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tampoco culpaba a La Bestia por buscar consuelo cuando recibió la fría y dura prueba de que su matrimonio había terminado. Sabía muy bien lo que se sentía cuando una relación se rompía. Había estado saliendo varios meses con Richard Cross, un compañero de trabajo; cuando creyó que la relación iba a consolidarse, él le exigió que eligiera: él o el hijo de su hermana. Haley se sintió como si el mundo se acabara, eso no era una elección. No se arrepentía de haberse quedado con el bebé, pero aún le dolía.

      No habría podido retener a Richard, suponiendo que lo hubiera deseado tras ese ultimátum tan cruel. Pero sí podía culpar a Sam por su fría negativa a aceptar su parte de responsabilidad por el bebé de Ellen. Ese pensamiento le dio a Haley la fuerza suficiente para realizar el trabajo que Miranda le había encomendado. Abrió el maletín y sacó una carpeta.

      –He cambiado de opinión. Prefiero no tomar café y empezar con la reunión.

      –Espero que no te moleste que yo sí tome. Llevo trabajando desde las cinco de la mañana –sin esperar una respuesta, entró al despacho. La ira de Haley se incrementó al oír el silbido de una cafetera exprés y una cucharilla chocar con porcelana. Sam no se privaba de nada.

      Aparte del lujo que suponía tener una cafetera exprés en el despacho; la biblioteca, desde los cuadros que había en las paredes a los muebles de diseño, clamaba opulencia. Haley, rabiosa, pensó en Joel, que estaba con Miranda en la oficina. ¿Cómo se atrevía Sam a vivir tan bien cuando su hijo tenía tan poco?

      Sam volvió con una taza en la mano, el aroma del café la tentó y deseó no haberlo rechazado. Privándose no conseguiría que él cambiara de actitud; además una actitud negativa podría hacer que sospechara algo.

      –¿Seguro que no quieres? –preguntó él, dejando la taza en una mesa auxiliar.

      –No, gracias –dijo ella, sorprendiéndose de poder hablar rechinando los dientes. Había sabido que reunirse con Sam no sería fácil, pero nunca creyó que supondría tanto esfuerzo. Ni tampoco que le haría recordar el último y trágico año, cuando había cuidado de Ellen durante su embarazo, sabiendo que volvía a estar enferma.

      Tuvo que aguantarse el dolor que supuso la muerte de su hermana, para ocuparse del bebé. Había llegado a ver a Joel como a su propio hijo; por eso estaba tan enfadada con Sam. No podía ser objetiva, y Miranda necesitaba que lo fuera; era mejor acabar con la entrevista antes de que dijera algo de lo que tuviera que arrepentirse.

      –Me gustaría que empezáramos –le dijo. Él se acercó al sofá y se sentó a su lado, tan cerca que sus muslos casi se rozaban.

      –No hasta que me digas por qué estás tan enfadada conmigo –dijo él.

      Esa invasión de su espacio personal fue la gota que desbordó el vaso para Haley. Sin embargo, para su sorpresa, lo que menos sintió al tenerlo tan cerca fue enfado. Sintió una excitación intensa y alocada, que no deseaba que él provocara.

      –¿Qué te hace pensar que estoy enfadada? –preguntó, esforzándose para que no le temblara la voz.

      –Instinto de escritor –replicó él–. Creo que apenas puedes aguantarte las ganas de tirarme algo, y me gustaría saber por qué. No puede ser porque te chillé por el intercomunicador. Estaba en mitad de una escena y cuando escribo me convierto en un oso salvaje. Miranda debe habértelo advertido –la miró y ella negó con la cabeza.

      –Me dio la impresión de que eres uno de sus clientes favoritos –replicó Haley, refugiándose en la verdad. Él sonrió y el cambio fue dramático. Fue como si alguien hubiera encendido una lámpara solar; ella se acercó como si él fuera una fuente de energía. Se apartó con esfuerzo–. Mi problema es personal.

      La palabra «personal» habría sido suficiente para hacer callar a la mayoría de los hombres, pero Sam parecía interesado.

