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estuviera volando por el living.

      –Hoy… –responde–, si tuviera un hijo adolescente, no dormiría hasta que no entrara en la casa, hasta no sentir que se cierra la puerta. Pero en algún momento hay que aflojar. En aquella época, Gustavo se iba los sábados a la noche, nos creíamos que iba a bailar, pero iba a la Villa 31, a comer empanadas, a reunirse, y volvía el domingo a la mañana… era una preocupación, Carlos salía a buscarlo. Cuando empezó a estar de novio, sabía que la noviecita era de Ituzaingó, y Carlos se iba para allá, cosa que a Gustavo le reventaba el hígado, como a cualquier pibe.

      Nora atiende su teléfono celular. “Sí, estoy mejor, querida…. Claro… Ahora no, estoy con el psicólogo que está haciendo el libro. Sí, por supuesto. Llamame a la noche y te cuento. Sí. Un beso”.

      –Yo sé lo que quiero –dice enseguida–, y sé lo que vos querés, entonces tengo que ir buscando por ese lado, cuáles son los detalles que quiero que salgan en el libro.

      –Ya están saliendo los detalles, Nora. Hay uno central, que es la desaparición de Gustavo y cómo tu vida se transforma a partir de esa tragedia.

      –Sí… Tengo que ir buscando, hurgando un poco para rescatar momentos que puedan quedar y que señalen el camino de lo que fueron la represión y los sentimientos en las conversaciones familiares.

      –¿Cuáles eran esos sentimientos? Por ejemplo, cuando estaban sentados a la mesa, los cuatro.

      Nora deja caer la cabeza. Permanece un instante en silencio, suspendida en la tierra de los recuerdos. Se potencian los golpeteos del segundero del viejo reloj de madera y la voz que viene de la radio escondida en el pequeño pasillo que divide la cocina de la habitación. Espero. Me tomo un mate. Pienso. No pienso. De pronto Nora levanta la cabeza, sus ojos chiquitos y luminosos me dicen que regresó con un recuerdo.

      –De política no hablábamos en la mesa. Como padre e hijo, generacionalmente, no coincidían. Gustavo no acordaba con lo que quería el padre. Carlos siempre estaba asustado, temía que fuera a pasarle algo.

      –Finalmente pasó algo. Era un miedo fundado.

      –Así es, era un miedo bien fundado en una situación política. Lo psicológico de la familia, del desenvolvimiento de los chicos, está ensamblado en lo político de esos años, de la situación.

      Suena otra vez su teléfono celular, es otra amiga. Hablan de su salud. Nora decodifica su dolor, lo traduce en palabras. La caída, el golpe, los golpes que da la vida. Y cómo se sigue luego de un golpe. “No te preocupes. Me cuidan… Un beso, chiquita. Dale. Chau”.

      –Fui a visitar a los familiares del ARA San Juan –dice ni bien cuelga el teléfono–: y una chica, cuyo hermano estaba en el submarino, me abrazó y llorando me preguntó: “Nora, ¿cómo se hace?”. “Luchando, no bajando los brazos. Ese es el camino”, le respondí.

      –La diferencia es que ellos saben que los cuerpos están en el mar… en tu caso, ¿cuál sigue siendo la lucha?

      –Al principio, fue que Gustavo apareciera con vida, porque suponíamos que estaba en algún lugar. Ahora, tantos años después, más que la verdad, que sí la quisiera, ¿quién?, ¿cómo?, ¿dónde? Esas preguntas que nos hacemos todos los familiares por años y años… antes de dónde está el cuerpo, en mi caso, es luchar para que se cumplan sus ideales.

      –¿Y cuáles eran esos ideales de Gustavo?

      –Que un mundo mejor es posible, que esos chicos de la foto –dice mientras contempla la fotografía que está sobre la mesita ratona; en ella su hijo se encuentra rodeado de niños en la Villa 31–, que esa escena hoy no se repita. Que los chicos puedan ser felices, que tengan comida, que tengan educación, que tengan bienestar. Esta foto sigue siendo una escena actual.

      –¿Qué sabés de esa fotografía? –pregunto y le cebo un mate.

      Nora toma el mate y adelanta su cabeza, como si quisiera meterse dentro de la fotografía.

