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como suprema manifestación de esa misericordia hacia los hombres Dios se hace hombre. No cabe duda que es doctrina cierta y digna de fe que JESUCRISTO vino al mundo para salvar a los pecadores (1 Tm 1, 15). Estaban tan convencidos y agradecidos sus Apóstoles de esta verdad, que la repiten constantemente. Basta con situarnos en un plano mistagógico del Evangelio de Juan, en 3, 16-17: “Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que crea en El no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por El”. Justamente porque Dios es misericordioso perdona con generosidad.

      Los hombres, con frecuencia, nos atamos a los rencores, resentimientos, falsas percepciones, enojos, enfados… sin darnos la posibilidad de rever, de comprender situaciones según las circunstancias, según la historia de los demás (muchas veces desconocida); pensamos falsamente, que perdonar es una debilidad. En cambio, el Señor manifiesta su omnipotencia en la misericordia y en el perdón.

      Acudamos al libro de la Sabiduría, en 11, 23: “Tú te compadeces de todos, porque todo lo puedes y apartas los ojos de los pecados de los hombres para que ellos se conviertan”.

      Los seres humanos hasta nos podemos poner celosos por el perdón divino hacia los demás. Es lo que aduce Lucas en 15, 28-32: “Él se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: “Hace tantos años que te sirvo, sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, ¡haces matar para él el ternero engordado! Pero el Padre le dijo: “Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado”.

      Y a menudo, escuchamos decir “este individuo no merece perdón”. Pero sabemos que “Dios es más misericordioso que los hombres” (2 Sm 24,14).

      Y no nos quiso perdonar por una simple palabra indulgente, sino a costa del más terrible de los sacrificios. El Profeta lo contempla al Cristo “traspasado por nuestras rebeldías y triturado por nuestras iniquidades. El castigo que nos merecíamos recayó sobre Él y por sus heridas fuimos curados. Todos andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su propio camino y el Señor cargó sobre Él todas nuestras iniquidades” (Is 53, 4-6).

      Aunque nos queda claro que la separación de Dios es imposible, a través de los “ojos del ego” creemos que es cierta y que Dios está fuera de nosotros para inculparnos- “castigarnos”, enjuiciarnos. Siempre tengamos en cuenta que el objetivo del sistema de pensamiento del ego es ocultar el recuerdo de Dios de nuestra conciencia reforzando nuestros sentimientos de culpa y de miedo. Sólo puede conseguirlo destruyendo la realidad del amor y poniendo la ilusión de la culpa, en su lugar. Uno de los opuestos del amor es el miedo. La existencia del ego depende de que sigamos creyendo en la realidad de la culpa y “del castigo” y aceptemos sus objetivos que indudablemente son: conflicto, batalla y muerte. Como he predicado en los últimos tiempos, hay cosas que están vencidas, pero no muertas, por ejemplo, “perdono, pero no olvido”.

      Podemos observar, desde una óptica actitudinal, que el ego frente a Dios es totalmente inconsistente. A veces le contempla como un ser sobrenatural y exterior, más allá de nuestra comprensión, que nos ama y nos recompensa si somos buenos, y nos castiga si somos malos y pecamos. Otras veces es ambivalente sobre su existencia, llegando incluso a rechazar la idea de Dios. El ego se siente amenazado por Dios y continúa haciendo lo que puede para conseguir que Dios salga de nuestras vidas. Un ejemplo evidente de nuestros sentimientos ambivalentes sobre Dios se describe en el libro de Alice Walter “El color de púrpura”. Dos mujeres están hablando sobre Dios y una dice: “No es sencillo tratar de vivir sin Dios. Incluso aunque sepas que no existe, tratar de vivir sin él es un esfuerzo excesivo”.

      A veces, en la vida, frente a experiencias vitales dolorosas, pudimos no haber recibido ayuda por parte de nuestra educación religiosa o de nuestra creencia en Dios o habernos faltado contención comunitaria y hemos terminado por darle la espalda a todo.

      Podemos definir al ego como nuestra personalidad corporal o nuestro yo inferior. Es la parte de nuestra mente que está disociada o separada de nuestra mente espiritual (nous en griego); es la capacidad de trascendencia que es la que contiene solamente los pensamientos amorosos de Dios. Esta disociación sólo está en nuestra mente y es ilusoria; puede ser contrastada por nuestra mente verdadera, una mente llena de amor que es indivisible.

      Nos preguntamos, nos respondemos:

      ¿Qué incluirías en cada uno de estos dos sectores de la mente?

      Mente ilusoria:

      Mente auténtica:

      “Tu bondad y tu gracia me acompañan

      a lo largo de mi vida;

      y habitaré en la Casa del Señor,

      por muy largo tiempo”.

      Salmo 22, 6

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