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amigo, yo le voy a dar los seiscientos pesos.

      Los brazos de Erdosain se encogieron. Luego, sin moverse, lo miró largamente al Rufián. Este insistió, recalcando las palabras.

      –Siéntese con confianza, amigo. Yo le voy a dar los seiscientos pesos. Para eso estamos los hombres.

      Erdosain no supo qué decir. La misma tristeza que estalló en él cuando el hombre de la cabeza de jabalí le dijo en el escritorio que podía irse, la misma tristeza le enervaba ahora. ¡Entonces, la vida no era tan mala!

      –Hagamos esto –dijo el Astrólogo–. Yo le doy los trescientos pesos y usted otros trescientos.

      –No –dijo Haffner–. Usted necesita esa plata. Yo, no. Para eso tengo tres mujeres. –Y dirigiéndose a Erdosain, continuó–: ¿Ha visto, amigo, cómo se arreglan las cosas? ¿Está satisfecho?

      Hablaba con socarrona calmosidad, con cierta cachaza de hombre de campo que siempre sabe que la experiencia que tiene de la naturaleza le permitirá encontrar una salida en la situación más complicada. Y Erdosain recién ahora percibió el candente perfume de las rosas y el gotear de la canilla en el barril que por la ventana entreabierta se escuchaba. Afuera ondulaban los caminos, iluminados por el sol, y el peso de los pájaros doblaba las ramas de los granados, consteladas de asteriscos escarlatas.

      Nuevamente en los ojos del Rufián brilló la chispa de luz maliciosa. Con una ceja más levantada que la otra aguardaba la explosión de júbilo de Erdosain, mas como ésta no llegó, dijo:

      –¿Hace mucho que usted vive de esa manera?...

      –Sí, mucho.

      –¿Se acuerda usted que yo le dije una vez que de esa forma, aunque usted no me confiaba nada, no se puede vivir? –objetó el Astrólogo.

      –Sí, pero no quería hablar del asunto. No sé... esas cosas que uno no puede explicarse por qué las calla a las personas con quienes más confianza tiene.

      –¿Cuándo va usted a reponer ese dinero?

      –Mañana.

      –Bueno, entonces le voy a hacer un cheque ahora. Lo tendrá que cobrar mañana.

      Haffner se dirigió al escritorio. Sacó del bolsillo la libreta de cheques y escribió firmemente la suma, firmando después.

      Erdosain pasó por ese viaje sin movimiento de un minuto con la inconsciencia del que se encuentra frente a la perspectiva de un sueño, y que luego más tarde se recuerda, para afirmar que en determinadas circunstancias la vida está empapada de un fatalismo inteligente.

      –Sírvase, amigo.

      Erdosain recogió el cheque, y sin leerlo lo dobló en cuatro pliegos, guardándolo en su bolsillo. Todo había ocurrido en un minuto. El suceso era más absurdo que una novela, a pesar de ser él un hombre de carne y hueso. Y no sabía qué decir. Un minuto antes debía seiscientos pesos con siete centavos. Ya no los debía, y el prodigio lo había obrado un solo gesto del Rufián. Este acontecimiento era un imposible de acuerdo con la lógica que rige los procedimientos corrientes, y sin embargo nada había ocurrido. Quería decir algo. Nuevamente examinó la catadura del hombre apoltronado en el sillón de terciopelo raído. Ahora el revólver estaba de relieve bajo la tela gris del saco, y Haffner, displicente, apoyaba la azulada mejilla en sus tres dedos de uñas centelleantes. Deseaba darle las gracias al Rufián, pero no sabía con qué palabras hacerlo. Este comprendió, y, dirigiéndose al Astrólogo, que se había sentado en un taburete junto al escritorio, dijo:

      –¿De manera que una de las bases de su sociedad será la obediencia?...

