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con posterioridad a la ruina de los reinos de Israel y Judá por los asirios, probablemente al regreso de la cautividad en Babilonia (587-538 a. C.).4 El primero (Génesis I, 1-II, 4a) es de redacción cronológicamente posterior al segundo. Utiliza la palabra Elohim para referirse a Dios y ha sido redactado por escribas pertenecientes a la clase sacerdotal, de ahí que reciba el nombre de relato elohísta o sacerdotal. Tras la creación del cosmos, la vegetación y los animales, Dios acomete la del hombre:

      26 Y dijo Dios: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra». 27 Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó (Gen 1:26-27).5

      Tres notas de este pasaje caracterizan a Dios: 1) un Dios único; 2) un Dios creador; 3) un Dios señor de la naturaleza.

      Otras tres caracterizan al hombre: 1) directamente creado por Dios; 2) creado a imagen de Dios; 3) comprehensivo de dos sexos, masculino y femenino.

      Tras una experiencia política y existencial desgraciada (pérdida de la patria, prisión del rey, muerte de su descendencia, destrucción del templo e incendio de la ciudad), los hijos de Israel se interrogan sobre el significado de las contradicciones: la victoria de las divinidades y la prosperidad de los idólatras. Frente a la humillación del pueblo y la tentación del culto pagano, el texto puede leerse como una respuesta plausible por cuanto integra la historia presente de Israel en una visión más amplia de la historia: el poder creador de Dios. Sin duda, el texto hebreo se inspira en los relatos mesopotámicos de creación, como el Enûma Elish, escrito para justificar la supremacía de Marduk, dios de Babilonia, sobre los demás dioses del panteón babilónico; todo sea por preservar la creencia identitaria de la religión judía de la contaminación de las religiones vecinas en un momento crítico de su desarrollo.6 Frente al politeísmo circundante, el judaísmo propone la existencia de un único Dios, trascendente al mundo, que crea a su criatura y establece con ella estrechos lazos de amistad.

      El segundo relato (Génesis II, 4b II, 25) es conocido como yavista debido al nombre aplicado a Dios: Yahveh Elohim ‘Señor Dios’. Da mayor relieve a la formación del hombre, que precede aquí a la del resto de las criaturas. Dios modela el cuerpo del hombre del polvo del suelo o de la tierra (Image hā-’ă-d-ā-māh, ‘tierra’, de ahí Adán), de modo semejante a como lo haría un artesano con una figurilla de arcilla:

      4 El día en que hizo Yahveh Dios la tierra y los cielos, 5 no había aún en la tierra arbusto alguno del campo, y ninguna hierba del campo había germinado todavía, pues Yahveh Dios no había hecho llover sobre la tierra, ni había hombre que labrara el suelo. […] 7 Entonces Yahveh Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente.

      Dios crea de manera directa y trascendente (sin partición ni emanación) a ese hombre, que pasa a ser viviente (Image la-ne-p-esˇ); es decir, un ser animado por el soplo vital divino. Creación de la materia, pero sobre todo del espíritu, hecho de la nada (significado de la expresión «insufló […] aliento de vida»), tanto para el hombre como para la mujer (si bien este relato yavista presenta el cuerpo de la mujer como procedente de una costilla —del flanco— del hombre). Esta insuflación, de importancia capital, encuentra correspondencias poéticas en otros relatos.7 En todos ellos se diviniza, por metonimia, el hálito: surgido de Dios, posee una virtud capaz de animar formalmente la hechura divina; esto es, transmitir al ser humano una semejanza con su creador. La proposición mitológica es evidente.

      LA CAÍDA DEL SER HUMANO

      Procedamos ahora con otro relato judío: la caída del hombre. Cuentan los textos mesopotámicos, y con ellos el Génesis, que el ser humano tenía la felicidad y la inmortalidad al alcance de la mano, pero perdió ambas:

      Plantó Yahveh Dios un jardín en Edén, al oriente, donde colocó al hombre que había formado. Yahveh Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles deleitosos a la vista y buenos para comer, y en medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. […] Y Dios impuso al hombre este mandamiento: «De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio» (Gen 2:8-17).

      Sigue la creación de la mujer,8 la encomienda de poner nombre a todos los animales (poseerlos y cuidarlos) y la mutua atracción de Adán y Eva, desnudos pero no avergonzados. Al poco, sobreviene la tentación:

      La serpiente era el más astuto de todos los animales del campo que Yahveh Dios había hecho. Y dijo a la mujer: «¿Cómo es que Dios os ha dicho: No comáis de ninguno de los árboles del jardín?». Respondió la mujer a la serpiente: «Podemos comer del fruto de los árboles del jardín. Más del fruto del árbol que está en medio del jardín, ha dicho Dios: No comáis de él, ni lo toquéis, so pena de muerte». Replicó la serpiente a la mujer: «De ninguna manera moriréis. Es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal». Y como viese la mujer que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría, tomó de su fruto y comió, y dio también a su marido, que igualmente comió. Entonces se les abrieron a entrambos los ojos, y se dieron cuenta de que estaban desnudos; y cosiendo hojas de higuera se hicieron unos ceñidores (Gen 3:1-7).

      A esta consecuencia inmediata, se añaden las maldiciones divinas:

      Entonces Yahveh Dios dijo a la serpiente: «Por haber hecho esto, maldita seas entre todas las bestias y entre todos los animales del campo». […] A la mujer le dijo: «Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor parirás los hijos». […] Al hombre le dijo: «[…] Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás» (Gen 3:14-19).

      A diferencia de otro tipo de relatos (histórico, científico, gnómico, etc.), el Génesis articula el fenómeno en un tiempo y un espacio dispares de los de la historia y la geografía definidas de modo crítico. Así, cuando la Biblia cuenta el exilio de Adán y Eva, en ningún momento precisa el tiempo de la expulsión. ¿Cuándo comen ambos del fruto prohibido? La precisión «día sexto» (Gen 1:31) es retórica; este cómputo remite a un momento impreciso, al menos para la mente humana: en el principio, en la creación de los cielos y la tierra. Simple y llanamente, no hay parangón entre el tiempo del relato y el tiempo de la caída. Otro tanto cabe decir de la localización: solo sabemos que Dios colocó al hombre en «un jardín en Edén, al oriente» (Gen 2:8); ausencia absoluta de coordenadas. Esta ausencia de restricción de tiempo y espacio se extiende a la especie: afecta a toda la humanidad globalmente considerada.

      Tampoco nos ubican más las coordenadas relativas al pecado de Caín: tras el asesinato de Abel, «se estableció en el país de Nod, al oriente del Edén» (Gen 4:16), lugar altamente simbólico, pues Nod (Nâd) significa ‘errante’. Steinbeck replica esta simbología en Al este del Edén (1952): Salinas Walley y las primeras décadas del siglo xx designan, en última instancia, la facultad humana de elegir el bien sobre el mal, como resume la palabra hebrea timshel, que concluye la novela.9

      La razón de esta ausencia de referentes mínimos, según nuestra historia y geografía críticas, radica en la dimensión mítica del relato. Aquí, más que en otro lugar, se observa la diferencia con la dimensión estrictamente religiosa. Según la tradición judeocristiana, el hombre histórico está arraigado en su prehistoria teológica, y esta prehistoria se da como revelada; es decir, imposible de inducción ni deducción, tanto a partir del genio analítico como del genio poético.10 Sin embargo —y en este punto convergen de nuevo religión, literatura y mito—, existe una singular concordancia entre la revelación y la experiencia individual en orden al fundamento constitutivo

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