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      -¡Quizá! D’Artagnan trató, con la sonrisa más dulce que pudo adoptar, de acercar sus labios a los labios de Milady, mar ella lo apartó.

      -Esa confesión - dijo palideciendo-, ¿cuál es?

      -Habíais citado a de Warder, el jueves último, en esta misma habitación, ¿no es cierto?

      -¡Yo, no! Eso no es cierto - dijo Milady con un tono de voz tan firme y un rostro tan impasible que, si D Artagnan no hubiera tenido una certeza tan total, habría dudado.

      -No mintáis, ángel mío - dijo D’Artagnan sonriendo-, sería inútil.

      -¿Cómo? ¡Hablad, pues! ¡Me hacéis morir!

      -¡Oh, tranquilizaos, no sois culpable frente a mí, y yo os he perdonado ya!

      -¡Y después, después!

      -De Warder no puede gloriarse de nada.

      -¿Por qué? Vos mismo me habéis dicho que ese anillo…

      -Ese anillo, amor mío, soy yo quien lo tengo. El duque de Warder del jueves y D’Artagnan de hoy son la misma persona.

      El imprudente esperaba una sorpresa mezclada con pudor, una pequeña tormenta que se resolvería en lágrimas; pero se equivocaba extrañamente, y su error no duró mucho.

      Pálida y terrible, Milady se irguió y al rechazar a D’Artagnan con un violento golpe en el pecho, se balanzó fuera de la cama.

      D’Artagnan la retuvo por su bata de fina tela de Indias para implorar su perdón; mas ella con un movimiento potente y resuelto, trató de huir. Entonces la batista se degarró dejando al desnudo los hombros, y sobre uno de aquellos hermosos hombros redondos y blancos, D’Artagnan, con un sobrecogimiento inexpresable, reconoció la flor de lis, aquella marca indeleble que imprime la mano infamante del verdugo.

      -¡Gran Dios! - exclamó D’Artagnan soltando la bata.

      Y se quedó mudo, inmóvil y helado sobre la cama.

      Pero Milady se sentía denunciada por el horror mismo de D’Artagnan. Sin duda lo había visto todo; el joven sabía ahora su secreto, secreto terrible que todo el mundo ignoraba, salvo él.

      Ella se volvió, no ya como una mujer furiosa, sino como una pantera herida.

      -¡Ah, miserable! - dijo ella-. Me has traicionado cobardemente, ¡y además conoces mi secreto! ¡Morirás!

      Y corrió al cofre de marquetería puesto sobre el tocador, lo abrió con mano febril y temblorosa, sacó de él un pequeño puñal de mango de oro, de hoja aguda y delgada, y volvió de un salto sobre D’Artagnan medio desnudo.

      Aunque el joven fuera valiente, como se sabe, quedó asustado por aquella cara alterada, aquellas pupilas horriblemente dilatadas, aquellas mejillas pálidas y aquellos labios sangrantes; retrocedió hasta quedar entre la cama y la pared, como habría hecho ante la proximidad de una serpiente que reptase hacia él, y al encontrar su espada bajo su mano mojada de sudor, la sacó de la funda.

      Pero sin inquietarse por la espada, Milady trató de subirse a la cama para golpearlo, y no se detuvo sino cuando sintió la punta aguda sobre su pecho.

      Entonces trató de coger aquella espada con las manos; pero D’Artagnan la apartó siempre de sus garras, y presentándola tanto frente a sus ojos como frente a su pecho, se dejó deslizar del lecho, tratando de retirarse por la puerta que conducía a la habitación de Ketty.

      Durante este tiempo, Milady se abalanzaba sobre él con horribles transporter, rugiendo de un modo formidable.

      Como esto se parecía a un duelo, D’Artagnan se iba reponiendo poco a poco.

      -¡Bien, hermosa dama, bien! - decía-. Pero, por Dios, calmaos, u os dibujo una segunda flor de lis en el otro hombro.

      -¡Infame, infame! - aullaba Milady.

