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      —Es una imposición terrible, lo sé, pero le estaría inmensamente agradecido de poder hacerlo. Esta casa guarda para mí recuerdos muy especiales.

      Su tono era tan ostentosamente formal que casi me eché a reír. Pero no lo hice, porque imaginarme a aquel hombre dentro de mi casa empezó a ponerme los nervios a flor de piel. Iba tan correctamente vestido y sus modales eran tan absurdamente educados, que todo aquello era como un disfraz. A pesar de la ausencia aparente de amenaza física, el hombre parecía peligroso. Me lo imaginé sin ningún esfuerzo apuñalando a alguien con un cuchillo de plata, mirando a su víctima a los ojos y relamiéndose de placer.

      —Pues no es posible, me temo.

      Los modales melindrosos se esfumaron de inmediato y sus facciones insinuaron su fastidio. Quien quiera que fuese, estaba claramente acostumbrado a salirse con la suya.

      —Es una terrible lástima —dijo—. ¿Me permite preguntarle por qué?

      —Para empezar, acabamos de instalarnos. Hay cajas por todas partes.

      —Entiendo. —Esbozó una leve sonrisa—. ¿Tal vez, entonces, en otra ocasión?

      —Pues no. Porque la verdad es que no suelo permitir que entren desconocidos en mi casa.

      —Resulta… decepcionante.

      —¿Por qué estaba intentando entrar en el garaje?

      —No estaba haciendo eso. —Dio un paso atrás, ofendido—. Estaba mirando si podía localizarlo.

      —¿Qué? ¿Dentro de un garaje cerrado con llave y candado?

      —No sé qué cree que vio, pero no. —Negó con la cabeza, apesadumbrado—. Veo que ha sido un error lamentable. Una lástima, la verdad. A lo mejor más adelante cambia de idea.

      —No cambiaré.

      —En este caso, siento haberlo molestado.

      Dio media vuelta y echó a andar.

      Salí de la casa y recordé en aquel momento las cartas que había recibido.

      —¿Señor Barnett?

      Noté que dudaba, y entonces se volvió y se quedó mirándome. Me paré en seco. Su expresión era completamente distinta. Su mirada se había vuelto vacía y, a pesar de nuestra diferencia de tamaño, pensé que si ahora daba un paso hacia mí, yo a buen seguro retrocedería.

      —Me temo que no —dijo—. Adiós.

      Y se marchó; recorrió el camino de acceso y llegó a la calle, después desapareció sin decir ni una palabra más. Volví a seguirlo, pero me quedé parado en la acera, sin saber muy bien si debía continuar. A pesar del calor del sol, me di cuenta de que estaba temblando.

      Había estado tan preocupado con la casa que no había tenido tiempo siquiera de ir a echar un vistazo al garaje. No era, a todas luces, la parte más encantadora de la propiedad: dos puertas de metal corrugado azul que a duras penas encajaban por su parte central, paredes blancas combadas con una ventana resquebrajada en una de ellas. La base quedaba oculta por la hierba crecida. El agente inmobiliario me había dicho que en el tejado había asbesto y que si quería demoler la estructura tendría que hacerlo con la ayuda de especialistas, aunque daba la impresión de que se caería por sí sola en cualquier momento. Era como si el garaje estuviera agazapado como un viejo borracho en la parte posterior de la casa, tambaleándose de mala manera e intentando no caer hacia un lado.

      Miré a mi alrededor con incredulidad. Estaba lleno de basura.

      Había dado por sentado que cuando la señora Shearing vació la casa después de mi primera visita, habría contratado una empresa de mudanzas para llevarse todos los muebles viejos. Pero ahora acababa de descubrir que se había ahorrado ese gasto y que todo estaba metido allí dentro, desprendiendo olor a moho y a polvo. Había montañas de cajas de cartón en el centro de la estancia, y las que estaban abajo se aplastaban, húmedas, bajo el peso de las de arriba, mientras que sillas y mesas viejas se amontonaban como rompecabezas de madera contra uno de los lados. Junto a la pared de atrás, había un colchón viejo, y las manchas del color del té del tejido eran tan grandes que le daban el aspecto del mapa de un universo desconocido. A un lado de la puerta, se percibía el olor de la barbacoa ennegrecida.

