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cuarenta y cinco minutos. ¿Qué te parece si te recojo a las siete menos cuarto?

      –¡Oh, no hace falta que me recojas!

      –Bobadas. ¿Cómo iba a parecer que soy tu novio si nos reunimos allí?

      –Sí, supongo que tienes razón. Podemos llevar mi coche, si quieres.

      –No. Sacaré el viejo Mercedes del garaje. Le sentará bien que lo use algo.

      –Si estás seguro, de acuerdo.

      –Será un placer.

      Denise se dio la vuelta y salió al recibidor.

      –Tú ya has estado en la posada antes. ¿Qué debo ponerme? ¿Será demasiado un vestido de cóctel?

      –No, estará bien. Supongo que la intención de la cena es impresionar al cliente, por decirlo de alguna manera.

      –Sí. Bueno, entonces hasta el viernes por la tarde.

      Morgan abrió la puerta y al salir, el olor al humo invadió el aire fresco.

      –Tu casa es encantadora.

      –Gracias

      Morgan apoyó un hombro contra el marco de la puerta y se metió las manos en los bolsillos mientras la observaba bajar las escaleras.

      Ella esbozó la última sonrisa y se apresuró hasta su apartamento preguntándose por qué el corazón le latía tan rápido. Pero aquello no era temor. Era… ¿Se atrevería a llamarlo anticipación? ¿Y por qué no? Algo le decía que había vencido al viejo Chuck y para el viernes, lo sabría con seguridad. Estaba tarareando cuando entró en su apartamento y siguió tarareando todo el tiempo hasta el viernes.

      Abrió la puerta para encontrarse con la elegancia casual que raramente encontraba en un hombre y por un momento se quedó hechizada. Quizá fuera la sencillez del jersey de color gris perla bajo una americana de seda gris y pantalones de pinzas. O quizá lo que la tuviera hechizada fuera cómo los grises resaltaban la plata de sus sienes y el azul eléctrico de sus ojos. Parecía relajado y al mismo tiempo firme y totalmente masculino.

      Denise no supo cuánto tiempo podría haber estado allí mirándolo si él no hubiera dado un paso atrás y hubiera exclamado:

       –¡Uau!

      Al devolverle el intenso escrutinio que ella había usado, Denise se sintió sonrojar. Realmente no quería que él supiera el tiempo que había dedicado a arreglarse y sin embargo, se alegraba de haberlo hecho. El pequeño vestido de crepé rojo ajustado con la falda ligeramente ondulante justo por encima de las rodillas era simple, pero clásico. Con tirantes era un poco ligero para una fresca tarde otoñal, pero lo había completado con un chal de organza largo que caía en ese momento desde el hombro hasta las tiras de las sandalias rojas de terciopelo y destacaba las finas medias negras. No había sabido muy bien qué hacer con su pelo, si llevarlo en un moño clásico o suelto y al final se había decidido por algo intermedio: un recogido suelto con montones de mechones flotando por encima del cuello. La única joyería consistía en unas perlas en las orejas, una fina cadena de oro y un prendedor de perlas en el pelo.

      Parecía que lo había hecho bien. Quizá hasta se hubiera pasado, pero Morgan pareció encontrar su aspecto más que aceptable, lo cual le produjo un escalofrío en la espalda. Al menos él se había puesto a su altura y lo agradeció.

      –¡Estás maravilloso! –dijo en el mismo instante en que él se lo dijo a ella–. Gracias.

      Los dos soltaron una carcajada y entonces Morgan dijo:

      –Francamente, tenía miedo de que aparecieras abotonada de la cabeza a los pies como cuando te vas a trabajar por las mañanas y no es que no estés bien así, pero, bueno, no daría la impresión, por decirlo de alguna manera.

      –¿La impresión?

      –De una mujer enamorada. Tienes novio, ¿recuerdas? No sólo un compañero de cancha. Hablando de lo cual, creo que me merezco una revancha. Te di un buen juego, si mal no recuerdo.

      Ella sonrió agradecida de un tema de conversación banal.

      –Sí, lo hiciste. Haz otro bueno esta noche y te la daré.

      –Trato hecho –aseguró él mientras Denise recogía su diminuto bolso rojo de terciopelo.

      Apartándose a un lado, Morgan la dejó pasar por delante de él al fresco aire de la noche. Mientras ella se pasaba el chal por la cabeza y deslizaba las puntas hacia la espalda, Smithson salió a la ventana maullando y Reiver se puso a ladrar desde su puesto en el porche.

      –Ese es su puesto de vigilancia –le informó Morgan–. Siempre se instala ahí cada vez que estoy fuera.

      –Ya lo había notado.

      –Es parte de su naturaleza. Se queda ahí hasta que vuelvo a casa y le dejo entrar para pasar la noche.

      –¿Duerme en la casa?

      –Justo enfrente de la habitación de mi hijo. Es como si supiera por instinto lo que es más importante para mí y quisiera protegerlo.

      –Nunca he visto a tu hijo. ¿Viene a verte a menudo?

      –Radley viene cada poco. Probablemente lo hayas visto, pero no te hayas dado cuenta de que era él.

      –¿Vive cerca de aquí?

      –Sí, Todavía sigue en la universidad de Fayetteville.

      –¿Todavía?

      Morgan lanzó una carcajada.

      –Rad no se toma muy en serio los estudios. Tiene ya veinte años y su madre cree que está holgazaneando porque todavía no sabe lo que quiere hacer. ¡Cielos! Si yo no supe lo que quería hasta los treinta y cinco años.

      Habían llegado hasta el brillante automóvil negro aparcado frente a la antigua casa de carruajes al final de la propiedad.

      –¿Y qué es exactamente lo que estás haciendo ahora? –preguntó ella cuando Morgan le abrió la puerta del pasajero.

      Él se rió de nuevo.

      –Lo que me apetece. Que en la actualidad significa restaurar una antigua casa de Hanson Creek para revender.

      –¡Ah!

      Morgan le dio la mano para ayudarla a entrar y se inclinó con la otra mano en el marco de la puerta.

      –No encaja para ti, ¿verdad? Supongo que tú te habrás hecho un plan de cinco años y te ajustas a cada paso del camino.

      Denise no sabía qué decir, porque era la verdad, por supuesto.

      –¿Y es eso malo?

      Él sacudió la cabeza.

      –No. A menos que creas que es la única manera de vivir y esperes que todo el mundo se ajuste a ella.

      Ella asimiló sus palabras mientras Morgan se sentaba al volante. De acuerdo, ella había estado muy segura de que era la única forma de conseguir lo que quería y hasta el momento, le había funcionado. O sea que quizá no entendiera por qué todo el mundo no hacía lo mismo y quizá hubiera supuesto que todos los demás deseaban lo mismo que ella. ¿Y qué había de malo en ello? ¿Habría cerrado su mente a todo lo demás? Su hermana seguramente lo creía así. Y quizá sus padres, ahora que lo pensaba. Pero ella estaba en su segundo año y todo iba acorde con sus planes, así que, ¿por qué abandonar sus metas ahora? Por supuesto que no debería.

      Por otra parte, ¿cuándo era la última vez que se había divertido? ¿Cuándo había sido feliz por última vez? La respuesta yacía enterrada en Kansas City, lo que significaba que la felicidad estaba para siempre fuera de su alcance. Así que, después de todo, ¿qué le quedaba salvo su carrera? La respuesta era obvia y sin embargo no tenía la misma fuerza de siempre.

      No sabía si sentirse animada o alarmada por ello. No podría olvidar nunca a su hijo, así que, ¿por qué su

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