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coronela.

      —Parece un hombre apático.

      —No, no. Es todo lo contrario: de una sensibilidad aguzada y de un amor propio enfermizo. Toda esa indiferencia es una comedia, una finta. Eguaguirre, por lo que creo, es un caso curioso. Está en parte, desesperado, porque se considera como liberal perseguido y cree que no va a prosperar en el ejército; por otra parte, los amores con la coronela y el juego le tienen en una continua exaltación...

      La historia de Eguaguirre era interesante.

      Al poco tiempo después de salir de la Academia, a mediados de 1822, había sido destinado a Valencia, donde se afilió a la masonería. Eguaguirre era valiente y estaba dispuesto a batirse para ascender en la carrera. En 1823, después de la expedición de Bessieres, Eguaguirre buscó la ocasión de salir al campo.

      El 19 de marzo, los cabecillas realistas Sempere y Ulman sorprendieron Sagunto y se apoderaron del castillo. El Gobierno ordenó al coronel Fernández Bazán que saliera a atacar a los facciosos. Bazán encontró a los realistas entre Sagunto y Almenara, y, a pesar de que tenía menos fuerzas que ellos, los derrotó.

      Poco después, Bazán se encontraba en Chilches con las tropas reunidas de Sempere y de Capapé y sufrió un completo descalabro.

      Se habían unido Sempere, Capapé, Ulman, algunas compañías de Prast y Chambó, y habían colocado sus fuerzas de artillería en un repliegue del terreno. Bazán, al ponerse en contacto con la primera línea de los realistas la hizo retroceder; los realistas se acogieron a su línea de trincheras. Bazán mandó que, al mismo tiempo que avanzaba su infantería, la caballería diera una carga por uno de los flancos; pero el escuadrón completo, en vez de obedecer, huyó cobardemente en todas direcciones; los realistas rodearon a los constitucionales, y éstos, entre los cuales estaba Eguaguirre, quedaron prisioneros.

      Los realistas ataron a los constitucionales y los llevaron al castillo de Sagunto.

      Eguaguirre, que no tenía ideas políticas muy arraigadas y a quien, en el fondo de su alma, lo mismo le daba el rey absoluto que la Constitución, se desesperó al verse atado como un bandido y conducido en manada como cabeza de ganado.

      Eguaguirre tuvo que devorar durante el camino los mas violentos ultrajes. ¡Lladres! ¡Negres! ¡Chudios!—les llamaban las viejas. ¡Mueran los franc-masones! ¡Mueran los asesinos de Elío!—gritaban los hombres.

      Cuando Eguaguirre llegó a entrar en el calabozo del castillo de Sagunto, y se echó en un montón de paja, lloró de desesperación y de rabia.

      Unos días después estaba el oficialito tendido en su camastro, pensando en la posibilidad de ser fusilado, cuando se abrió la puerta de la mazmorra y aparecieron dos mujeres: una de ellas, la mujer del cabecilla Chambó; la otra, la del coronel realista Espuny, gobernador del castillo de Sagunto.

      La mujer de Chambó era una moza bravía, de Ulldecona, frescachona y guapa; la de Espuny era del mismo Valencia, una rubia perfilada y redicha.

      Las dos mujeres hablaron con Eguaguirre y decidieron salvarle. Al día siguiente, el oficial era trasladado de cuarto, y a la semana estaba libre para andar por la ciudad.

      Entre las dos mujeres, la de Chambó y la de Espuny, se estableció una rivalidad celosa por salvar a Eguaguirre. El oficialito se dejó querer con su indiferencia de sultán.

      Un día, Chambó, que era hombre arrebatado y decidido, detuvo a Eguaguirre, y, agarrándole de la solapa, le provocó a un desafío.

      —No tengo armas—le contestó Eguaguirre, pálido de cólera.

      —Yo le traeré a usted un sable—replicó el cabecilla en su acento catalán rudo.

      Chambó volvió al poco tiempo con dos caballos y dos sables.

      —Sígame usted—dijo.

      Montaron los dos a caballo y se dirigieron por el camino de Valencia, al trote, sin hablarse.

      No haría cinco minutos que habían salido cuando dos jinetes, al galope, fueron tras ellos.

      Llevaban un parte urgente para Chambó.

      El cabecilla, al leerlo, se enfureció, tiró la gorra al suelo con rabia y comenzó a lanzar juramentos.

      —Espéreme usted aquí—dijo a Eguaguirre—. Vuelvo en seguida.

      —Esperaré—contestó éste.

      Chambó desapareció, seguido de los dos hombres. Eguaguirre quedó solo y reflexionó. Realmente, era una tontería esperar; tenía el camino abierto ante él; un caballo bueno; era excelente jinete. Se decidió, aflojó la brida, dió dos espolazos y se lanzó camino de Valencia.

      Llegó a la ciudad, que estaba alarmada con las noticias del avance de los franceses.

      Eguaguirre no se unió a las fuerzas constitucionales del general Ballesteros; tenía una señora amiga de influencia y se acogió a ella.

      Esta señora consiguió que Eguaguirre fuese purificado al terminar la guerra y enviado a Ondara.

      A pesar de sus maniobras para ocultar el pasado, Eguaguirre no había podido borrar del todo las huellas en su liberalismo, y los voluntarios realistas de Ondara sospechaban de él y le espiaban.

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