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un dicho entre los neoyorquinos según el cual en su ciudad hay dos estaciones: invierno y construcción. Es cierto que en otras muchas ciudades se afirma lo mismo, pero en el caso de Nueva York resulta más verosímil. A título de ejemplo los neoyorquinos presentaron más de 446.000 quejas relacionadas con el ruido en 2017. Las protestas apuntaban a lugares con obras ruidosas, bocinas de automóviles y camiones, e incluso fiestas subidas de decibelios o simplemente música a gran volumen. Para los neoyorquinos despertarse cada día con los sonidos de los martillos neumáticos o las bocinas forma parte de la rutina diaria. A ello se suma la contaminación que padece la ciudad y que convierte en irrespirables algunas calles y avenidas. El Departamento de Protección Ambiental de la ciudad intenta atender las consultas y denuncias sobre las violaciones de ruido y de humos, pero su trabajo no debe resultar fácil en una ciudad superpoblada como esta.

      Hace doscientos años las cosas, piensa uno, debían de ser muy diferentes en esta gran urbe. Sin embargo, las calles y grandes avenidas tampoco eran un remanso de paz ni el aire que se respiraba era tan puro como creemos. La revolución industrial con sus máquinas de vapor cambió radicalmente el horizonte urbano de muchas grandes ciudades. Los cielos del sur de Manhattan se poblaron de un denso y oscuro humo que escapaba de las chimeneas de las industrias, el ferrocarril no mejoraba las cosas con el chirrido de las locomotoras, las empresas textiles, las destilerías y otras factorías contribuían al creciente caos y a la contaminación acústica y ambiental que nunca abandonarían las calles de Manhattan.

      Y en esas estaba Mary Elizabeth Walton en 1881. Devanándose los sesos para ver el modo de paliar el impacto del humo emitido por las chimeneas industriales. Finalmente, se le encendió una bombilla que cambiaría para siempre las cosas: un ingenioso método de desvío de las emisiones a tanques de agua donde se reducirían drásticamente sus agentes contaminantes. Luego estas aguas serían arrojadas al alcantarillado para ser conducidas a lugares distantes y más apropiados.

      Que una mujer de cincuenta y dos años en plena era victoriana diera con una solución de ingeniería en un campo netamente masculino no debió de gustar a muchos, pero su idea fue muy bien acogida. Estaba claro que suponía una importante mejora medioambiental. Su invento fue patentado el 18 de noviembre de 1879, con el número 221.880.

      Aún quedaba pendiente otra cuestión: La contaminación acústica. Y fue esta creativa mujer la que daría también con la solución.

      A mediados de siglo xix la era del ferrocarril, o Railway Age, vivía su apogeo. La tracción mecánica estaba revolucionando la forma de viajar, de moverse, de ir al trabajo. La máquina de vapor expandía su sonido de progreso por donde pasaba. Vagones y locomotoras desplazándose sobre los raíles cambiaban el paisaje. Y cuanto mayor era la velocidad, mayor el ruido. En 1890 el Empire-State-Express rebasaba por primera vez en la historia los cien kilómetros por hora al cubrir la distancia entre Nueva York y Búfalo.

      Los vagones de pasajeros se fueron dotando de iluminación eléctrica y los trenes elevados pasaron a ser el medio habitual para el transporte. Pero el ruido de los frenos y de las máquinas de vapor resultaba insufribles. Fueron fuente de jaquecas y hasta de crisis nerviosas entre muchos ciudadanos. A finales de siglo estos trenes se habían apropiado de Manhattan. A su paso era necesario gritar para comunicarse, el mobiliario urbano temblaba y durante la noche resultaba imposible conciliar el sueño. Fue una de aquellas insomnes noches que a Mary Elizabeth Walton, vecina de la Sixth Avenue Elevated —el segundo ferrocarril elevado en Manhattan que corría al sur de Central Park a lo largo de la 6.ª Avenida—, se le encendió otra bombilla. ¿Era posible amortiguar el sonido que producían las ruedas al pasar por las vías? Y así fue como, echando horas en el sótano de su casa con una maqueta, esta aficionada a la ingeniería dio con la solución: una mezcla de alquitrán, algodón y arena en las vías para absorber no solo las vibraciones sino también el atronador sonido.

      Mary patentó este segundo invento el 8 de febrero de 1881 con el número 327.422. Más tarde vendió los derechos al Ferrocarril Metropolitano de Nueva York por la jugosa suma diez mil dólares. El sistema pronto fue adoptado por otras compañías ferroviarias.

