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hacía más de tres que faltábamos de la nuestra.

      »Para colmo de desdichas se me ocurrió la mala idea de echar por un atajo que nos debía ahorrar buena parte del camino. Magdalena no tenía ya miedo y además confiaba en mí de un modo absoluto; así, que no hizo la menor observación y me siguió sin temor por una senda que yo creía conocer, la cual me condujo a otra, y ésta a una encrucijada, para ir por fin a perdernos en un dédalo de caminos muy pintorescos, pero no menos desiertos. Anduvimos una hora al azar, y al fin no tuve más remedio que confesar que me había extraviado, que no sabía dónde estábamos ni qué dirección había que seguir.

      »Magdalena rompió a llorar.

      »¡Figúrese usted cómo estaría yo, Antoñita! La tarde declinaba; debía ser ya la hora de comer y los dos empezábamos a sentirnos fatigados bajo el peso de los ramos que agotaban nuestras fuerzas.

      »Yo pensaba en Pablo y Virginia, en aquellos dos muchachos extraviados también como nosotros, pero que siquiera contaban con Domingo y su perro. Cierto es que los bosques de la isla de Francia son más solitarios que los de Ville d'Avray; pero para nosotros, dada nuestra situación de ánimo, en aquel instante, no había entre aquéllos y éstos la menor diferencia.

      »Con todo, convencidos de que las lamentaciones no nos sacarían del apuro, sacamos fuerzas de flaqueza y caminamos una hora más. Pero todo fue inútil; nuestro intrépido esfuerzo se estrelló contra la fatalidad que nos había metido en aquel laberinto cada vez más intrincado. Magdalena acabó por caer rendida al pie de un árbol y yo comencé a sentir que mis fuerzas también me abandonaban.

      »Hacía un cuarto de hora que estábamos así desesperados, abatidos, sin saber qué partido tomar, cuando oímos un rumor a nuestra espalda y volviendo la cabeza vimos a una pordiosera que venía hacia nosotros con un niño de la mano.

      »No pudimos contener un grito de alegría juzgándonos ya en salvo. Me levanté y corrí hacia ella rogándole que nos enseñara el camino que teníamos que seguir; pero la impaciencia de la miseria se sobrepuso a la del miedo, pues en lugar de responderme y casi sin dejarme hablar, me interrumpió para implorar con voz lastimera:

      »—¡Caballero, señorita, tengan ustedes compasión de mí y de mi hijo! ¡Una limosna por el amor de Dios, y que El les premie a ustedes su caridad como se merecen!

      »Me eché mano al bolsillo y lo mismo hizo Magdalena, pero habíamos gastado en flores todo nuestro dinero y no nos quedaba nada. Al darnos cuenta de ello nos miramos los dos con cierto embarazo que la mendiga debió tomar por vacilación, porque continuó diciendo:

      »—¡Tengan piedad de nosotros! Enviudé hace tres meses; la enfermedad de mi esposo acabó con nuestros pocos ahorros y hoy no puedo mantener a este niño y a un hermanito suyo que he dejado en la cuna. ¡Pobrecillo! El angelito no ha probado bocado desde ayer, porque no encuentro ni limosna ni trabajo. ¡Caballero, señorita, ustedes que deben ser bondadosos, compadézcanse de estos desgraciados!

      »Magdalena y yo estábamos conmovidos. Teníamos hambre, porque desde la mañana no habíamos comido nada, y aquella pobre criatura, aquel niño infeliz, de menos edad y más débil que nosotros, no había probado bocado desde el día anterior.

      »—¡Sí, que son muy desgraciados! ¡Dios mío!—exclamó Magdalena con los ojos arrasados en lágrimas. Pero con su prontitud y su gracia peculiares dijo poniéndose en pie:

      »—Mire usted, buena mujer: nosotros no llevamos dinero encima y nos hemos perdido en el camino de Glatigny a Ville d'Avray; pero, si usted nos guía y nos acompaña a casa del doctor Avrigny, que es nuestro padre, éste sabrá recompensarle tal favor, pues si hay alguien en el mundo capaz de socorrerla, es él, créalo usted.

