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sé lo que ocurrió el otro día –dijo–. Y me pareció que debía contárselo. Por su propia seguridad.

      Se sentó en una mecedora del porche y yo me senté en un escalón a un par de metros y desde allí escuché su voz que se fue entreverando con las astillas del verano y produjo un sonido que produjo un temblor que produjo una historia sobre el pequeño Chuck y su padre, John Atanasio, y Lucy, la hermana de John, y el padre de John y Lucy, que se llamaba Larry Atanasio y que vivía en un manicomio al norte de aquí. La historia era sórdida y lenta y latía como un animal herido y boqueaba en el bosque y en las ondas de la orilla. Implicaba una violación y un secuestro y una serie de películas pornográficas que John Atanasio filmaba utilizando a niños anónimos. La voz del gordo dijo que, hacía tres noches, John Atanasio había tratado de raptar a su propio hijo. Se había aparecido borracho y con un cuchillo en la mano y Lucy había puesto al niño en un bote para que John no lo encontrara, después de lo cual las corrientes nocturnas habían conducido el bote hasta el cementerio, detrás de mi casa, donde yo lo había encontrado a la mañana siguiente. Dijo que era posible que John Atanasio se hubiera dado cuenta y que hubiera tratado de rastrear el bote a lo largo de la bahía, y por tanto no era improbable que supiera que había llegado hasta la zona del cementerio. Incluso, dijo, cabía la posibilidad de que me hubiera visto sacar al niño del bote y llevarlo a mi casa. Si era así, dijo, si John Atanasio quería secuestrar a su hijo, y si sabía que yo lo había rescatado y lo había puesto en manos de la policía, entonces tal vez quisiera vengarse de mí, porque el tipo era un hombre rencoroso y abominable. (La palabra «abominable», en los labios del policía gordo, me hizo pensar de inmediato en los tatuajes en la barriga del niño).

      Cuando dejó de hablar le ofrecí un vaso de agua y un sándwich de jamón y queso y fui a traerlos y traje también un vaso para mí. Al rato, por un lado del porche, apareció el otro policía, que venía de observar las pajareras. El gordo aconsejó que me anduviera con cuidado y me preguntó si sabía disparar. Respondí que no. Se fueron y yo me quedé ahí y de pronto vi que era de noche. Entré al estudio bordeando la casa. Recogí el mecanoescrito de la segunda novela, que había dejado a medias cuando llegaron. Me pareció menos siniestra que antes, un tanto infantil. Pensé en John Atanasio oculto en el bosque. Me acosté en el piso del estudio. Luego recordé el plato con los restos del sándwich y los vasos de agua que había dejado en el porche. La sensación de que estuvieran ahí en vez de estar en la cocina me impidió dormir. Calculé cuántas horas faltaban para que volviera Clay. Fui al porche a recoger el plato y los vasos. Los llevé a la cocina, los lavé, los sequé, los guardé en un gabinete. Recorrí el primer piso, revisé las cerraduras en las puertas del segundo. Alineé los cuadros en todas las paredes. Limpié los ceniceros. Guardé ropa que recogí del piso. Metí unas prendas en la lavadora y esperé cuarenta minutos y las pasé a la secadora y esperé cuarenta minutos para doblarlas y guardarlas en los cajones. Ordené las frutas del frutero colocando las más grandes abajo y las más chicas encima. Volví al estudio y me tendí sobre un montón de frazadas. Había algo que no estaba en su sitio, pero no sabía qué era. Unas horas más tarde pude dormir. No sé con qué soñé. Dormida, me arañé la cara con ambas manos.

      MARTES

      Lo curioso de esa semana sin Clay es que en ella, es decir, durante su ausencia, comenzaron las dos historias que llenaron mis días de espanto y también de misterio, en el sentido religioso, digamos, más que en el sentido literario, o quizás al revés, al menos por un tiempo, y también de esperanza, por un tiempo más corto, y también de desesperación, por un tiempo mucho más largo, dos historias que parecieron terminar hace mucho, a principios de los años ochenta, casi a la vez, pero que ahora veo que no habían terminado: la historia de los Atanasio y la historia de las novelas anónimas. Las dos tienen que ver con esa otra, la que te ha hecho venir a verme, la historia de George. Por eso es que me detengo a contártelas, para que todo te quede claro, aunque la verdad es que yo misma he perdido la precisión de mis recuerdos. Ten en cuenta que, en 1971, yo era una chica de veinticuatro años, pero ahora soy una mujer de sesentaiséis. Ahora ya no me suena raro que la gente me llame Mrs. Richards y la memoria me empieza a fallar y tengo la cara y la mente llenas de cicatrices: ¿te gusta el cementerio? Está tal cual se veía hace cuarentaidós años. Ya para entonces habían prohibido los entierros porque no cabía un alma más, mucho menos un cuerpo.

