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de quesos, que al fin había logrado rescatar; la mujer del empleado cargada con su rorro, que se abría a puros llantos, sin que la madre le diese más consuelo que decirle —calla que se lo hemos de contar a papá… a papaíto—, Trampeta con la mano liada, seguro ya de no desangrarse y nuevamente cebada la curiosidad al saber que el enguantado viajero era el propio cuñado del marqués de Ulloa; el notario de Cebre, tan arrimadito a la moza chata, como la moza a sus quesos; y el Arcipreste, cogido del brazo de Juncal, flaqueándole las piernas, temblándole el cuerpo todo, gimiendo y resoplando.

       Capítulo 7

      Los que no tenían casa ni amigos en Cebre, hubieron de dar con sus molidos cuerpos en el mesón que allí toma nombre de fonda; el Arcipreste fue a pedir hospitalidad a su correligionario el cacique Barbacana; y al viajero de los guantes, o sea don Gabriel Pardo, se lo llevó consigo el médico, sin permitir que se cobijase bajo otro techo sino el suyo, porque desde el primer instante le había entrado el cuñado del marqués, —y cuenta que no simpatizaba fácilmente con las personas el bueno de Juncal.

      Agasajó a su huésped lo mejor que pudo y supo, diciéndole a cada rato que su señora estaba ausente, pero volvería dentro de un ratito, y entonces se sentarían a hacer penitencia. A pesar de las ideas avanzadísimas de Juncal, que con la revolución se habían acentuado aún más en sentido anticlerical y biliosamente demagógico, guardose bien de informar a don Gabriel de que la susodicha señora (nombre con que se llenaba la boca), había sido una panadera de las famosas del pueblo de Cebre: cierto que la de más almidonadas enaguas, limpias medias, rollizos mofletes y alegres y churrusqueiros ojos que tenía el país. Por sus muchos pecados, tropezó Juncal en aquel dulce escollo desde su llegada a Cebre, y al fin, después de unos cuantos años de enharinamiento ilícito, un día se fue, como el resto de los mortales, a pedir al párroco la sanción de lo comenzado sin su venia. Y justo es añadir que a su mujer, tan jovial y sencilla ahora como antes, se le daba un ardite de la posición social, y solía decir a menudo: —Cuando yo llevaba el pan a casa de don Fulano, o de don Zutano… —. Hasta por un resto de afición a las cosas del oficio, había persuadido a su esposo a que adquiriese y explotase un molino, poco distante del prado en que el médico presenció el vuelco de la diligencia. Mientras el marido leía o descansaba, la buena de Catuxa, que así llamaba todo Cebre a la señora de don Máximo, era dichosa ayudando al molinero a cobrar las maquilas, midiendo el grano, regateando la molienda a sus antiguas colegas, charlando con ellas a pretexto del negocio, y viviendo perpetuamente en la atmósfera de fino polvillo vegetal a que sus poros estaban hechos.

      Envuelta venía aún en flor de harina cuando entró en la salita donde la esperaban Máximo y Gabriel; traía los brazos remangados y el pelo gris como si se lo hubiesen recorrido con la borla impregnada de polvos de arroz, lo cual hacía más brillantes sus ojos, más límpido el sano carmín de sus trigueñas mejillas. Saludó sin cortedad, con expansiva lisura, y don Gabriel por su parte empezó a tratarla con tan reverente cortesía como a la más encopetada ricahembra; pero en breve comprendió que la complacería mudando de tono, y hablole con llaneza festiva, sin renunciar por eso a mostrarse deferente y cortés. Ambos matices los notó Juncal, que no tenía pelo de tonto, y creció su inclinación hacia el viajero, que le parecía ahora tan discreto como caritativo antes.

      Comieron en una ancha sala con pocos muebles: Catuxa cerró casi del todo las maderas de las ventanas, por las cuales se colaba una delgada cinta de luz, y ofreció a cada convidado una rama de nogal con mucho follaje, para que mientras comían no se descuidasen en espantar las moscas. No hizo ascos a la comida don Gabriel, y alabó como se merecían algunos platos muy gustosos, los pollitos tiernos aderezados con guisantes, las sutiles mantequillas trabajadas en figura de espantable culebrón, con ojos de azabache y una flor de borraja hincada de trecho en trecho en el escamoso lomo. Tales primores gastronómicos revelaron a don Gabriel que la señora de Juncal trataba bien a su marido y le hacía grata la vida: así era en efecto, moral y físicamente, y por humillante que parezca esta confusión de fuerzas tan distintas, el genio apacible y las mantequillas suaves de Catuxa influían a partes iguales en sosegar las bilis del médico.

