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habilidades que hemos incorporado y que utilizamos para llevar a cabo estas tareas; el padre es la esencia, el potencial que somos y que nos ha sido dado en usufructo, y el hijo mayor son las instrucciones ideológicas, morales y espirituales que hemos recibido.

       Interpretación según la línea de Antonio Blay:

      Nuestra existencia se desarrolla en dos niveles claramente diferenciados: el más elevado, del hermano mayor, conformado por una educación ideológica, moral o religiosa; y el de la lucha en el mundo material y emocional, simbolizada por el hermano pequeño. El Yo Esencial, el potencial, la capacidad de ver, amar y hacer que somos se pone a disposición de ambas partes, pero la parte que se ocupa de la existencia se ve obligada a poner toda su atención en el exterior, porque anda por terrenos difíciles y esto le lleva a olvidar su naturaleza esencial. Pierde de vista que ya es alguien por derecho propio y emplea el potencial que es para conseguir prestigio, éxito y poder en el mundo. El hijo pródigo, es el personaje.

      Así malgastamos el potencial buscando fuera lo que ya somos; lo hacemos porque nos hemos desconectado del fondo y hemos perdido la conciencia de nuestra naturaleza esencial. Hemos olvidado por completo nuestra filiación espiritual y pretendemos apoyarnos en el reconocimiento, valoración y auxilio del exterior, lo que acaba siempre generando desengaño y frustración. Invertimos nuestras capacidades esenciales en lo que el mundo nos exige y solo conseguimos un pobre sucedáneo de la esencia que tenemos olvidada en el inconsciente. La frustración genera angustia e intentamos paliarla buscando satisfacciones sensoriales y psicológicas. El problema es que estos intentos, en vez de darnos fuerza, nos la consumen. Aquello que satisface nuestro cuerpo y nuestro psiquismo no necesariamente colma el espíritu. Pero, a menudo, el sistema nos niega, incluso, estos premios de consolación.

      La propia sensación de carencia despierta un recuerdo subliminal de este fondo esencial que permanece en el inconsciente; es lo que llamamos: demanda. Nos lleva a cuestionar la existencia que estamos llevando y a intuir que, quizás, podamos recuperar lo que recordamos de nuestra infancia, cuando todavía no nos habíamos desconectado de lo Superior. No nos hacemos muchas ilusiones, solo pretendemos encontrar un poco de alivio. El caso es que llegados a este punto, ya no deseamos ser importantes, solo queremos volver a degustar algo que sea sólido y real.

      Entonces podemos levantarnos internamente, es decir: despertar y situarnos por encima de este nivel de confusión del personaje. Despertar es recuperar la conciencia de quiénes somos y ponernos en camino para tener un protagonismo en la existencia, al mismo tiempo que conseguimos una cierta autonomía personal. Basta eso para experimentar una sensación interior de renacimiento y confianza en nosotros mismos, porque de inmediato volvemos a tomar conciencia del potencial que somos. El potencial no se ha consumido en esta etapa de desorientación, sigue incólume y nos devuelve la conciencia de nuestra filiación.

      Pero persiste un problema: la parte moral o religiosa se niega a aceptarnos e insiste en condenarnos; es el hermano mayor. Esta parte ha cultivado grandes pensamientos, incluso, podemos haber experimentado a través de ella una devoción por lo espiritual. Pero nada de eso se ha reflejado en nuestra vida cotidiana; estas ideas y sentimientos, más bien, han resultado estériles; y la prueba es que no nos han dado ninguna satisfacción. Al contrario, es una parte de nuestra personalidad que persiste en hacernos culpables y está celosa de las experiencias que ha tenido la parte supuestamente inferior. Así que, habrá que atenderla, reuniendo ambas en la totalidad de nosotros mismos.

       Indicaciones para el Trabajo espiritual:

      El fenómeno del personaje es un accidente en la evolución del ser humano, pero es un hecho que distorsiona la existencia, obligándonos a invertir la energía, la inteligencia y el amor que somos en esta tragicomedia que hemos descrito más arriba. El hijo pródigo somos nosotros, malgastando el potencial en objetivos utópicos y olvidando nuestra naturaleza esencial.

