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siguió la dirección de aquellas pupilas de esmeralda, y divisó al músico, todo anhelante aún del golpe y del susto, hecho un ovillo entre los pliegues del cortinaje que cubría la vidriera… El niño perdió completamente la sangre fría, y loco de miedo, púsose a hacer lo más conveniente para el gato: sacudir la cortina y espantar al pajarillo. El aturdido músico revoloteó un momento, dio contra los cristales de la ventana, y dolorido y exánime, vino a caer sobre la almohada de la cama de Rita… ¡Horror!… el gato en acecho pega un brinco de tigre… ¡Adiós, música!

      Gabriel, como Caín después de matar a su hermano, había corrido a esconderse al cuarto más oscuro de la casa, en que se guardaban baúles y trastos, y donde no tardó en descubrirle Rita al volver de misa y encontrarse con la jaula por tierra y algunas plumas amarillas, espeluznadas y sanguinolentas, revoloteando sobre su lecho… —¡Pícaro, infame!, te he de desollar vivo, ¡muñeco del demonio!, ¡te he de estirar las orejas hasta que sangren!—. Los oídos de Gabriel apenas pudieron recoger el sonido de estas ternezas, porque al mismo tiempo diez deditos recios y furiosos le tiraban con cuanta fuerza tenían de las orejas… Y luego pasaban a los carrillos, escribiendo allí los mandamientos, y después bajaban a parte que es ocioso nombrar, y se daban gusto con la mejor mano de azotaina que recuerdan los siglos; y en pos las uñas, por no quedar desairadas, se ejercitaron en pellizcar y retorcer la carne, ya hecha una amapola, hasta acardenalarla de veras, y en seguida, sin darle al culpable tiempo ni a gritar, le asieron de las muñecas, le llevaron arrastrando al desván, le metieron allí, echaron la llave… Al punto mismo se oyó en la puerta el altercado de dos vocecillas, y en pos la brega de dos cuerpos… Giró la llave otra vez, y la mamita pálida, la hermana protectora, entró anhelante, desgreñada y victoriosa, cogió en brazos a su niño, lo arrebató a su cuarto, lo curó, lo calmó, se lo comió a besos y a caricias…

      ¡Qué ojeriza le profesó desde aquel día Gabriel a la hermana mayor! ¡Cómo se acostumbró a envolverse en las faldas de la pequeña, hasta que fue adquiriendo su autonomía al desarrollársele el vigor masculino, con el cual, a los diez o doce años podía más él solo que lo que llamaba despreciativamente el gallinero de sus hermanas!

      Se veía concurriendo al Instituto de segunda enseñanza, aprendiéndose por la noche de malísima gana la conferencia que había de dar al día siguiente, y merced a la fuerza y precisión con que se nos presentan ciertos recuerdos, en la negra inmensidad nocturna veía destacarse, como en el cristal de un claro espejo, al estudiantillo inclinado sobre el libro enfadoso, dando tormento con nerviosa mano a los mechones de pelo que caían sobre la frente, o pintando soldados con fusil al hombro y barcos y todo género de monigotes sobre el margen de las páginas, mientras torturaba la memoria para incrustar en ella, por ejemplo, los pretéritos y supinos de la segunda conjugación, moneo, mones, monere, monui, monitum, avisar… que los compañeros de clase se apuntaban unos a otros de esta manera: mono, mona, monitos, monitas, micos… Al recordar semejantes puerilidades, se sonreía don Gabriel… ¡Cuántas veces recordaba haberse levantado y llamado a su hermana!

      —Nucha, tómame la lección, que me parece que ya la sé.