      Mientras duró el festín, Juncal y su huésped hablaron mucho del lance del vuelco, del escándalo de que menudeasen tanto, de que en no multando a las empresas, estas hacían su gusto, riéndose de quejas de viajeros y piernas rotas. Informose don Gabriel de los antecedentes de su curioso compañero de viaje, y al referirle Juncal algunas de sus caciquescas hazañas, se rió recordando la indignación con que Trampeta condenaba en Barbacana otras muy parecidas. A los postres, notó el médico que su huésped parecía molestado, aunque haciendo esfuerzos para disimularlo.

      —¿Usted no se encuentra bien?

      —No es nada… Parece como si este brazo se me hubiese resentido un poco; me cuesta trabajo moverlo. No se apure usted ahora… Cuando nos levantemos de la mesa tendrá la bondad de reconocérmelo, a ver qué ha sido.

      Quería Juncal verificarlo al punto, mas el huésped afirmó que no valía la pena de darse prisa, y el médico en persona preparó el café con una maquinilla de espíritu de vino, mientras Catuxa subía de la bodega una botella de ron muy añejo, guarnecida de telarañas. Tal regalo fue, como suele decirse, pedir el goloso para el deseoso; porque si bien don Gabriel no se negó a gustar el rancio néctar, el caso es que Juncal le hizo la razón con tanta eficacia, que se bebió de él casi la mitad. Siempre había sido Juncal, aun en tiempos en que no se le caía de la boca la higiene, grande amigo del licor de la Jamaica; pero desde que se unió en santo vínculo a Catuxa, la ignorante panadera le obligó a practicar lo que predicaba, cerrando bajo siete llaves el ron y dándoselo por alquitara, o en ocasiones muy singulares, como la presente.

      Alzados los manteles, retiráronse Juncal y don Gabriel al despacho del primero, donde había estantes de libros profesionales, una cabeza desollada y asquerosísima, con un ojo cerrado y otro abierto, que representaba el sistema venoso, estuches y carteras de lancetas y bisturíes, y no pocos números del Motín y Las Dominicales rodando por sillas, pupitre y suelo. Despojose don Gabriel de su americana de paño gris a cuadros; desabrochó el gemelo de su camisa y la levantó para mostrar el brazo lastimado. Lo palpó Juncal, se lo hizo mover, y observó concienzudamente, por las manifestaciones del dolor, de qué índole y en qué punto residía la lesión. Dos o tres veces notó en el semblante del viajero indicios de que reprimía un ¡Ay! Con seriedad e interés le dijo:

      —No repare usted en quejarse… Estamos a saber qué le duele, y cuánto y cómo.

      —Si he de ser franco —respondió sonriendo don Gabriel— me escuece unas miajas. Se conoce que al tratar de mover a aquel buen señor de Arcipreste, todo el peso de su cuerpo y del mío juntos cargó sobre este brazo, que hacía fuerza en la delantera de la berlina… Será una dislocación del hueso.

      —No señor; creo que no tiene usted nada más que un tendón relajado, aunque el pronóstico de esta clase de lesiones es muy aventurado siempre, y se lleva uno cada chasco, que da la hora. Si usted fuese un labriego…

      —¿Qué sucedería?

      —Se lo voy a decir a usted con toda franqueza, por lo mismo que estoy hablando con una persona que me parece altamente ilustrada…

      —Por Dios…

      —No, no, mire usted que tengo buena nariz, y ciertas cosas se conocen en el olor. Pues lo que haría si usted fuese uno de esos que andan arando, sería llamar a un atador o algebrista, de los infinitos que hay por aquí…

      —¿Curanderos?

      —Componedores; son al curandero lo que al médico el cirujano operador. Justamente aquí cerca tenemos uno, el más famoso diez leguas en contorno, que hace milagros. Cuando yo llegué de la Universidad, llegué lleno de fantasía, y me enfadaba si me decían que los algebristas pueden reducir una fractura sin dejar cojo o manco al paciente; después me fui convenciendo de que la naturaleza, así como es madre, es maestra del hombre, y que el instinto y la práctica obran maravillas… Con cuatro emplastos y cocimientos, y sobre todo con la destreza manual, que esa raya en admirable…

      Decía todo esto Juncal

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