      Llega un momento en el que la idea de que el futuro nos traerá los objetivos que el personaje nos propone no se sostiene y, entonces, nos preguntamos por el sentido que le estamos dando a nuestra existencia. Una vez superada la tentación de culpar a los demás de nuestro infortunio y viendo claro que no vamos a cobrar las facturas que pretendemos pasarle al mundo, no tenemos más remedio que reconocer que hemos errado en el camino.

      Basta este reconocimiento y la intención de superar el error, para que el Yo Esencial reaparezca en nuestra conciencia en forma de despertar. Despertamos como sirvientes del potencial, dispuestos a invertir nuestras capacidades en la tarea que lo Superior decida ponernos delante: «Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros».

      En el mismo momento en el que nos ponemos a actualizar el potencial, tomamos conciencia de serlo. Y en esta conciencia recuperamos nuestra naturaleza esencial y nos descubrimos siendo lo que nunca habíamos dejado de ser: ahí está la satisfacción de nuestras necesidades, de todas ellas, tanto las materiales como las espirituales.

      Aquí, se presenta metafóricamente el mensaje central de Jesucristo: habíamos muerto, y hemos resucitado; estábamos perdidos y nos hemos encontrado, porque el Ser Esencial nos ha recibido. No hemos vuelto exactamente al punto de partida; ahora, somos conscientes tanto del Ser como de la función que estamos haciendo en este mundo. Precisamente porque nos hemos equivocado, somos capaces de vivir de forma consciente y voluntaria.

      Pero tenemos que convencer a esta parte de la personalidad que no nos perdona y pretende mantenernos desconectados y exiliados. Es la parte moralista e inquisidora del yo ideal que se considera buena porque rechaza esta otra parte desorientada. Conviene ver que esta parte moral no se ha extraviado porque nunca ha hecho nada por sí misma, se ha limitado a mantener las consignas que recibió y no ha tenido que enfrentar dificultad alguna. Se ha refugiado detrás de unos ideales que ha disfrazado de espiritualidad y solo puede exhibirlos criticando y rechazando a quienes no los cumplen.

      Solo la acción nos redime; el pensamiento y las buenas intenciones son algo inútil. La lección que nos da aquí el Trabajo es que, a menudo, los ideales constituyen el obstáculo más grande para nuestra evolución; sobre todo, cuando los utilizamos para condenarnos a nosotros mismos por habernos equivocado y no estar a la altura.

      (Mateo 22, 2-14)

       «El reino de los cielos es semejante a un rey que preparó el banquete de bodas a su hijo. Envió a sus criados a llamar a los invitados a las bodas, pero estos no quisieron venir. De nuevo envió a otros siervos, ordenándoles: Decid a los invitados: Mi comida está preparada; los becerros y cebones, muertos; todo está pronto, venid a las bodas. Pero ellos, desdeñosos, se fueron, quién a su campo, quién a su negocio. Otros, agarrando a los siervos, los ultrajaron y les dieron muerte. El rey, montando en cólera, envió sus ejércitos, hizo matar a aquellos asesinos y dio su ciudad a las llamas. Después dijo a sus siervos: El banquete está dispuesto, pero los invitados no eran dignos. Id, pues, a las salidas de los caminos, y a cuantos encontréis llamadlos a las bodas. Salieron a los caminos los siervos y reunieron a cuantos encontraron, malos y buenos, y la sala de bodas quedó llena de convidados. Entrando el rey para ver a los que estaban a la mesa, vio allí a un hombre que no llevaba traje de boda, y le dijo: Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin el vestido de boda? Él enmudeció. Entonces el rey dijo a sus ministros: Atadle de pies y manos y arrojadle a las tinieblas exteriores; allí habrá llanto y crujir de dientes. Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos».

       Recuerdos escolares:

      Desde luego, nosotros habíamos sido educados para no rechazar una posible invitación de las autoridades. Nos sorprendía que pudiera haber quien hiciera algo así; pero, como los ricos supuestamente son malos y los pobres buenos, nos cuadraba que pudiera suceder. Sin embargo, nos parecía que el castigo del rey a los invitados descorteses era un poco exagerado, porque ordenaba que los mataran. Sin duda, de haber imaginado que el rey se enfadaría tanto, hubieran actuado de otra manera. Por eso, nos extrañaba también tamaña ignorancia de la situación

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