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total, con la pequeña diferencia de que uno es el segundo en nacer, es el hermano del otro. Como cuando a un niño lo definen al presentarlo como «el hermano de otro», Jacob ya sabe que su identidad dependerá siempre de la de su hermano, el primero en ver la luz. Es por esto por lo que ya antes de salir del útero se agarra al primogénito por el talón y no lo quiere dejar salir para adelantarse a él: pertenece al ser del Otro tenerlo como doble de uno mismo.

      Ya desde el primer capítulo del Génesis, Adán9 y Eva nos son presentados realmente como dos adanes o dos seres iguales: el uno sale del otro. Dios los crea uno detrás de otro, y los crea vis a vis, cara a cara, uno frente al otro, uno como reflejo de la imagen del otro, y ambos entonces reflejo de la imagen del que los ha creado. Hasta las palabras hebreas unidas forman la palabra YHWH.

      En propia etimología de Jacob se encuentra velado este secreto con un juego de fonemas, como aqev ‘talón, calcañar’, que deriva del verbo aqav ‘talonear, suplantar’, y Ya-aqov ‘suplantador, zancadilleador, prevaricador, mentiroso’: «¿Quizá porque se llama Jacob me ha suplantado dos veces?», dice Esaú en Génesis 27:36. Algo que para nosotros puede no significar nada, para un semita tiene mucha importancia, porque el nombre representa una sustancia, una realidad esencial unida a ese nombre de forma inextricable como a la propia naturaleza de la persona que lo sustenta. Además, este calificativo perdura en la traducción profética que lleva a Jeremías a expresar la corrupción moral de Israel con la expresión «kal-ach.aqov ya.qov», que podría traducirse con una perífrasis verbal como «es esencial a la naturaleza del hermano engañar, jacobear» y que perdurará como imagen de lo negativo en Isaías 43:27. Como signo de lo importante que fue para la autopercepción de Israel, se puede ver Sal 41:10, 49:6; Os 12, 3-4, y Jn 1:47, donde hasta Jesús recurre a este significado refiriéndose a Natanael: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño»; frase en la que israelita nos recuerda enfáticamente el nuevo nombre que recibirá Jacob después de la lucha que sostiene con ese ser misterioso en el vado de Yaboc.

      EL CHIVO EXPIATORIO COMO CLAVE HERMENÉUTICA DE LAS RELACIONES FRATERNALES

      El principio de esta teoría reside en la constatación de la triangularidad del deseo humano. Nuestro deseo no es espontáneo, ni directo, ni guiado por el objeto, sino de carácter triangular, sugerido por el modelo, con el cual no se puede dejar de entrar en conflicto. Después se descubre que, si el deseo siempre nos aboca al conflicto, a la rivalidad con aquellos que nos enseñan qué desear, la manera como conseguimos la paz o la reconciliación con nuestros deseos enfrentados es la expulsión, la búsqueda de una unanimidad colectiva contra una víctima. Podemos ver asesinatos fundacionales del orden social en todas las mitologías del planeta y observar el proceso con pelos y señales, porque todas dejan rastros de sangre inconfundibles. Un grupo humano entra en conflicto y hay una amenaza de caos total.

      Misteriosamente, ocurre un movimiento espontáneo que une a todos contra alguna persona fácil de convertir en víctima, que no puede tomar venganza. A aquella persona se la sacrifica, e inmediata y milagrosamente se restaura la paz, por el momento. El grupo no puede darse cuenta de que es su propia violencia unánime la que le ha traído la paz, porque esto sería reconocer intuitivamente la inocencia de la víctima y que la forma de elegirla ha sido absolutamente arbitraria, además de reconocer que son todos unos asesinos. De modo que se atribuye la paz mágica a la víctima, a la que previamente se culpó del caos y de todos los problemas que su presencia causaba. Una vez expulsada, se le otorga el mérito de haber traído la paz.

      La conclusión que saca esa comunidad es que esa víctima tiene algo de divina y se la sacraliza en su ambigüedad: primero, genera el desorden, transgrede todos los tabúes y normas culturales, y luego los restaura con su muerte. Esta es la explicación de la ambivalencia de lo sagrado que traía a mal traer a los antropólogos culturales de todos los tiempos.

