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por largas horas sobre las losas frías y húmedas de sus tristes habitaciones, con largas peregrinaciones, con sacrificios humillantes y con horribles torturas. Agobiados por el pecado y perseguidos por el temor de la ira vengadora de Dios, muchos se sometían a padecimientos hasta que la naturaleza exhausta concluía por sucumbir y bajaban al sepulcro sin un rayo de luz o de esperanza.

      Los valdenses ansiaban compartir el pan de vida con estas almas hambrientas, presentarles los mensajes de paz contenidos en las promesas de Dios y enseñarles al Mesías como su única esperanza de salvación. Tenían por falsa la doctrina de que las buenas obras pueden expiar la transgresión de la ley de YAHWEH. La confianza que se deposita en el mérito humano hace perder de vista el amor infinito del Mesías. Yahshua murió en sacrificio por el hombre porque la raza caída no tiene en sí misma nada que pueda hacer valer ante Dios. Los méritos de un Salvador crucificado y resucitado son el fundamento de la fe del cristiano. El alma depende del Mesías de una manera tan real, y su unión con él debe ser tan estrecha como la de un miembro con el cuerpo o como la de un pámpano con la vid.

      Las enseñanzas de los papas y de los sacerdotes habían inducido a los hombres a considerar el carácter de Dios, y aun el del Mesías, como austero, tétrico y antipático. Se representaba al Salvador tan desprovisto de toda simpatía hacia los hombres caídos, que era necesaria la mediación de los sacerdotes y la invocación de los santos. Aquellos cuya inteligencia habían sido iluminadas por la Palabra de YAHWEH, ansiaban mostrar a estas almas a Yahshua como a su Salvador compasivo y amante, que con los brazos abiertos invita a que vayan a él todos los cargados de pecados, cuidados y cansancio. Tenían ansias de derribar los obstáculos que Satanás había ido amontonando para impedir a los hombres que viesen las promesas y fueran directamente a Dios confesando sus pecados y obteniendo perdón y paz.

      Los misioneros valdenses se empeñaban en descubrir a los espíritus investigadores las verdades preciosas del evangelio, y con muchas precauciones les presentaban las porciones de las Santas Escrituras esmeradamente escritas. Su mayor gozo era infundir esperanza a las almas sinceras y agobiadas por el peso del pecado, que no podían ver en Dios más que un juez justiciero y vengativo. Con voz temblorosa y lágrimas en los ojos y muchas veces hincados de hinojos, presentaban a sus hermanos las preciosas promesas que revelaban la única esperanza del pecador. De este modo la luz de la verdad penetraba en muchas mentes obscurecidas, disipando las nubes de tristeza hasta que el sol de justicia brillaba en el corazón, impartiendo salud con sus rayos. Frecuentemente se leía una y otra vez alguna parte de las Sagradas Escrituras a petición del que escuchaba, que quería asegurarse de que había oído bien. Lo que más les gustaba oir repetir eran estas palabras: "La sangre de Yahshua su Hijo, nos limpia de todo pecado." (1 S. Juan 1:7.) "Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado; para que todo aquel que en él creyere, no se pierda, sino que tenga vida eterna." (S. Juan 3:14, 15.)

      Muchos alcanzaron a darse cuenta de las pretensiones de Roma. Comprendieron la nulidad de la mediación de hombres o ángeles en favor del pecador. Cuando la aurora de la luz verdadera alumbraba sus entendimientos exclamaban con alborozo: "El Mesías es mi Sacerdote, su sangre es mi sacrificio, su altar es mi confesionario." Confiaban plenamente en los méritos de Yahshua, repitiendo las palabras: "Sin fe es imposible agradar a Elohim (D-os)." (Hebreos 11:6.) "Porque no hay otro nombre debajo del cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos." (Hechos 4:12.)

      La seguridad del amor del Salvador era cosa que muchas de estas pobres almas agitadas por los vientos de la tempestad no podían concebir. Tan grande era el alivio que les traía, tan inmensa la profusión de luz que sobre ellos derramaba, que se creían arrebatados al cielo. Con plena confianza ponían su mano en la del Mesías; sus pies estaban afirmados sobre la Roca de los Siglos. Todo temor de la muerte había sido desechado. Ya podían ambicionar la cárcel y la hoguera si de este modo podían honrar el nombre de su Redentor.

