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mayoría de las mujeres se habría sentido halagada por el regalo y sus comentarios.

      Ella pasó el dedo por el contorno del boceto, antes de mirar a Blake sonriendo levemente.

      –¿Cuánto ha tardado en hacerlo?

      Él se encogió de hombros.

      –Unos cinco minutos.

      –Vaya, al menos no dedica usted mucho tiempo al acoso –comentó ella enarcando una ceja como si lo desafiara.

      Blake, sorprendido de nuevo, se echó a reír. Definitivamente, no era lo que se esperaba. Tampoco su voz, profunda y ligeramente ronca, que evocaba imágenes de sexo y misterio, lo contrario de su presencia joven y luminosa.

      –Supongo que no debería haber dicho eso.

      –Claro que no.

      –Ya sabía que no encajaría aquí.

      Podría pensarse que lo decía en broma, para mantener una conversación educada, pero su forma de morderse el labio inferior indicó a Blake lo contrario.

      –¿Es su primera vez?

      Ella asintió y las luces del salón se reflejaron en su precioso cabello. A Blake le entraron unas ganas repentinas de vérselo sobre los hombros, en vez de recogido. Se le secaron los labios.

      –Para mí también –murmuró.

      Ella se inclinó hacia él.

      –¿Así que no es de por aquí?

      –Sí –la música paró y su voz sonó muy alta–. Sí, soy de aquí, pero hacía tiempo que no venía. ¿Le importa que nos hagamos compañía?

      Ella volvió a morderse el labio.

      –Mis amigos volverán enseguida.

      Blake no hizo caso del sutil rechazo.

      –Muy bien, ya que así verán que no la acoso en la pista.

      La música comenzó de nuevo.

      Él se aproximó más para hacerse oír.

      –¿Quiere bailar?

      Ella contuvo el aliento y volvió a tragar saliva. Después se estremeció, aunque no hacía frío allí. Blake hubiera debido sentirse agradecido por esa reacción, por la confirmación de que no era inmune a él, pero lo que sintió fue una mezcla de determinación y de calor en el bajo vientre. ¿Sentía ella la misma atracción inesperada?

      Madison miró la pista, a la que no se había acercado en toda la noche.

      –Creo que no.

      –¿Qué le pasa? Bailar es parte de la fiesta.

      –Creo que a una fiesta se va por múltiples motivos –dijo ella volviendo a recorrer el contorno del dibujo con el dedo–: para ver a gente, charlar, comer, beber, dejarse ver… –ella se calló y él habría jurado que se había sonrojado.

      ¿Una mujer que aún se ruborizaba? No recordaba cuándo había sido la última vez que lo había visto. Ella apartó la mirada, tal vez para buscar a sus amigos o para ocultarle el rostro.

      –Por cierto, me llamo Blake Boudreaux.

      Comprobó, aliviado, que ella no daba muestras de reconocerlo.

      –Yo soy Madison. ¿Se fue de aquí por motivos de trabajo?

      Parecía que ella iba a hacer que se esforzara para conseguir ese baile.

      –No, más bien para ser dueño de mi vida.

      –¿En serio?

      –Sí. Marcharme me permitió hacerlo –suavizó la respuesta con una enorme sonrisa.

      Ella ladeó la cabeza, lo que despertó en él el deseo de besarle la barbilla.

      –He venido a resolver un problema familiar.

      Ella asintió.

      –No suele ser fácil.

      –Nunca lo es, pero nos da motivos para beber y divertirnos.

      La carcajada que soltó ella volvió a sorprenderlo. Nada de tontas risitas. No intentaba ocultar la gracia que le había hecho el chiste ni reaccionar educadamente.

      –Entonces, ¿bailamos?

      Ella lo miró de forma extraña, con una mezcla de sorpresa y miedo. Su negativa, esta vez, era evidente. Blake se sentó, desconcertado, mientras ella murmuraba:

      –No creo que sea buena idea –ella agitó la mano como si quisiera borrar la respuesta, pero, sin querer, chocó con su copa en la mesa y la volcó.

      –¡Vaya! Lo siento mucho.

      –No importa –Blake, sin saber por qué, la agarró de la mano–. No pasa nada, Madison.

      Ella apartó bruscamente la mano.

      –Buenas noches –dijo, antes de marcharse apresuradamente.

      Blake la miró, confuso. Parecía que se lo estaban pasando bien. Ella no había dado señales de estar incómoda en su compañía. ¿Qué había pasado? No era así como esperaba que resultara la noche. Pero nada de lo referente a Madison había resultado como esperaba.

      Aquello no le sucedía desde los dieciocho años y no sabía qué hacer. Algo la había asustado. ¿Debía dejarlo por esa noche y volver a intentarlo?

      Pensar en Abigail y lo que podría pasarle mientras buscaba otra ocasión de relacionarse con Madison le aceleró el pulso. Cerró los puños. No le fallaría.

      Puso de pie la copa ya vacía. El mantel había absorbido el poco vino vertido. Al lado de la mancha estaba la servilleta con el esbozo de Madison y un bolsito.

      Al darse cuenta de que debía de ser de ella, tomó la decisión. Aunque la aventura de una noche no fuera una posibilidad, ¿podría concertar una cita con ella? Así podría impresionarla y hallar otra vía para entrar en su casa a investigar.

      Se introdujo entre la multitud sin tiempo para pensar ni planear nada. Vio a Madison con sus amigos, cerca de la puerta, hablando con los anfitriones como si fueran a marcharse. La adrenalina aceleró sus pasos al darse cuenta de que iba a perder la oportunidad de volver a hablar con ella.

      La oportunidad de encontrar el diamante y salvar a su hermanastra; la de entender mejor a aquella sorprendente mujer de ojos verdes; la de explorar los extraños sentimientos que le había despertado.

      Blake la llamó cuando estaba a punto de salir por la puerta.

      –Madison.

      Ella volvió la cabeza y lo miró con los ojos como platos. Volvió a dirigir su atención a sus amigos, pero eso no lo detuvo. Se metió en el círculo sin ser invitado.

      –Madison, creo que es tuyo –le tendió el bolso.

      –Ah, sí.

      –He pensado que lo necesitarías.

      –Muchas gracias.

      Blake miró a la pareja que estaba con Madison. La mujer sonrió.

      –Te esperamos en el coche, Madison.

      Esta agarró el bolso y jugueteó con la correa unos segundos.

      –Te estoy muy agradecida –murmuró.

      –Mira, creo que tal vez he sido un poco agresivo antes.

      –No, no has sido tú. Soy yo, que no estoy acostumbrada a… –ella indicó con la mano lo que los rodeaba–. Por favor, no creas que has hecho nada mal.

      Él casi percibía la necesidad de ella de irse. Su lenguaje corporal le indicaba que estaba a punto de echar a correr. No lo iba a consentir.

      –Te propongo una cosa: ¿por qué no me lo compensas

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