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de los agentes y oficiales de la DIC recibían doble salario, enviaban sus informes al despacho del ministro del Interior y favorecían la fusión del aparato policiaco en uno solo. Pero lo que en realidad se jugaba era algo mucho más importante y suculento, como sabríamos después.

      Blanco conocía cada detalle de aquella “guerrita” que, en la práctica, se expresaba en una evidente “línea de descoordinación” –por ejemplo, en cuanto a los decomisos de cocaína, cada organismo inventaba sus propias estadísticas– y en una presión constante de Jiménez sobre uno de sus antiguos “aliados”, “El Pelón” Echeverría, para atraérselo a su bando.

      Blanco conocía cada jugada en aquel ajedrez imaginario que solo el tiempo resolvería: a Jiménez le quedaban menos de dos años en Interior y, de acuerdo al Pacto de Gobernabilidad, después del Procónsul la presidencia la ejercería el partido contrario. Y aunque fuera el mismo partido nadie confiaba en el ministro del Interior, mucho menos dentro de su propia agrupación política.

      Jiménez solo era fiel a sí mismo, ni siquiera al Procónsul. Todo, absolutamente todo lo sabía y resabía y réquete conocía Ricardo Blanco, como amigo de los dos y como el periodista mejor informado de Costa Rica, por eso esa pregunta, que podría sonar, a oídos extraños, como casual –"¿pero, cuál es el problema?, dijo entre atento y divertido, entre inocente y hastiado de las inocuas grescas en el diminuto laberinto de poder de los costarrisibles"– encerraba una petición distinta.

      Blanco, mientras conversaba, siguió revisando Time con aburrimiento y solo le concedió una discreta burbuja de adrenalina más a Jiménez para interrogarlo sobre lo que de verdad estaba ocurriendo. Lo que real y verdaderamente estaba ocurriendo, porque Jiménez no sería capaz de hacerlo perder el tiempo sin una razón más fundamental. Jiménez solo llamaba para transmitir un mensaje, del Procónsul, o de él mismo, que debía ser retransmitido por RTN o para que Babyface cumpliera su parte en la extensa cadena de alianzas y emboscadas en que consistía el poder costarrisible. ¿Qué pasaba, en realidad?

      El Procónsul quería cortar algunas cabezas. Estaba seguro de que lo de Alajuelita era una trampa contra él. Y, según él, era “gato encerrado”. Alguien estaba echándole el muerto de la plata de los gringos para “la contra” y la UNO y la campaña de Doña Viole, su íntima amiga. Y no podía ser ella, por supuesto. Encima, a pesar de la presión de la Asamblea Legislativa y de su propio partido, lo estaban empujando a que fundiera en uno solo los cuerpos de policía del Estado, so pretexto del clima de tensión y de inseguridad que reinaba en el país como consecuencia de la matanza. ¿Qué le cobraban y quiénes, a él, a él, que estaba libre de polvo y paja? ¿No había hecho lo que los gringos, los malditos gringos, querían? ¿Ahora por qué venir con enredos? ¿Para qué habían enviado a ese periodista sandinista a meterse en lo que no le importa? ¿Quién está atrás de esto? “Necesito que me lo resolvás, Siete Puñales. ¿Quién está detrás de toda esta mierda?” Esa era toda la verdad para el ministro del Interior y para Ricardo Blanco.

      Blanco abandonó la sala de redacción dando un enorme portazo y dejó todo en manos de Sánchez y se fue a “arreglar”, a prepararse para entrar definitivamente en la historia.

      Esa mañana, los periódicos, a pesar de la neurosis informativa que había provocado el magnicidio, le habían dedicado una diminuta notita en la sección de Sociales, que Ricardito achacaba a los “celos profesionales”, la cual, sin embargo, fue compensada generosamente con la página completa que pagó la Casa Presidencial celebrando el premio nacional de periodismo.

      Esa misma semana, RTN había programado un par de fiestas y de mesas redondas con el mismo motivo, pero Blanco las canceló debido a Alajuelita:

      —Maes, el vacilón después. Ahora hay que bretear –había gritado en la mañana del primer día en una pose que le quedaba ajustada pero que era típica: la emoción sincopada con la acción. La emoción total del momento presente. El reino del presente.