      »—¡Dios mío! ¡Gracias, por mis hijos, señorita!—respondió la mujer con reconocimiento.—Pero, ¿cómo han podido ustedes extraviarse? ¡Si están a dos pasos de Ville d'Avray!… Tomando esa senda de la izquierda verán en seguida las primeras casas de la población.

      »Estas palabras nos devolvieron como por encanto la alegría y el humor, si bien, a decir verdad, pronto nos echamos a temblar pensando en el recibimiento que nos aguardaba. Confieso por mi parte sin empacho que seguía cabizbajo y preocupado a mi intrépida compañera que me precedía conversando con su protegida y haciéndole preguntas acerca de su desdichada situación.

      »Al entrar en el parque oímos la voz de la señora Braun que nos llamaba con insistencia. Detúvose Magdalena y volviéndose hacia mí me dijo:

      »—¿Qué vamos a hacer? ¿Qué diremos ahora?

      »La señora Braun, que acababa de echarnos la vista encima, venía corriendo hacia nosotros.

      »—¡Hola, traviesos! ¡Ya es hora que nos veamos!—gritó,—¡Ay, Dios mío! ¡Qué mal rato he pasado!… ¡El señor de Avrigny, que acaba de llegar, preguntando por sus hijos, mientras los caballeretes andan perdidos por ahí de ceca en meca! Por fortuna todo ha pasado ya, y no hay necesidad de decir ni una palabra. Si él se enterase de esta escapatoria se enfadaría conmigo y me echaría una reprensión que no merezco, puesto que no tengo la menor culpa de nada.

      »—¡Qué suerte!—exclamé.

      »—¿Y esa infeliz que ha venido con nosotros?—preguntó Magdalena.

      »—¿Qué?

      »—Que se le debe dar la recompensa que le hemos ofrecido, y para ello no hay más remedio que confesar que nos habíamos perdido y que ella nos ha guiado hasta nuestra casa.

      »—Sí, pero nos va a reñir—dije yo.

      »—Pero tanto ella como su hijo están hambrientos—replicó Magdalena.—¿No vale más que nos riñan y que esos pobres coman? ¿No lo crees tú así también?

      »¡Oh, Magdalena! ¡amada mía! ¡Qué bien retratan su alma esas palabras!

      »El doctor, en lugar de reprendernos, nos colmó de besos. Aquella pobre viuda, después de obtener informes de ella, quedó colocada en la granja de Maursan, en donde hoy hay tres corazones más que ruegan a Dios por el alma de nuestra querida Magdalena.

      »¡Y pensar que no han transcurrido más que diez años desde que tuvo lugar esta aventura!

      »Esto es todo lo que acierto a escribirle hoy, Antoñita, y cuenta que tengo enfrente la inmensidad del mar…

      »¡Ay! También es inmenso mi dolor que se recrea en estos recuerdos de la niñez del mismo modo que el Océano infinito se recrea en juguetear con esos pequeños seres que pululan a millares, entre las rocas que azota con sus olas encrespadas…

      »Nessum maggior dolore che ricordarsi del tempo felice nella miseria!…

      »Amaury

       Diario del Doctor Avrigny

      «¡Qué cosa más rara! Antes de ser padre negaba yo que existiera otra vida.

      »A partir del día en que nació Magdalena esperé. Desde el día en que ella murió creí.

      »¡Gracias, Dios mío, por haberme dado la fe allí donde pude no haber hallado otra cosa que la desesperación!»

      Antonia a Amaury «3 de octubre.

      »Nada tengo, Amaury, que decirle a usted de mí. Solamente le hablaré de mi tío, de Magdalena y de usted.

      »Anteayer, 1.º de octubre, vi a mi tío, cumpliendo con el acuerdo que, como usted recordará, tomamos, de vernos el día 1.º de cada mes.

      »Pero con frecuencia me da noticias suyas el anciano José que viene a París enviado por él para llevarle las mías.

      »En nuestra entrevista hablamos poco. Mi tío parecía distraído, y yo, temiendo contrariarle, me contentaba con mirarle de vez en cuando a hurtadillas.

      »Está muy cambiado, aunque para las personas indiferentes tal vez pasaría inadvertido este cambio.

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