      –¿Personal significa que tiene que ver con un hombre? –inquirió él. Haley comprendió que, sin quererlo, había atraído su atención y decidió tener más cuidado.

      –Lo cierto es que no pienso…

      –Eso es justo lo que yo quería decir –cortó él–. No se puede pensar cuando se está preocupado con otra cosa. ¿Te recuerdo a ese hombre que tienes en mente?

      –Quizás –dijo ella inexpresivamente, Sam era demasiado intuitivo para aceptar una negativa. Si supiera la verdad…

      –Eso explicaría la transferencia de antagonismo –comentó él para sí–. Perdona, uno de mis vicios es analizar a la gente, le ocurre a la mayoría de los escritores.

      –Pero escribes para niños.

      –Mis lectores también quieren personajes creíbles y convincentes –dijo él con tono ofendido–. La única diferencia es que escribo mis historias con el vocabulario apropiado a su edad.

      –No pretendía sugerir lo contrario.

      –Estoy acostumbrado –se encogió de hombros–. Despreciar la literatura infantil es el deporte favorito de mucha gente. ¿Tienes hijos, Haley?

      –No creo que…

      –¿Que sea asunto mío? –acabó él–. Posiblemente tengas razón pero, para que podamos entendernos, necesito saber más sobre ti.

      Haley pensó que, como frase hecha, era suave como la seda. No la extrañaba que Ellen se hubiera rendido ante él. Afortunadamente, ella no cometería el mismo error.

      –Lo único que necesitas saber de mí es que Miranda me ha enviado para que me ocupe de solucionar lo del cuidado de tu casa.

      –Precisamente –insistió él–. Entonces, ¿tienes hijos?

      –Sí –espetó ella, para callarlo y volver a los negocios. El hombre era imposible.

      –¿Niños? ¿Niñas?

      –Niño, singular –replicó, preguntándose qué edad se imaginaba que tenía–. Solo tengo veintitrés años. Joel tiene seis meses, así que no te lo encontrarás haciendo cola para recibir tu autógrafo.

      –Es algo joven para mis libros –aceptó él sin inmutarse–. Aunque espero que se sigan vendiendo cuando empiece a leer.

      –Seguro que sí –dijo ella con tono supuestamente halagador. A ese paso no acabarían nunca; decidió seguir a rajatabla el guión de Miranda.

      –Ese hombre con el que estás tan enfadada, ¿es el padre de Joel?

      –Sí, lo es –afirmó ella, contenta de poder contestar sinceramente.

      –¿No estás casada con él? –preguntó Sam, mirando el dedo anular de su mano izquierda.

      –No, gracias a Dios –replicó ella secamente, maldiciéndose por no haberse puesto un anillo para disimular. Notó que su vehemencia lo intrigaba.

      –Tienes un hijo suyo pero no quieres que forme parte de tu vida. Interesante.

      Ella intentó convencerse de que era su instinto de escritor lo que le hacía imaginar historias en todo, pero su interés amenazaba con socavar su enfado y eso no le gustaba.

      –No quiero hablar de mí –aseveró. La alarmaba que la conversación girara en torno a ella, cuando su objetivo era descubrir cuanto pudiera sobre él, para compartirlo con Joel cuando tuviera edad de preguntar por su padre.

      Descubrió, con desmayo, que su cuerpo tenía ideas propias. Sam estaba tan cerca que percibía la fragancia boscosa de su loción para después del afeitado, junto con un indefinible aroma varonil. La combinación era fresca y relajante, campestre, no sofisticada como la de Richard. Comparó inconscientemente a ambos hombres. El aura de Sam era tan atractiva que afectaba peligrosamente a su equilibrio, eso nunca le había ocurrido con Richard.

      Se recordó que salir con Sam no era parte de plan. Desde lo de Richard, disfrutaba de no tener que rendirle cuentas a nadie excepto a sí misma y a Joel. Poco importaba que Sam fuera hombre de campo o cosmopolita,

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