      Mas D’Artagnan, buscando siempre la puerta, estaba a la defensiva.

      Al ruido que hacían, ella derribando los muebles para ir a por él, él parapetándose detrás de los muebles para protegerse de ella, Ketty abrió la puerta. D’Artagnan, que había maniobrado sin cesar para acercarse a aquella puerta, sólo estaba a tres pasos y de un solo impulso se abalanzó de la habitación de Milady a la de la criada y rápido como el relámpago cerró la puerta, contra la cual se apoyó con todo su peso mientras Ketty pasaba los cerrojos.

      Entonces Milady trató de derribar el arbotante que la encerraba en su habitación con fuerzas muy superiores a las de una mujer; luego, cuando se dio cuenta de que era imposible, acribilló la puerta a puñaladas, algunas de las cuales atravesaron el espesor de la madera.

      Cada golpe iba acompañado de una imprecación terrible.

      -Deprisa, deprisa, Ketty - dijo D’Artagnan a media voz cuando los cerrojos fueron echados-. Sácame del palacio o, si le dejamos tiempo para prepararse, hará que me maten los lacayos.

      -Pero no podéis salir así - dijo Ketty-, estáis completamente desnudo.

      -Es cierto - dijo D’Artagnan, que sólo entonces se dio cuenta del traje que vestía-, es cierto vísteme como puedas, pero démonos prisa; compréndelo, se trata de vida o muerte.

      Ketty no comprendía demasiado; en un visto y no visto le puso un vestido de flores, una amplia cofia y una manteleta; le dio las pantuflas, en las que metió sus pies desnudos, luego lo arrastró por los escalones. Justo a tiempo, Milady había hecho ya sonar la campanilla y despertado a todo al palacio. El portero tiró del cordón a la voz de Ketty en el momento mismo en que Milady, también medio desnuda, gritaba por la ventana: - ¡No abráis!

      Capítulo 38 Cómo, sin molestarse, Athos encontró su equipo

      Índice

      El joven huía mientras ella lo seguía amenazando con un gesto impotente. En el momento que lo perdió de vista, Milady cayó desvanecida en su habitación.

      D’Artagnan estaba tan alterado que, sin preocuparse de lo que ocurriría con Ketty atravesó medio París a todo correr y no se detuvo hasta la puerta de Athos. El extravío de su mente, el terror que lo espoleaba, los gritos de algunas patrullas que se pusieron en su persecución y los abucheos de algunos transeúntes, que pese a la hora poco avanzada, se dirigían a sus asuntos, no hicieron más que precipitar su camera.

      Cruzó el patio, subió los dos pisos de Athos y llamó a la puerta como para romperla.

      Grimaud vino a abrir con los ojos abotargados de sueño. D’Artagnan se precipitó con tanta fuerza en la antecámara, que estuvo a punto de derribarlo al entrar.

      Pese al mutismo habitual del pobre muchacho, esta vez la palabra le vino.

      -¡Eh, eh, eh! - exclamó-. ¿Qué queréis, corredora? ¿Qué pedís, bribona? D’Artagnan alzó sus cofias y sacó sus manos de debajo de la manteleta; a la vista de sus mostachos y de su espada desnuda, el pobre diablo se dio cuenta de que tenía que vérselas con un hombre.

      Creyó entonces que era algún asesino.

      -¡Socorro! ¡Ayuda! ¡Socorro! - gritó.

      -¡Cállate desgraciado! - dijo el joven-. Soy D’Artagnan, ¿no me reconoces? ¿Dónde está tu amo?

      -¡Vos, señor D’Artagnan! - exclamó Grimaud espantado-. Imposible.

      -Grimaud - dijo Athos saliendo de su cuarto en bata-, creo que os permitís hablar.

      -¡Ay, señor, es que!…

      -Silencio.

      Grimaud se contentó con mostrar con el dedo a su amo a D’Artagnan.

      Athos reconoció a su camarada, y con lo flemático que era soltó una carcajada que motivaba de sobra la mascarada extraña que ante sus ojos tenía:

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