      Este mausoleo –¿no te parece impresionante?– es donde yo me había tendido a leer cuando Clay regresó de su viaje a Boston y Rhode Island. Eso fue un sábado, recuerdo, un día más tarde de lo previsto. Para entonces, yo había terminado la segunda novela, cuyo argumento involucraba una rebelión de niños zombis en la Patagonia, y que finalmente me pareció buena, pero no hasta la locura. También había terminado la tercera, la biografía de un arquitecto que construye cárceles subterráneas y sostiene diálogos con Octavio Paz, debates un tanto delirantes donde la soledad intrínseca del mestizo es el tema más recurrido, seguido de cerca por el tema del ego de Octavio Paz y el tema de las corbatas de seda de Octavio Paz y el tema de la mexicanidad de la muerte. La cuarta novela, que había leído de un tirón hacía dos tardes, es la historia de un conquistador español que atraviesa todos los desiertos de América, solo los desiertos, eludiendo milagrosamente las zonas fértiles, desde la estepa patagónica hasta el Mojave, perseguido por un ejército de fantasmas mapuches. Los fantasmas parecen indios rebanados por la guillotina del desprecio e invadidos de un odio hambriento y ruin y persiguen al conquistador para devorarlo. Cosa que, en efecto, sucede en el penúltimo capítulo, donde los mapuches forman un círculo en torno de una hoguera y se pasan los huesitos del soldado vallisoletano y se mondan los dientes con sus tripas. En el último capítulo, en cambio, solo hacen la digestión y eructan y toman sales efervescentes. La quinta novela es marcadamente anfibia. Ocurre en el vientre de una mujer y sus protagonistas son dos gemelos monocigóticos con visiones opuestas de la vida que discuten sobre temas de profundo contenido social, sin sospechar que su madre ha decidido abortarlos. Al final, una no sabe si ese aborto se llega a producir o no, o, en caso de ocurrir, si es un hecho dramático o un hecho cómico. Por eso dije que es una novela ambigua, discúlpame, hace un rato dije anfibia: quise decir ambigua. Aunque con esto de los fetos en el útero, no deja de ser anfibia, después de todo.

      Al mediodía del viernes había comenzado la sexta (seiscientas cuarentaiún páginas, fechada el 23 de febrero de 1971), la más confusa pero sin duda la mejor hasta ese punto, una novela que cuenta centenares de historias, en todas las cuales, en algún momento, interviene de manera más o menos inopinada cierto personaje secundario. Este es un hombre de unos cincuenta años, de ojeras hundidas, manos velludas y mirada tenebrosa, que lleva una máscara en la mano y habla muy poco, casi nada. Pero, cuando lo hace, tiene la voz grave y rencorosa, y al pronunciar las palabras va moviéndole los labios a su máscara. Un hombre raro, en fin, al que los demás personajes llaman el Ventrílocuo, pero a quien el narrador se refiere simplemente como «el hombre». Yo estaba en este mausoleo, leyendo ese manuscrito, o ese mecanoescrito, digamos que existe la palabra mecanoescrito, y en eso escuché la camioneta de Clay salpicar charcos de lluvia frente al garaje. Salí a darle un abrazo con la impresión de no haberlo visto en años. Se duchó, le preparé unos sándwiches de jamón y queso y después le conté el asunto de Chuck y los hermanos Atanasio. Clay escuchó todo en silencio, diría que con cara de aburrimiento, como si ya conociera el hilo de la historia y lo agotaran las minucias. Lo de la violación, sin embargo, lo tomó por sorpresa y lo dejó, no exagero, devastado. (Lo de la violación tendré que decirlo tarde o temprano: la noche en que John Atanasio quiso secuestrar al niño y Lucy lo escondió en el bote, esa misma noche, John violó a Lucy, su hermana, en su casa, afuera de su casa, junto a la orilla, mientras el bote se iba alejando de la orilla en dirección al cementerio, donde yo lo encontré a la mañana siguiente). Cuando terminé de contarle la historia, y quizá solo por quitarme un peso de encima, Clay me dijo que no me asustara, que los Atanasio eran una pandilla de orates pero nada más. Dijo que él conocía al padre de John y Lucy, el abuelo de Chuck, Larry Atanasio, que era un buen hombre, o un hombre normal. No recuerdo si dijo bueno o normal. Dijo que en Maine todos sabían la historia de esa familia. Un tal Emil Athanasius, alemán, que migró a los Estados Unidos el siglo pasado, al que en el puerto de Providence le cambiaron el nombre por Emilio Atanásio, como si fuera portugués, porque

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