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una vez más, o pensar distinto, la presencia o la ausencia de Estado, con todos los matices intermedios posibles. El Estado –la idea de Estado, la acción del Estado– ha regresado a la escena con renovado prestigio o repetido descaso. Como fuera, se trata en general de un Estado que venía siendo devastado o directamente abandonado a su precariedad, al que hasta hace poco se le ha infringido –o se ha infringido a sí mismo– todo el daño posible y que ahora, cuando todos le reclaman su parcela y su incumbencia, debería ser otro de sí mismo para reaccionar y actuar en consecuencia. O abandonarse y abandonarnos a la suerte de la cara o cruz, es decir, a la mala suerte.

      2 /Disposición e indisposición de los cuerpos/

      Los cuerpos color de herrumbre eran cargados

      en angarillas y esperaban bajo un cobertizo

      preparado con este fin.

      Los féretros se regaban con una solución antiséptica,

      se volvían a llevar al hospital y la operación

      recomenzaba tantas veces como era necesario.

      Albert Camus, 2005

      A excepción de aquellos cuerpos que enferman, que decaen o mueren; de aquellos que permanecen en su refugio, en la quietud tensa e insostenible, inmóviles, absortos o apabullados, sin nada que hacer o sin querer hacer nada; de aquellos cuerpos que no son o no están a la vista y que prefieren sustraerse a cualquier acto o gesto público; a excepción, pues, de los cuerpos confinados o íntimos o que no transmiten en vivo su soledad, hay al alcance de la vista un ejército o un ballet o una comparsa de cuerpos singulares en movimiento que se muestran contorsionados, erráticos, artísticos, en una desnudez distinta o accesible, haciendo piruetas, ejercicios, distensiones, meditaciones, relajaciones, hablando de cuerpo a cuerpo, ofreciendo destrezas, técnicas milenarias o recién inventadas, sacudiéndose la modorra, impulsándose hacia atrás y hacia delante, saludables, expuestos, enseñantes de pago o de pura gratuidad.

      El movimiento se ha hecho imprescindible para no quedarse ateridos como en una estepa nevada y, como no hay dónde ir porque no se puede ir hacia ninguna parte, el desplazamiento toma la forma de un baile con uno mismo, desenfrenado, desinhibido, sin complejos.

      El cuerpo se entrega a la música y allí se deja guiar por hilos ancestrales, desconocidos, en pos de parecerse a algo semejante a un grito, a una explosión de toda la implosión acumulada, tal vez para no permanecer ahogados en un mar sin fondo:

      Tocábamos porque el océano es grande y da miedo, tocábamos para que la gente no notara el paso del tiempo y se olvidara de dónde estaba y de quién era. Tocábamos para hacer que bailaran, porque si bailas no puedes morir, y te sientes Dios (Baricco, 2015).

      Los cuerpos asumen y resumen, aquí y ahora, las vagas propiedades de la implosión y de la explosión; en el preciso instante en que se ven amenazados por la lujuria invisible del virus, buscan tanto tenerse como sostenerse, atender y distraerse, aquietarse y alocarse, retraerse y desplegarse.

      Unos cuerpos se abrazan a sí mismos y otros se alargan hacia los demás; unos se envuelven, se arrullan, se contienen, se apocan, se anidan y otros se explayan, se desanudan, se hacen exposición. Unos cuerpos leen, anotan en sus cuadernos frases sin destino, se desplazan apenas entre metros cuadrados de baños, cuartos y cocinas, se recuestan, retozan, sienten la poca respiración y la mucha intimidad; otros cuerpos vociferan, insisten más allá de sus metrajes, exigen de otros cuerpos la movilidad. Distintos cuerpos, distintos gestos. O el mismo cuerpo, en su múltiple gestualidad.

      Mientras tanto, la corporación de consejeros mediáticos se reparte entre sus especialidades de opinión preferidas: unos se dirigen al entrenamiento y cuidado de un cuerpo sin mente, otros a la ejercitación de una mente sin cuerpo, y otros, todavía a la conservación de partes pequeñísimas del cuerpo –los ojos, la espalda, la memoria, el sueño– como si lograran construir o reconstruir la anhelada totalidad a partir de un despedazamiento, de una fragmentación.