      Junto a las paredes, había también montañas de hojas pardas y crujientes. Con cuidado, aparté con la punta del pie un bote de pintura y apareció la araña más grande que había visto en mi vida. El bicho se limitó a dar un saltito, impertérrito ante mi presencia.

      «Pues muy bien —pensé, mirando todo aquello—. Muchísimas gracias, señora Shearing».

      No había mucho espacio para moverse, pero avancé hacia la montaña de cajas y, palpando la sensación de cartón húmedo, abrí la de arriba. Miré en su interior y encontré elementos de decoración de Navidad. Rollos de espumillón descolorido, bolas opacas y una cosa que parecían joyas.

      De pronto, una de aquellas joyas echó a volar hacia mi cara.

      —¡Dios mío!

      A punto estuve de perder el equilibrio, puesto que resbalé con las hojas secas del suelo al levantar desesperadamente el brazo para protegerme la cara. La cosa ascendió volando hasta el tejado, luego se lanzó en picado y revoloteó, antes de chocar contra la ventana grisácea y darse de bruces repetidamente contra ella.

      «Tap, tap, tap». Impactos delicados.

      Una mariposa, vi entonces. No la reconocí, aunque tengo que admitir que mis conocimientos al respecto no iban más allá de la mariposa blanca de la col y la mariposa de la ortiga.

      Me acerqué con cuidado a la ventana, donde la mariposa seguía aleteando pegada al cristal, y la observé durante unos segundos hasta que finalmente captó el mensaje y se posó en el mugriento alfeizar con las alas extendidas. El bicho era tan grande como la araña que había visto antes, pero en vez de su asqueroso tono grisáceo, la mariposa tenía un colorido asombroso. Las alas estaban cubiertas con espirales amarillas y verdes y presentaban puntitos morados en las puntas. Era bellísima.

      Regresé a la caja, volví a mirar y vi tres mariposas más descansando sobre la superficie del espumillón. Estas no se movían, de modo que pensé que tal vez estarían muertas, pero cuando volví a mirar, vi otra en un lado de la caja inferior de la pila, cuyas alas se movían con la lentitud y la delicadeza del ritmo de la respiración.

      Era imposible saber cuánto tiempo llevarían allí, o cuál sería su ciclo vital, pero imaginé que no tendrían grandes expectativas excepto, tal vez, convertirse en manjar de aquella araña. Sentí la necesidad repentina de interrumpir aquel ecosistema. Arranqué un pedazo de cartón húmedo de la caja de arriba e intenté empujar a una de las mariposas hacia la puerta. Pero la mariposa no estaba por la labor. Lo intenté entonces con la que se había quedado junto a la ventana, pero se mostró igual de terca. Y, a pesar de su tamaño, de cerca parecían tremendamente delicadas, como si fueran a convertirse en polvo al más leve contacto. No quería correr el riesgo de hacerles ningún daño.

      De modo que lo dejé correr.

      —Bueno, chicas. —Tiré al suelo el trozo de cartón y me limpié la mano en los vaqueros—. He hecho lo que he podido.

      No le veía sentido a seguir dentro del garaje. Había lo que había. Tendría que sumar la limpieza de aquello a mi larga lista de tareas, aunque esa, al menos, no era urgente.

      ¿Qué habría allí dentro que pudiera interesar tanto a aquel hombre? Por lo que había visto, no había más que basura. Pero ahora que la sensación del encuentro se había apaciguado un poco, me pregunté si simplemente me habría dicho la verdad y yo habría malinterpretado lo que había visto.

      Salí, devolví el candado a su sitio y encerré a las mariposas dentro. Me parecía excepcional que hubieran sobrevivido tanto tiempo en condiciones tan infructuosas y desapacibles. Sin embargo, enfilando el camino hacia la casa, pensé en Jake y en mí, y caí en la cuenta de que era lo mismo que

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