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directo al BCR. La fila era insoportable pero me gustaba esa cuestión de dejar que la ansiedad creciera… hasta un punto donde aún pudiera controlarla. Hice los pagos en la caja 3 y me fui.

      Pasé a pagar el internet de mi casa en la pequeña oficina del ICE y me compré una hamburguesa con queso y unas papas para llevar en el Mc Donald’s del segundo piso.

      Luego, fui al baño.

      Listo. Recuento de pasos finalizado.

      Ahora la pregunta era ¿¿dónde demonios en ese camino dejé tirada la mierda esa??

      Voy a llorar ¡era un bolsa intacta!

      Sabía que no era mayor problema, que podía salir a la entrada principal del mall y ahí alguno de los taxistas me vendería otro gramo solo que un toque más caro, como habían hecho siempre, así que en ese sentido todo estaba bien.

      Lo que me tenía tan molesta era que ¡era una bolsa intacta! ¡Mi bolsa perfectamente intacta, traída desde el paraíso de la cocaína!

      La que vendían abajo, en la entrada del Mall, tras de más cara, era la que venía de la León o de los Cuadros y ya tenía la suficiente experiencia en esta vara como para saber que el perico de allá siempre estaba adulteradísimo.

      Cuando estaba en el cole y empecé a drogarme, me vendieron una tiamina mezclada con coca, me acuerdo bien de eso. Y a Daniela, la quinceañera que empezó conmigo, le habían vendido una mezcla de coca y veneno para ratas que le despedazó las fosas nasales y casi la mata.

      Por eso prefiero la de Limón, esa era buena, bonita y deliciosa y… ¡Suave!

      En algún momento de la reflexión de los pasos, empecé a hablar sola.

      Los ojos espantados de la mamá de la chiquita de vestido, que ya no gritaba porque su madre la cargaba en brazos para alejarla de mí, me lo demostraron.

      —¿Cómo me debo ver? –me pregunté. –Como una loca drogadicta –me respondí sola.

      “Mother, did it need to be so high”

      Drogadicta. ¡Oh, palabra más fea!

      El Instituto sobre Alcoholismo y Farmacodependencia (IAFA) aseguró que hay más de 40 mil adictos en el país y ha señalado además que la cocaína es la droga con más consumo en el mundo, al ser una de las más adictivas porque aparte de adicción psicológica provoca adicción física.

      Esa migraña del carajo que ya me había empezado era la mejor prueba de ello.

      Además, recuerdo que antes el gramo me aguantaba más: a los 16 me compraba una bolsa y me duraba hasta una semana. Ahora, a los 19, no me pasa de una noche.

      Y esa noche me la quería pegar increíble porque era el cumpleaños de mi amigo… ¡y sin coca no iba a poder! ¡¿Cómo iba a manejar luego hasta mi casa?!

      Lo que más me gusta de la coca es que nadie tiene por qué notarla y que me baja la borrachera. El efecto estimulante de la cocaína mata el exceso de alcohol y lo puedo hacer en cualquier baño sin que ninguno de mis amigos se entere.

      En tres años consumiendo no me han encontrado ni una sola vez.

      “Porque los adictos son astutos y saben cómo consumir sin que los agarren…”

      ¡Mierda, sí soy una adicta!

      El pensamiento me bloqueó. Me bajoneó horrible.

      “Mother will she tear your little boy apart?”

      El tiempo a mi alrededor se puso lento. Me pesaba el cuerpo y me sentía como una basura.

      Quería llorar. Quería dejarla. Quería parar como he querido desde que empecé y ya no sabía si era por mí o porque la gente me decía que parase, pero quería dejarla de una vez.

      Puede que nunca me hayan descubierto drogada, pero sabía que mis amigos más íntimos sabían del consumo, porque habían visto en mi bolso los removedores de café partidos a la mitad que uso como pajillitas para las rayas y porque más de una vez los encontré mirándome con reproche cuando iba al baño con la billetera en la que guardo la cocaína.

      Ellos me veían como una adicta y en el fondo, creo que yo también.

      Me desmoralicé y me quise morir.

      Y no pude controlar el llanto.

      La señora y la chiquita con el vestido, ya se habían ido.

      Ahora solo quedaba yo, sentada en esa gran banca y los adolescentes molestos vestidos con el uniforme del Tacho que estaban del otro lado.

      Hablaban de querer fumar y trataban de meterle valor a uno de ellos para que bajara a donde los taxis a comprar mota.

      No tienen más de 15 años, pero el IAFA ha señalado desde años atrás que los carajillos están consumiendo marihuana desde los 12, es decir, sin siquiera haber salido de la escuela, así que no me extrañó.

      Solo lamenté profundamente que alguien no me haya parado cuando empecé con la mota a los 14, en aquel inicio del camino que me llevó al agujero en el que me sentía atrapada en ese momento.

      El tiempo pasaba lentísimo.

      Caminé arrastrando los pies por el brillante piso del mall y evalué mis opciones: contarle a mis padres, a mis amigos, a la gente de la Oficina de Psicológica de la U…

      Y entonces, pasó.

      Pasó que cuando pasé frente al enorme ventanal del BCR, en el tercer piso del Mall San Pedro, la vi: en el suelo de la caja 3, a la par de los zapatos negros del señor de traje entero que está haciendo un trámite bancario ¡¡MI BOLSAAAA!!

      La euforia volvió y dejé de pensar. Me sudaban las manos mientras estaba golpeando la puerta del banco y casi le gritaba al guarda para que me abriera.

      ¡¡MI BOLSA!!

      —Dejé algo olvidado –le dije al de Seguridad, al que ni siquiera dejé que me revisase, cuando pasé como una flecha junto a él y frente a sus ojos, los del cliente, la dependiente bancaria y toda la abarrotada fila del banco, me agaché frente a la caja 3 y recogí mi cocaína.

      5 minutos después saldría del baño del segundo piso con dos rayas adentro y me prepararía para tomar hasta que amaneciera, en la fiesta del amigo de la noche.

      Devolví la canción de mi iPhone y salí otra vez del baño.

      Pink Floyd me triplicaba la euforia.

      “Mama’s gonna keep you right here, under her wing”.

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