      Mary Walton fue considerada una heroína en aquel entonces. Para nosotros es una pionera de la ecología. Como dijo el Woman's Journal veinte años después: «Los maquinistas e inventores más notables del siglo habían puesto atención al tema sin poder aportar una solución, cuando, he aquí, el cerebro de una mujer hizo el trabajo…».

      Manhattan fue más limpio y silencioso gracias a ella.

      LILLIAN WALD

      (1867-1940)

      Sentando los pilares de la salud pública

      Henry Street es una de esas típicas calles del sur de Manhattan que tanto hemos pateado en nuestros viajes a Nueva York. Su nombre recuerda al héroe de la guerra de la Independencia y filántropo Henry Rutgers. Su apellido bautiza una de las calles transversales: Rutgers Street.

      Henry Street se halla en el corazón del Lower East Side, que comprendía los actuales East Village, Little Italy, NoLita, Alphabet City, Bowery, Two Bridges y Chinatown. La zona también es conocida por haber sido epicentro de la cultura judía a finales de siglo xix con la llegada de inmigrantes procedentes de la Europa del Este que acabaron superando a la población alemana e irlandesa. Más tarde, los años de la Prohibición y el crimen organizado que tanto prosperó en el Bajo Manhattan transformarían la zona. La mafia, los clubs sociales, los tiroteos y los matones de barrio con gabardina y sombrero harían famoso el Lower East Side.

      La estampa que hoy ofrece Henry Street es la típica de la zona. Antiguas viviendas de colores y de poca altura con escaleras de incendio en las fachadas, algún que otro restaurante asiático, pequeñas iglesias de confesiones desconocidas, supermercados étnicos, árboles en las aceras, una asociación budista anunciada en una fachada, delis repartidos aquí y allá, modestas agencias de servicios legales o financieros, negocios de manicura… En medio de todo ello, vecinos con gorras visera, estudiantes universitarios con mochila, algún repartidor en bicicleta, comerciantes chinos, alguien sacando de paseo al perro…

      Para dar servicio a la riqueza multicultural del distrito, en 2004 la Henry Street School for International Studies abrió sus puertas en el número 220. Asimismo, la escuela Inferior Henry Street School (para estudiantes infantiles) recibe en sus aulas a alumnos procedentes del Bronx, Manhattan, Brooklyn y Queens. La escuela cuenta con el apoyo de la Sociedad de Asia y la Fundación Bill y Melinda Gates. Como decíamos, una típica calle neoyorquina con todos los ingredientes de esta cosmopolita ciudad.

      Pero el barrio no fue siempre tan apacible, tan prometedor ni tan limpio como lo vemos hoy. Las pésimas condiciones de vida de los inmigrantes hacinados en viviendas miserables llevaron a una mujer a ponerse manos a la obra y fundar, en esta calle, un centro para ayudar a los necesitados. La institución, que aún sigue en pie y desarrolla todo tipo de programas sociales, fue toda una leyenda y es motivo de orgullo no solo de los vecinos que se benefician de él, sino de la ciudad de Nueva York.

      Corría el año 1889 y Lillian Wald, con veintidós años recién cumplidos, aterrizaba en Manhattan para asistir a la Escuela de Enfermería del Hospital de Nueva York. Descendiente de una familia de profesionales judíos de origen alemán y criada en una vida de privilegios en su Cincinnati natal, no le pasó desapercibido el inframundo que poblaba el Lower Manhattan. La zona se había convertido en una especie de torre de babel. Italianos, irlandeses, alemanes, judíos y más tarde los chinos, habían ido tejiendo un mapa multicultural y racial manteniendo intactos sus vínculos con sus puntos de origen. Lenguas y modos de vida dispares, costumbres alimenticias, usos y costumbres, religiones y hasta sistemas policiales diferentes regían el Lower Manhattan dividido en auténticos guetos tan dispares como peligrosos. A ello se sumaba la pobreza que había ido minando la zona. Las enfermedades y el hacinamiento en tenements o habitáculos interiores compartidos por varias familias eran habituales. Los niños descalzos y desnutridos, las calles transformadas en barrizales, la explotación en las fábricas y los malos olores caracterizaban aquellas deprimidas barriadas.

      Tras graduarse en 1891, Lillian Wald completó su formación en el Colegio de Medicina de la Mujer. Durante un tiempo compaginó sus estudios trabajando

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