      –Gustavo ahí tiene… unos veinte años. Está en la Villa 31. En un día de reunión con los chicos.

      –¿Cómo te llegó la foto?

      –Me la dio una compañera de Gustavo. Es la foto de la lucha por los ideales, que va a haber trabajo, que va a haber comida, que va a haber atención de la salud. La destrucción que hay día a día, de los hospitales, de todos los comedores que se fueron formando para paliar el hambre. Yo no estoy de acuerdo con que en el país haya todos comedores, pero tampoco quiero que la gente se muera de hambre. Están destruyendo todos los lugares de solidaridad, los lugares donde había protección de la infancia, todos los lugares donde había salitas de emergencias, de primeros auxilios, todo. No queda nada –dice Nora y regresa lentamente de la profundidad de la fotografía.

      Nora es memoria viva, cronista de las peripecias de nuestro país. Pero no es una narradora de la historia leída en los manuales, ella es una protagonista fundamental de lo acontecido en los últimos cuarenta años. Y habla del país de la sangre de las víctimas del terrorismo de Estado. Y del país de la sangre de los soldados que fueron enviados a las islas Malvinas. Argentina, país diezmado. El 10 de diciembre de 1983 termina la dictadura militar, asume la presidencia Raúl Alfonsín. Pero la sombra de lo vivido todavía oscurece la vida de los argentinos. El horror de lo sufrido comienza a ver la luz. Es el tiempo de saber qué pasó. Es el tiempo del regreso de los exiliados, de que las víctimas hablen, cuenten, denuncien, comiencen a sanar sus heridas.

      –Nora, ¿qué sucedió con vos, con las Madres, cuando regresó la democracia?

      –Alfonsín asume cuando el país aún estaba con las llamas de la dictadura. Yo lo que le valoro, que no se lo valoré en su momento porque estábamos con mucha bronca, es que primero hizo lo de la Conadep, la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas. Había sido una etapa en la que él había ido a Bolivia, a hablar con el presidente Siles Zuazo, que había sido un presidente muy de su pueblo, que había formado una Conadep. Él capta eso y cuando asume lo trae para acá. Él hizo el juicio a las tres Juntas militares cuando acá estaban humeando los fusiles, todavía existía el riesgo de volver a un derramamiento de sangre, sin embargo, él hizo el juicio. Hubo condenas, no las suficientes… pero en su momento cada condena era un logro. Yo le rescato eso. Si no, no rescatamos ningún valor.

      –Bueno, pero con la vuelta de la democracia llegan algunas conquistas por las que tanto ustedes venían luchando y reclamando.

      –Sí… Había que salir del horror de lo que fue la dictadura. Uno no puede taparse los ojos y no ver nada. En esa época pudo hacerse el juicio. Además, a Alfonsín nadie le tendía una mano. La oposición, menos. Esa fue una etapa muy importante –dice y se queda contemplándome, con el mate entre las manos.

      –¿Qué quisieras rescatar de lo que hacía tu hijo?

      –Yo quiero rescatar la lucha de Gustavo para que cambiemos este mundo injusto. Quiero que se encamine el país para que haya justicia social. Para eso tenemos que vencer muchas cosas ingratas: la corrupción, la mafia que hay alrededor de la política. Yo quisiera que un día todos los chicos de la villa tuvieran techo, tuvieran calzado, tuvieran atención de su salud correcta, tuvieran comida... Tuvieran comida, primero y principal. Que en la Argentina no hubiera hambre. Para mí, el ideal del comienzo de un ideal es que no haya hambre; todo lo demás tiene arreglo. Todo lo demás se puede ir arreglando. Pero lo primero es que nadie se muera de hambre en Argentina. En un país que elabora alimentos para trescientos millones de habitantes, que manda comida al mundo, ¿que se muera de hambre la gente? –dice y se queda negando con la cabeza.

      –Un país rico en posibilidades, pero, como en muchos países del mundo, mal repartidas. Una minoría concentra la riqueza y acumula lo que le falta a la mayoría.

      Nora me mira. Asiente. Piensa. Luego continúa:

      –Con el campo que tenemos, Pablo… tirás una semilla y al día siguiente es una planta. Entonces eso, sueño que haya una estructura de país. Yo no quiero imitar a los países ricos, Holanda, Bélgica, esos países donde

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