      Hay que dar tres pasos para establecer la paz: en primer lugar, prohibir todos los comportamientos que llevaron al conflicto grupal (prohibición de todas las conductas imitativas que puedan llevar al enfrentamiento); después, repetir la expulsión original que trajo la reconciliación momentánea mediante un rito —imitación controlada de la violencia histórica original—, que termina con el sacrificio de alguna víctima, en un principio humana, luego animal, luego con cualquier representación festiva o deportiva, y, por último, el relato mediante mitos y leyendas que cuentan la historia de cómo el pueblo fue visitado por los dioses, fundados como grupo, contado desde la perspectiva de los perseguidores.

      Todo este sistema de producir y sostener los significados de las cosas mediante ritos y mitos por todo el planeta depende de un solo elemento indispensable: la ceguera de parte de los participantes con respecto a lo que verdaderamente están haciendo al matar a la víctima; es decir, creer en la culpa de la víctima. Este elemento sostiene toda la cultura humana. Si no fuera así, no habría forma de resolver el conflicto humano y las sociedades se destruirían.

      ¿Cómo desvelar la mentira en la que se basa toda cultura humana? Solamente alguien con una perspectiva diferente, que venga al grupo y le señale su ceguera, puede hacerlo. En nuestra historia humana solo una visión contracorriente se empeña en mantener, genuinamente, la inocencia de la víctima: la Revelación judeocristiana.

      Comparemos la historia de Rómulo y Remo (fundación de Roma) con la de Caín y Abel (fundación bíblica de la humanidad). Aquellos dos hermanos gemelos luchan por quién será el fundador de Roma en una competición que determine quién será el primero en ver una señal del cielo. Vio Remo unos pájaros, y Rómulo muchos más; continuó la pelea y uno murió a manos a del otro. A Remo se le atribuyó la culpa de impiedad hacia los dioses, y por eso Rómulo quedó justificado.

      En el Génesis, vemos que también existe ese tipo de hermanos y que la historia se repite. La cultura surge del asesinato. Pero luego, aun teniendo la misma estructura, hay una diferencia trascendental en la interpretación. Dios le dice a Caín: «¿Dónde está tu hermano? Su sangre me clama desde el suelo» (Gn 4:9-10). Es decir, el asesinato no es más que un sórdido crimen, injustificable, y Dios se pone del lado de la víctima, y no ayuda a mitificar el autoengaño de Caín.

      La Biblia no se diferencia de otros relatos mitológicos más que en lo esencial: el proceso de descubrimiento de la víctima y la subversión de la historia, que hasta ahora siempre había sido contada por los perseguidores. Esta es la esencia de la Revelación.

      Es verdad que el judaísmo nunca termina de desvelar la inocencia de la víctima —aunque haya grandes y maravillosas anticipaciones— y comulga, por momentos, con un Dios guerrero; es decir, sometido a la percepción ciega de la violencia como solución del conflicto humano.

      El Nuevo Testamento presenta exactamente el mismo esquema: tiempo de crisis, intento de salvar la situación por la expulsión unánime de la víctima y linchamiento legitimado de la víctima, pero todo ello narrado desde la óptica inversa. Se dice explícitamente que la víctima es inocente, que fue la envidia mimética la que desencadenó el mecanismo, que se cumplió la profecía de que sería odiada sin causa y que sería contada entre los transgresores sin razón. Pero, a diferencia de otras víctimas, su linchamiento no consigue producir los antiguos efectos, como esperaban sus verdugos, con su magnífico lema: «Conviene que un solo hombre muera por todos y no que toda la nación perezca» (Jn 11:50). Es más, ni siquiera la víctima fue sacralizada por los perseguidores, como sucede universalmente. En este caso la víctima defiende su inocencia y, sin ambigüedades, predice el mecanismo social por el que sería llevada al matadero, desvelando la mentira primordial en la que creen todas las comunidades homicidas de que sus chivos expiatorios son culpables y que, por tanto, merecen la muerte.

      Las historias de Isaac, Jacob, José, Job o la del Siervo de YHWH (Is 53) son anticipaciones fidelísimas de este corolario evangélico.

      En todas ellas descubrimos cómo la Biblia descorre el velo de ignorancia que oculta la violencia que funda todos los órdenes sociales humanos y cómo ese proceso tiene que ver con la conversión de las víctimas potenciales en personas. Las sociedades primitivas no les dan rostro a las víctimas que sacrifican para poder perpetuarlas en los ritos, que se repiten periódicamente con distintas figuras buscando

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