      –Y el industrialismo. Hace falta oro para atrapar la conciencia de los hombres. Así como hubo el misticismo religioso y el caballeresco, hay que crear misticismo industrial. Hacerle ver a un hombre que es tan bello ser jefe de un alto horno como hermoso antes descubrir un continente. Mi político, mi alumno político en la sociedad será un hombre que pretenderá conquistar la felicidad mediante la industria. Este revolucionario sabrá hablar tan bien de un sistema de estampado de tejidos como de la desmagnetización de un acero. Por eso lo estimé a Erdosain en cuanto lo conocí. Tenía mi misma preocupación. Usted recuerda cuántas veces hablamos de la coincidencia de nuestras miras. Crear un hombre soberbio, hermoso, inexorable, que domina las multitudes y les muestra un porvenir basado en la ciencia. ¿Cómo es posible de otro modo una revolución social? El jefe de hoy ha de ser un hombre que lo sepa todo. Nosotros crearemos ese príncipe de sapiencia. La sociedad se encargará de confeccionar su leyenda y extenderla. Un Ford o un Edison tienen mil probabilidades más de provocar una revolución que un político. ¿Usted cree que las futuras dictaduras serán militares? No, señor. El militar no vale nada junto al industrial. Puede ser instrumento de él, nada más. Eso es todo. Los futuros dictadores serán reyes del petróleo, del acero, del trigo. Nosotros, con nuestra sociedad, prepararemos ese ambiente. Familiarizaremos a la gente con nuestras teorías. Por eso hace falta un estudio detenido de propaganda. Aprovechar los estudiantes y las estudiantas. Embellecer la ciencia, acercarla de tal modo a los hombres que de pronto...

      –Yo me voy –dijo Erdosain.

      Se iba a despedir de Haffner, cuando éste dijo:

      –Entonces, un momento, oiga.

      Salieron el Astrólogo y el macró un instante, luego regresaron, y al despedirse en la puerta de la quinta Erdosain volvió la cabeza para mirar al hombre gigantesco, que con el brazo encogido les hacía los gestos de un saludo.

      Y cuando ya doblaron en la esquina de la quinta, Erdosain dijo:

      –¿Sabe que no tengo cómo agradecerle este enorme favor que me ha hecho? ¿Por qué me regaló usted este dinero?

      El otro, que caminaba moviendo ligeramente los hombros, se volvió displicente y dijo:

      –No sé. Me encontró en buen momento. Si eso uno tuviera que hacerlo todos los días... pero así... Además que, imagínese, en una semana lo recupero...

      La pregunta se le escapó a Erdosain.

      –¿Y cómo es que teniendo usted una fortuna sigue en la “vida”?

      Haffner se volvió, agresivo, luego:

      –Vea, amigo, la “vida” no es para todos los hombres. ¿Sabe? ¿Por qué yo voy a dejar tres mujeres que rinden dos mil pesos mensuales sin ningún trabajo? ¿Las dejaría usted? No. ¿Entonces?

      –¿Y usted no las quiere? ¿Ninguna de ellas lo atrae especialmente?

      Recién después de lanzada esta pregunta Erdosain comprendió que acababa de decir una tontería. El macró lo miró un segundo, y repuso:

      –Escúcheme bien. Si mañana me viniera a ver un médico y me dijera: la Vasca se muere dentro de una semana la saque o no del prostíbulo, yo a la Vasca, que me ha dado treinta mil pesos en cuatro años, la dejo que trabaje los seis días y que reviente el séptimo.

      La voz del macró había enronquecido. Había un no sé qué de amargura rabiosa en sus palabras, esa amargura que más tarde Erdosain reconocería en la voz de todos esos poltrones taciturnos y canallas aburridos.

      –¿Lástima? –continuó el otro–. Amigo, a la mujer de la vida no hay que tenerle lástima. No hay mujer más perra, más dura, más amarga que la mujer de la vida. No se asombre, yo las conozco. Sólo a palos se las puede manejar. Usted cree como el noventa por ciento que el cafishio es el explotador y la prostituta la víctima. Pero dígame: ¿para qué precisa una mujer todo el dinero que ella gana? Lo que no han dicho los novelistas es que la mujer de la vida que no tiene hombre anda desesperada buscando uno que la engañe, que le rompa el alma de cuando en cuando y que le saque toda la plata que gana, porque es así de bestia. Se ha dicho que la mujer es igual al hombre. Mentiras. La mujer es inferior al hombre. Fíjese en las tribus salvajes. Ella es la que cocina, trabaja, hace todo, mientras que el macho va de caza o a guerrear. Lo mismo pasa en la vida moderna. El hombre,

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