      Luego una impresión imborrable: la marcha de Santiago, el ingreso en el colegio de —artillería de Segovia, los días terribles de la novatada, la sujeción al galonista, el llanto de furor reconcentrado que le abrasó las pupilas cuando por primera vez tuvo que limpiarle y embetunarle las botas… Y siempre el recuerdo de su hermana, para la cual, más bien que para su padre, se hizo fotografiar apenas vistió, radiante de orgullo y alegría, el uniforme del cuerpo, y de la cual hablaba a sus primeros amigos de colegio con tal insistencia y exageración, que alguno de ellos, sin conocerla, se puso a escribirle cartitas amorosas que leía a Gabriel… Luego, la confusión abrumadora de los primeros estudios serios, de las matemáticas sublimes, de tanta abstrusidad como tenían que meterse en la divina chola para los exámenes… Ahora que Gabriel reflexionaba acerca de tales estudios y mentalmente pasaba lista a sus compañeros de academia, maravillábase pensando que de aquella hueste nutrida desde sus tiernos años con tanta trigonometría rectilínea, tanta álgebra y tanta geometría del espacio, no había salido ningún portentoso geómetra, ningún autor de obras profundas y serias, ni siquiera ningún estratégico consumado, y al contrario, por regla general, apenas se encontraba compañero suyo que al terminar la carrera se distinguiese por algún concepto, o rebasase del nivel de las inteligencias medianas… Mucho caviló sobre el caso don Gabriel, y vino a dar en que la balumba algebraica, el cálculo, las geometrías y trigonometrías se las aprendían los más de memoria y carretilla, a fuerza de machacar, para vomitarlas de corrido en los exámenes; que los alumnos salían a la pizarra como sale el prestidigitador al tablado, a hacer un juego de cubiletes en que no toma parte el entendimiento; y que esta material gimnasia de la memoria sin el desarrollo armonioso y correlativo de la razón, antes que provechosa era funesta, matando en germen las facultades naturales y apabullando la masa encefálica que venía a quedarse como un higo paso. Todo esto se le había ocurrido a posteriori. En el colegio estaba lleno su corazón de esa buena fe absoluta de los primeros años de la vida, y ni soñaba en discutir las opiniones admitidas y las fórmulas consagradas: creía cuanto creían sus compañeros, viviendo persuadido como ellos de que ciertos profesores eran pozos de ciencia, aunque no se les conocía lo bastante, por encontrarse un tantico guillados del abuso de las matemáticas… Con el pundonor innato que le obligaba en Santiago a repasar de noche la lección, Gabriel se aplicó a aprender todas aquellas diabluras del programa, y como su inteligencia era sensible y fresca su retentiva, adelantó, adelantó… Recordaba, no sin cierta lástima de sí mismo, que había hecho unos estudios brillantes. Le alabaron los profesores, despertósele la emulación, no perdió curso…

      Sólo hubo una temporada, poco antes de salir a teniente, en que atrasó bastante, poniéndose a dos dedos de ser perdigón. Fue al recibir la noticia de la muerte de su mamita, su hermana Nucha… Se la escribió su padre en persona, cosa que no ocurría sino en las ocasiones solemnes, pues el hidalgo de la Lage no se preciaba mucho de pendolista. Gabriel recordaba que en el primer momento sólo había sentido un asombro muy grande al ver que semejante desgracia no le producía más efecto. Con la carta abierta en la mano, miraba en torno suyo, pasando revista a todos los muebles del gran dormitorio artesonado, contando los hierros de las camas. Hasta recordaba haber acabado de abrocharse los botones de la levita de uniforme, faena interrumpida cuando llegó la carta fatal. Luego, de repente, daba dos o tres pasos vacilantes, sepultaba el rostro en la almohada de su lecho, y empezaba a llorar a gotitas menudas, rápidas, que se le metían entre el naciente bigote y de allí se le colaban a los labios, ¡con un sabor tan amargo!

      ¡Su pobre mamita! ¡Con qué vanidad le había él enviado su retrato; con qué orgullo había comprado, de sus economías, una sortija de oro para regalársela en su boda! ¡Qué admiración gozosa, unida a unos asomos de infantiles celos, había sentido al saber que su hermana tenía una chiquilla… ! ¡Monada como ella! ¡Una chiquilla! Y ahora… fría, callada, apagados aquellos dulces y vagos ojos, metida en un ataúd, muerta, muerta, ¡muerta!

      Bien seguro estaba de no haber querido probar bocado en dos días. ¡Cómo le mortificaban los consuelos de sus compañeros y amigotes! Eran bien intencionados, eso sí; pero indiscretos, inoportunos, fuera de sazón, como suelen ser los afectos en la zonza e ingrata edad de la adolescencia. Empeñábanse en divertirlo, en llevárselo al café, o a ver una compañía de zarzuela… ¡De zarzuela! Gabriel necesitaba un médico. A los ocho días se le declaraba una fiebre nerviosa, en la cual le contaron que había delirado con su mamita, diciendo que quería irse junto a ella, al cielo o al infierno, donde estuviese… Pronto convaleció, y quedó más fuerte y más hombre, como si aquella fiebre hubiera sido la solución de una crisis lenta de pubertad tardía, acaso retrasada por estudios prematuros… Salió a teniente, y recordaba el orgullo de los galones y el de un hermoso bigote castaño, ya poblado, que propuso no afeitar nunca.

      Pasó de la academia al siglo con la entidad moral que imprimen los colegios de carreras especiales, y señaladamente el de artillería: segunda naturaleza, de la cual sólo se desprenden, andando el tiempo, los que poseen gran espontaneidad o cierto instinto crítico, y que sobrevive aun en los que se retiran, aun en los mismos que reniegan de la carrera y manifiestan que les causa hondo hastío el uniforme. Volviendo atrás la vista, Gabriel se asombraba

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