      Para eso era periodista. Para mandar y para pensar. Todo al mismo tiempo. Para cuando se retirara, a los 50 o 55 años, y si todavía no había muerto, podría ser presidente de la República, igual que el Procónsul, con el que tenía las mejores relaciones del mundo y a quien no solo despreciaba por alcohólico sino por politiquero. El, a diferencia del Procónsul, que se había pasado la vida entera dedicado a la política, aceptaría el puesto por “aclamación”, como quien acepta un trofeo:

      —Porque es más bien un honor para estos hijueputas que me ofrezcan la Presidencia. No jodás. Un honor –le había dicho alguna vez a Milena después de discutir una hora a gritos con su suegro.

      Manolo Sobrado, el padre de Milena, le había propuesto que empezara “desde abajo” en el partido de signo contrario al del Procónsul porque ahí tendría espacio de sobra.

      —Roco de mierda, como él ha hecho fila toda la vida –contestó con espuma en la boca. De todas maneras la única diferencia entre los dos partidos era el color de la bandera:

      —Al mejor postor. Me voy a entregar, como una puta, al que me ofrezca mejores y más claras condiciones, por supuesto, para hacer un gobierno –decía, en broma y en serio.

      Y por lo tanto, esa noche, en el Club Unión, se había congregado la clase política costarrisible de los dos partidos que ostentaban el poder desde 50 años atrás. Todos fueron desfilando a sellar con un abrazo la inspiración de aquella noche llena de buenos y felices augurios y el último fue Don Ricardo. Tenía más de 90 años y había gobernado el país, democráticamente, en cuatro ocasiones desde 1930, a los 30 años.

      Hasta los 60 o 70 había sido un hombre completamente lúcido –para ser un político–, pero en las últimas dos décadas el Alzheimer le había robado el cerebro.

      Empujado por su nieta mayor, de 52 años, en una silla de ruedas, Don Ricardo ingresó en el salón principal del Unión y avanzó despaciosamente en un silencio sepulcral. Prosiguió hasta donde se encontraba el tumulto y contempló entusiasmado el desfile de oscuras aves de la política nacional que revoloteaban por la capilla interior del Unión: cuervos, águilas, lechuzas, infinidad de zopilotes, loras, muchísimas loras bulliciosas, gritonas, sobresaltadas, algunas cacatúas, uno o dos pavorreales, numerosas palomas, que levantaron con el pico la silla de ruedas del venerable patriarca y elevaron en andas la figura oscura y disminuida.

      Don Ricardo, de un lado portaba una imagen de la Virgen de los Ángeles y del otro una imagen estatuaria del Soldado Juan, el soldado desconocido de la campaña nacional contra los gringos, en 1856. La una, estática en su resplandor de oro repujado, al estilo de las vírgenes coloniales; el otro, inmóvil en el bronce cual Sísifo mestizo y tropical, que reproducía hasta el fin de la eternidad su acción, según la leyenda, de quemar una y un millón de veces la paja seca de un inmenso mesón de guerra en Rivas de Nicaragua, donde se guarecían las tropas invasoras. Con ese “gesto”, como decían las cartillas de historia oficial, el soldado Juan había incendiado a un tiempo el mesón, la historia y la mitología.

      Don Ricardo, durante sus múltiples administraciones, se había encargado de celebrar con enorme pompa y mayor circunstancia los 300 años del “reinado de la Patrona de Costa Rica” y la centenaria “epopeya nacional de liberación contra el yanqui imperialista y opresor”, como dice uno de los 10 himnos escritos a aquellas batallas olvidadas.

      Las silenciosas ruedas se abrieron campo entre el gentío y se enfrentaron a la figura pequeña y grandilocuente de Babyface:

      —Don Ricardo, bueno... Es demasiado honor para mí que Ud. viniera. No debió venir –dijo volviendo a ver a La Macha, la nieta mayor.

      Don Ricardo, momificado, distante, vestido impecablemente de negro, con una corbata negra pasada de moda, y unos anteojos oscuros, sin poder caminar ni reír, no hizo ningún gesto, pero empezó a despedir un sollozo, más que llanto, monótono y acompasado, casi un arrullo.

      La Macha, la nieta mayor, entonces se acuclilló a su lado, hizo el amago de colocar su oído junto a la boca de su abuelo, y dijo ceremoniosamente:

      —Dice que está muy emocionado por vos, que sos un gran periodista.

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