      Luego están los cuerpos-espejo, que ya estaban desde mucho antes; esos cuerpos que toman imágenes de sí y comparten sus gestos sueltos, aislados, planificados; el cuerpo-mensaje autorreferencial satisfecho o no de sí, que no dice nada a nadie –o que cree saber lo que dice y a quién se lo dice– y que espera impaciente que su texto incógnito sea descifrado por alguien en la masiva virtualidad, por algún otro cuerpo-imagen-espejo, en algún momento inmediato, en algún lugar de la red. Quizá lo que quieren decir es que con la presentación del cuerpo ya es suficiente, que no hay otra cosa que presentarse o representarse, que la imagen-cuerpo ya es por sí misma la totalidad del enunciado o, en todo caso, que el enunciado vendrá después –si es que vendrá–, a gusto o disgusto del observador ocasional.

      (…)

      Y entre todos los cuerpos, o al interior de un mismo cuerpo o de un instante de un mismo cuerpo, hay uno en particular que ha sido ponderado en estos extraños días dentro de ese discurso del hacer ahora lo que no se hacía antes: se trata del cuerpo que estudia y/o del cuerpo que lee, como si se tratara de un cuerpo antiguo que se despereza, que renace, una postura anacrónica que recobra vigencia, una oscuridad a la que cierto mundo mejor pretende iluminar, o desea restablecer, reposicionar, volver contemporánea.

      La pintura titulada Mebae (Despertar) de Tetsuya Ishida, realizada en 1998, retrata una escena habitual, corriente: el interior de un colegio en donde algunos estudiantes, sentados en sus pupitres, miran hacia el frente, asistiendo a una lección del profesor, dueños o presos de una atención absoluta, con libros y cuadernos y lápices y bolígrafos entre sus manos. Aquello que llamará la atención es que al menos dos de los estudiantes han perdido su fisonomía humana y han adoptado, ellos mismos, la forma de microscopios.

      La transformación –o la mutación– es impresionante y de por sí elocuente: esos dos estudiantes se han vuelto máquinas –una transformación que también muestra el artista japonés en los operarios de las fábricas, que mutan hacia un engranaje que no permite distinguir lo humano del artefacto o que los confunde de una vez–, transfigurando la idea de estudiar o de estudiante en una figura tortuosa y mortífera, despojada de cuerpo y, por así decirlo, de espíritu.

      La imagen del estudiar, del estudiante, del lector es, en cierto modo, reconocible, precisa pero, por cierto, ha sufrido un largo proceso de transformación y quedó desteñida durante el tortuoso pasaje reciente de la vida estudiosa y lectora a la vida expuesta a ambientes de aprendizaje solamente provechosos.

      Si se recuperara esa imagen, podría verse lo siguiente: alguien de edad incierta, alguien del común, alguien que es cualquiera, se encuentra en medio de una sala o de una habitación estrecha, con una iluminación acentuada, cuyo foco –una lámpara pequeña, una vela– que apunta hacia un escritorio, se disemina quizá hacia un libro y hacia un cuaderno, junto con lápices o tinta, agua o café o té humeantes, sin que nada o nadie parezca interrumpir, cerca de una ventana entrecerrada, más allá una biblioteca, algunas ropas desperdigadas, y el resto de la escena nulo o ausente.

      El así llamado o visto como estudiante, el individuo que estudia, está reconcentrado, absorto, suspendido en el tiempo, habitante de una interioridad que no se sabe bien qué es aunque existe, posada su mirada en detención sobre un fragmento de ardua comprensión, buscando alternativamente otros párrafos para dilucidar el anterior, o quizá con un gesto de estupor, intentando escudriñar si alguna palabra alrededor le ofrece los indicios necesarios para seguir adelante o debe volver atrás, una y otra vez, hasta que su contracción le indique que su cuerpo ya está de nuevo en el presente del texto.

      Quien estudia, aplicado en esa imagen, parece estar ausente y a la vez prestando una atención que desde fuera parece tensa, excesiva, como si el mundo o cierta parte del mismo hubiese dejado de existir y otro mundo o cierta porción de otro mundo se hiciera presente de un modo revelador o al menos esencial. Está preocupado solo por una razón a todas luces ínfima pero trascendental: dar una determinada forma a un asunto hasta aquí informe, alojarlo en su interior, saberlo en el sentido de su transformación en

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