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ha tenido suerte! —volvió a decir mostrando en la cara una conmoción ambigua, sin saber esconder su sadismo.

      Me molesté y entendí que me había enamorado de Norma.

      Le lancé una mirada instintivamente.

      Liza Huppert siguió mi mirada y, con una sonrisa amplia y apretándome fuerte la mano libre de la copa, me susurró:

      —Sí, pobrecilla: el anterior marido era muy rico, pero después de unos pocos años estaba acabada y cerca de la ruina y el suicidio. Gracias a los amigos Valente, le encontraron un puesto en la fundación y es mejor para ella que quiera conservarlo aun después del nuevo matrimonio.

      Me quedé de piedra.

      Impertérrita, añadió:

      —¿Es posible que no hubiera descubierto, pobre ingenua, las tendencias del marido? Y, aun así, parece que en realidad no sabía absolutamente nada hasta que un día, llegando de forma inesperada su estudio, ¡vaya desprevenido ese pintor!, ¡en su apartamento y sobre su propio piano!, Norma le sorprendió desnudo con un joven y una joven desnudos como él: el maridito y la guarra estaban mordiéndose, él sobre ella con su cosa incrustada en su trasero, mientras a su vez estaba sodomizando al joven: una porquería bisexual.23

      Las palabras eran de dura condena, pero Liza las había pronunciado con una expresión en el rostro obscenamente lúbrica y no pude no pensar que ella saboreaba al mismo tiempo la idea de formar parte de una troika similar. Le pregunté:

      —Perdóneme, ¿cómo ha sabido esos detalles escabrosos? No creo que Norma fuese por ahí contando los detalles…

      —… Pero, amor mío, ¡claro que fue! Norma contaba los hechos con detalle a cualquiera de nosotros con los que se encontraba. Esa pobre chica estaba enfadada con el marido y quería vengarse.

      No me quedé convencido. Fastidiado, posé la copa, de la que aún no había bebido, y, tratando de sonreírle amablemente, le susurré:

      —Perdóneme —y me alejé.

      Advertí que «Caimán» Crispy se acercaba a la mesa y, mientras empezaba a hablar con Liza, sin saber que había sido mi copa, la tomaba y comenzaba a beber el líquido verde.

      Se me acercó Lines:

      —Quiero hablar con usted. ¿Vamos allí?

      Hizo que me sentara en la única silla de su estudio doméstico, abarrotado de libros y manuscritos que ocultaban el pequeño escritorio estilo Carlos X en el que se había sentado y desbordaban las dos librerías de estilo Imperio.

      —Muchas veces trabajo aquí en lugar de en el despacho. Para otros géneros, no, pero la poesía prefiero leerla yo antes y aquí la puedo disfrutar más tranquilo. También yo he publicado algún poemario y, conociendo bastante bien siete idiomas, incluido el italiano, puedo valorar textos extranjeros en su lengua original.

      Sonreí complaciente.

      Él cambió de tema, tuteándome:

      —Ranier, ¿cómo no me has propuesto traducir y publicar aquí tu último libro de poemas?

      Me quedé estupefacto:

      —¿Mi último libro? —No había publicado nada más, aparte de la novela fallida.

      —Hablo de tus Poesías del amor sereno que has publicado en Suiza.

      El título me resultaba desconocido.

      —No entiendo.

      —… Pero sí. ¡Ese que eran todo sonetos! Espera que me acuerdo de algunos de memoria —Y me recitó uno.

      Me quedé de piedra: se trataba de los versos que había compuesto para Tartaglia Fioretti, cuya propiedad intelectual ya no me pertenecía. ¿Publicado con mi nombre?

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