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seis meses antes de recibir el premio Brooklyn Alfio Valente, al necesitar más dinero, había aceptado la repentina oferta de un potentado de componerle y venderle por una buena cantidad una veintena de sonetos en honor de su bienamada, poesías que este tenía la intención declarada de presentar como frutos de su talento ante ella. Lo digo de inmediato: todavía hoy siento amargura por haber vendido mi arte y, por una serie de circunstancias derivadas, también mi dignidad y mi libertad, aunque, como explicaremos en su momento, esto me castigaría moral y físicamente.

      Mientras esperaba a que me comunicaran con la fundación, la alegría se me fue de golpe: releyendo con más atención la carta, advertí que la fecha del premio estaba cerca, menos de veinte días, y me di cuenta de repente que tenía caducado el pasaporte. Un escalofrío por la espalda, literalmente, y luego un acceso de ira: «¡¿Por qué me han avisado en el último momento?!» Pero al fijarme en la fecha de expedición en el sobre, entendí que la fundación no era la culpable del retraso, pues la carta había salido de Nueva York más de dos semanas antes. «Bueno, sí, pero sí es culpable al menos de no haberla mandado certificada», les increpé de todas formas en mi cabeza e inmediatamente me enfadé con el desconocido inútil (¿de correos? ¿de un aeropuerto?) al que se debía la posterior complicación y finalmente me pregunté si, a pesar de todo, podría obtener a tiempo la renovación del pasaporte en la comisaría de policía y, considerando que los prudentes Estados Unidos también requerían un visado consular preventivo, me respondí: «Casi seguro que no», pero me quedaba una esperanza: «… pues sí, ¡pediré ayuda a Vittorio!»

      El subinspector2 Vittorio D'Aiazzo servía en la comisaría de Turín, donde también yo había trabajado a sus órdenes antes de dejarlo hacía unos pocos años. Era un gran amigo, tal vez el único que he tenido y también sabía que, al ser ambos de carácter retraído, yo fui su único amigo de verdad.

      «¡Imagina», pensé cada vez más aliviado, «si, vista la importancia del asunto, no se va a esforzar!»

      Ya, pero ¿cómo había entrado en la policía un hombre tranquilo como yo, completamente opuesto a un trabajo armado? ¿Una persona que se dedicaba al arte de la métrica y a leer frecuentemente desde el colegio, inspirada por las traducciones de la Ilíada de Monti y la Odisea de Pindemonte, un hombre deseoso de conseguir la licenciatura en letras? Dicho en pocas palabras: el entorno familiar de los años 40 del siglo pasado era muy distinto del actual, pues entonces era imprescindible que un joven respetara la voluntad de sus padres y los míos no me permitieron en absoluto realizar estudios clásicos y, con sacrificio y una gran incomprensión, me empujaron hacia los estudios científicos, con la idea errónea de hacerme ingeniero y entrar en la empresa automovilística de la ciudad, la FIAT, donde ambos trabajaban como obreros. Odiaba las matemáticas, la física, la química y la mineralogía y descuidé esos estudios: una serie de suspensos, ¡siempre un 4! hasta el punto de tener que repetir el primer y tercer año de la secundaria, aun obteniendo siempre 8 en italiano, latín, filosofía, historia e inglés. Con casi diecinueve años, hacia la mitad de ese mismo tercer curso repetido, en 1952, al no querer perjudicar más a mis padres, que se estaban sacrificando inútilmente, abandoné la escuela y entré en la Seguridad Pública, como se llamaba entonces la Policía, realizando primero el servicio militar y luego reenganchándome. Solo muchos años después, al desterrar el temor de quedarme sin dinero, acabé por pedir la dimisión, después de haberme ganado el grado y el mejor salario de subbrigada.3 . Aun así, era una actividad que, con su peligro y sus horarios desordenados, obstaculizaba mi pasión por las letras. Me motivó el haber conseguido un discreto éxito, A finales de diciembre de 1957 publiqué mi primer libro de poesías en una gran editorial (luego desvelaré el arcano de un acontecimiento tan improbable) con éxito de crítica y conseguí aparecer en la antología del célebre Premio Versilia, sección primeras obras, gracias a lo cual se habían vendido unas magníficas trescientas veinticinco copias. Lo más importante es que, tras el premio, conseguí colaboraciones literarias como periodista y articulista en la Gazzetta del Popolo de Turín y un par de artículos semanales, lo que redundó en una mayor notoriedad. Mi dimisión dio más frutos. Gracias a mi actividad plena y a las más frecuentes colaboraciones, mandé a la imprenta un poemario y otras dos colecciones de versos, estos compuestos a lo largo de los años precedentes, después de mi dimisión, y mis versos se habían traducido al inglés y al francés y publicado en los países europeos angloparlantes y francoparlantes, en Estados Unidos y en Canadá. Sin abandonar el servicio, la vida de Ranieri Velli, la mía, probablemente habría continuado desarrollándose de una investigación a otra al mando de mi amigo, ya subjefe,4 Vittorio D'Aiazzo, con pocas pausas de alegrías literarias y no habría alcanzado una fama real. Pero, por el contrario, no me habría encontrado en los últimos meses de 1969, como veremos, entre los doloridos protagonistas de un caso criminal internacional, por el cual Italia había estado cerca de caer, una vez más, bajo un régimen dictatorial.

