gran misionero dijo: “Se nos ha dado la gracia y apostolado para despertar la obediencia por la fe, por razón de Su nombre, a todas las naciones.” (Romanos 1:5, énfasis marcado) Las misiones existen por razones del amor de Dios. Fluyen por un amor a la gloria de Dios y por el honor de Su reputación, como la respuesta a una oración: “Santificado sea tu nombre.”

      Estoy convencido que la visión de un gran Dios es una pieza clave en la vida de la iglesia, tanto en lo pastoral, como en el esfuerzo misionero. Nuestras gentes necesitan oír de un Dios milagroso. Necesitan oír que alguien, por lo menos una vez a la semana, alce su voz y magnifique la supremacía de Dios. Ellos necesitan contemplar el completo panorama de las excelencias de Dios. Robert Murray MʼCheyne dijo: “Dios no bendice a los grandes talentos tanto como a la gran semejanza a Jesús. Un Ministro santo es una poderosa arma en las manos de Dios.”1 En otras palabras, lo que la gente demanda es nuestra santidad personal. Y ciertamente, la santidad personal es nada menos que una vida inmersa en Dios – el vivir de una filosofía extasiada en Dios.

      Dios mismo es la materia fundamental de nuestra predicación – en Su majestad, verdad, santidad, rectitud, sabiduría, fidelidad, soberanía y gracia. No quiero decir que no debamos predicar sobre las menudencias de las cosas prácticas como la paternidad, el divorcio, el Sida, la TV y el sexo. Lo que quiero decir es que cada una de esas cosas deberá ser traída ante la santa presencia de Dios y dejada descubiertas sus raíces de piedad o impiedad.

      No es la tarea del predicador cristiano dar

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