      Así se sacaba la Palabra de YAHWEH en lugares ocultos y era leída a veces a una sola alma, y en ocasiones a algún pequeño grupo que deseaba con ansias la luz y la verdad. Con frecuencia se pasaba toda la noche de esa manera. Tan grandes eran el asombro y la admiración de los que escuchaban, que el mensajero de la misericordia, con no poca frecuencia se veía obligado a suspender la lectura hasta que el entendimiento llegara a darse bien cuenta del mensaje de salvación. A menudo se proferían palabras como éstas: "¿Pero sserá verdad que Dios aceptará mi ofrenda?" "¿Me mirará con ternura?" "¿Me perdonará?" La respuesta que se les leía era: "¡Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados [trabajados y cargados], y yo os daré descanso!" (S. Mateo 11:28)

       La fe se agarraba de las promesas, y se oía esta alegre respuesta: "Ya no habrá que hacer más peregrinaciones, ni viajes penosos a los santuarios. Puedo acudir a Yahshua, tal como soy, pecador e impío, seguro de que no desechará la oración de arrepentimiento. 'Perdonados te son tus pecados.' ¡Los míos, sí, aun los míos pueden ser perdonados!"

      Un raudal de santo gozo llenaba el corazón, y el nombre de Yahshua era ensalzado con alabanza y acción de gracias. Aquellas almas felices volvían a sus hogares a derramar luz, para repetir a otros, lo mejor que podían, su nueva experiencia, de que habían encontrado el verdadero Camino. Había un poder extraño y solemne en las palabras de la Santa Escritura que hablaba directamente al corazón de aquellos que anhelaban la verdad. Era la voz de Dios que llevaba el convencimiento a los que oían.

      El mensajero de la verdad proseguía su camino; pero su apariencia humilde, su sinceridad, su formalidad y su fervor profundo se prestaban a frecuentes observaciones. En muchas ocasiones sus oyentes no le preguntaban de dónde venía ni adónde iba. Tan embargados se hallaban al principio por la sorpresa y después por la gratitud y el gozo, que no se les ocurría hacerle preguntas. Cuando ellos insistían en que él los acompañara a sus casas, contestaba que debía primero ir a visitar las ovejas perdidas del rebaño. Entonces se preguntaban se sería un ángel del cielo.

      En muchas ocasiones no se volvía a ver al mensajero de la verdad. Se había marchado a otras tierras, o su vida se consumía en algún calabozo desconocido, o quizá sus huesos blanqueaban en el sitio mismo donde había muerto dando testimonio a la verdad. Pero las palabras que había pronunciado no podían desvanecerse. Hacían su obra en el corazón de los hombres, y sus preciosos resultados no se conocerán debidamente más que en el día del juicio.

      Los misioneros valdenses invadían el reino de Satanás incitando los poderes de las tinieblas a mayor vigilancia. Cada esfuerzo que se hacía para que la verdad avanzara era observado por el príncipe del mal, y éste atizaba los temores de sus agentes. Los jefes papistas vieron peligrar su causa debido a los trabajos de estos humildes viandantes. Si se le permitía que la luz de la verdad brillara sin impedimento, había de hacer desaparecer las densas nieblas del error que envolvía a la gente; había de guiar hacia Dios solo los espíritus de los hombres, y destruiría al fin la supremacía de Roma.

       La sola existencia de estos creyentes que guardaban la fe de la primitiva grey {asamblea} era un testimonio constante contra la apostasía de Roma, y esta circunstancia era lo que despertaba el odio y la persecución más implacables. Era además una ofensa que Roma no podía tolerar el que se negasen a entregar las Sagradas Escrituras. Determinó raerlos de la superficie de la tierra. Entonces empezaron las más terribles cruzadas contra el pueblo de YAHWEH en sus hogares de las montañas. Lanzáronse inquisidores sobre sus huellas, y entonces la escena del inocente Abel cayendo ante el asesino Caín repitióse con frecuencia.

      Una y otra vez fueron desolados sus feraces campos, destruídas sus habitaciones y sus capillas, de modo que de lo que había sido campos florecientes y hogares de cristianos sencillos y hacendosos no quedaba más que un desierto. Como la fiera que se enfurece más y más al probar la sangre, así se enardecía la saña de los

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