      Sonó mi teléfono. Era la comunicación con Nueva York. Yo hablaba bien inglés, no solo gracias a la escuela, sino también a un curso intensivo de aprendizaje en Londres, lleno de términos jurídicos, que me sugirió Vittorio, durante un intercambio con suboficiales de Scotland Yard. No tuve ninguna dificultad en hacerme entender por mi interlocutora americana: pedí hablar con el señor Valente, explicando el motivo de la llamada. No estaba en la sede y me pasaron con una directiva de la fundación, le confirmé mi aceptación del premio y mi presencia en la ceremonia de entrega de premios. Al menos ya había realizado esto.

      Ahora le tocaba al pasaporte.

      —¡Querido amigo! ¿Cómo van tus investigaciones sobre poesía? —me saludó efusivamente el doctor D'Aiazzo con su fuerte acento napolitano, después de que consiguiera tenerlo al teléfono a través de la centralita de la comisaría.

      —Ha llegado un premio, el poeta pide —respondí con un endecasílabo improvisado y bromista y precisé—: He ganado un premio importante en Nueva York.

      En un tono copartícipe se felicitó y luego, intercalando algunas palabras en su dialecto, como hacía a veces, e interpelándome con el diminutivo que había inventado él mismo en su momento, me preguntó:

      — Va bbuo',5 Ran, felicidades por mi parte, ¿qué me pide o' poeta6 ?

      —La fecha de la entrega de premios está cerca y tengo el pasaporte caducado.

      —No hay problema. Mándamelo con el timbre y las fotos y hago que te lo preparen como un rayo,7 no es por nada que en italiano rima con mi apellido D'Aiázzo, aparte del acento. Mejor no, vamos a hacer otra cosa: a la hora de la cena me lo llevas todo a casa, a los ocho en punto y así hacemos unos espaguetis y dos filetes.

      —Estupendo, gracias.

      Esa misma tarde sufrí la primera agresión. Primero pensé que era el ataque de un chalado, y solo después de un segundo intento de matarme, no mucho días antes del vuelo a Nueva York, entendí que alguien me quería muerto: Al salir de casa para la cena con mi amigo, antes de poder cerrar la puerta con llave me encontré delante de un hombre, a unos cuatro metros de mí sobre el rellano, con el rostro oculto con un pasamontañas y guantes en las manos, que se abalanzó de inmediato contra mí empuñando una navaja abierta e intentó apuñalarme en el cuello. No me llegó a alcanzar, porque, con un movimiento de artes marciales que había aprendido en la Seguridad Pública, bloqueé a la mitad el ataque y desarmé el brazo del delincuente haciendo caer al suelo la navaja. Inmediatamente después, golpeé con fuerza al agresor en la cabeza, la cara y el tronco y le hice huir por la escalera: yo era joven en aquel entonces, ágil y atlético y, algo que no se puede perder, muy alto, un metro noventa, mientras que ese individuo era de mediana estatura, por lo que, al buscar el cuello, había hecho el intento de abajo arriba sin toda su fuerza. No consideré prudente perseguirlo. Recogí y me metí en el bolsillo la navaja para llevársela a Vittorio, cerré con llave la puerta de casa y bajé evitando el ascensor y usando las escaleras cautelosamente. Pero, como me esperaba, no había ni rastro del individuo.

      Le conté por encima a mi amigo mi percance y luego le entregué

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