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los hombres más ricos del Imperio romano.17

      Hay que decir que esto es lo que Nietzsche llamaría una «moral de esclavos», concepto que analiza en su obra La genealogía de la moral (1887). La moral del esclavo es la que viene impuesta por el ideal cristiano, como en el caso del, también ecuménico, estoicismo. De algún modo, ambos enfoques —el estoico y el cristiano— promueven una aceptación de las circunstancias que nos ha tocado vivir, solo que la resolución del estoicismo consiste en modificar nuestra conciencia para lograrlo, mientras que el cristianismo opta por una fe irracional en otro mundo en el que buenos y malvados habrán de ser recompensados y castigados respectivamente, a su debido momento y en su justa medida. En ambos casos parece dominar una alienación: la integración de potencias y sufrimientos de origen externo, asimiladas como responsabilidad propia.

      Frente a este tipo de planteamientos, lo más sabio sería adoptar como nuestras las palabras de Proclo en su Comentario sobre el Primer Alcibíades de Platón: «Los apetitos del alma (antes de su nacimiento) son los que más contribuyen a configurar nuestra vida, y no parecemos haber sido formados desde fuera, sino como si desde nosotros mismos tomáramos las decisiones con arreglo a las cuales vivimos». Aunque Proclo habla de una vida interior que parece determinar nuestra existencia, dicha interioridad va más allá de la pura conciencia; entre otras razones, por ser apetitiva.

      Esta idea de lo apetitivo profundo encaja bien con la noción griega de la felicidad: la eudaimonía. El prefijo «eu» en griego hace referencia al bien, o a lo bueno. Esto se manifiesta en muchos vocablos que llegan hasta nuestro mundo contemporáneo: eutanasia (buena muerte), Eustaquio (fructífero, fecundo) e incluso Eurythmics (orden rítmico). Eudaimonía es un término griego de raigambre fatalista que en su misma estructura expresa una idea muy interesante: nuestra felicidad y bienestar pertenecen a fuerzas más allá de nuestro control. Eudaimonía significa, literalmente, «buen demonio». Es decir, que nuestra felicidad o falta de ella dependen de ese demonio que vela por nosotros. No olvidemos que el demonio no era, originalmente, nada más que el mensajero de los dioses. De hecho, eudaimón es un sinónimo de ángel. Nuestro demonio personal es como un ángel de la guarda. El demonio pertenece al ámbito de lo apetitivo, de lo inconsciente. Por tanto, sus decisiones, aquellas de las que habla Proclo, no pertenecen a la esfera de la conciencia, sino a una identidad más profunda, que escapa a nuestro control.

      De acuerdo con las ideas de la Grecia Antigua, en ese nivel insondable que se manifiesta en el lenguaje, la felicidad no es fruto de una decisión personal. Digamos que el lenguaje es como la cultura, como el instinto o como los hábitos muy afianzados: revela nuestro verdadero ser. Una cosa es lo que se elucubra explícitamente, y otra lo que la propia lengua expresa en su etimología. Y la etimología es una gran herramienta para revelar los significados profundos de las palabras. Quizás ciertos pensadores griegos dijesen abiertamente que la felicidad es una decisión personal. Sin embargo, el idioma que empleaban para hacerlo expresaba una idea muy distinta.

      Ya en términos fisiológicos, el cerebro reptiliano (o el tronco encefálico), la parte más primitiva de nuestra mente material, tiene como función actuar y quizás sus mandatos sean filtrados por otras secciones del cerebro como el sistema límbico o el neocórtex en términos emocionales o lingüísticos —en la forma de mensajes—que invitan a realizar una determinada acción.

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