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patético remedo del viejo Pitt, era un adicto consumado al opio, con el cual lucraba opíparamente en su tierra natal y cuyo comercio, de maneras que desconozco, había sabido traer consigo a La Habana, merced a sus espléndidos contactos en la Flota de Indias y a sus fieles proveedores en el norte de África. Agradecido por mis buenos oficios al introducirlo en lo más selecto de las ramerías locales, pronto me hizo su principal franquiciado y su socio de confianza. En cuestión de tiempo, portaba en mis viajes militares furtivas entregas a discreción que vendía a precio de oro a mi creciente red de clientes en todo el norte del Caribe hispano.

      Pero en su gratitud, el achacoso tunante hizo aún algo más: convencerme de venderle mi alma al dulce fruto de la amapola. En resumidas cuentas, me volví adicto al opio. Totalmente a los pies de la droga divina, aprendí a fumarlo en la cantidad justa. Diluirlo en agua, calentarlo y filtrarlo varias veces, se volvió parte de mi ritual diario, yo que no practicaba liturgias desde el descenso de mi novicio a las tinieblas. Me abastecí de una hermosa pipa metálica, venida del otro lado del mundo en el fondo ventrudo del galeón de Manila y poco a poco la blasfema pócima fue adueñándose de mi alma.

      Inopinadamente, mi carrera se degradó conforme mi devoción al nuevo rito pascual crecía. Al final los gobernadores locales terminaron alejándome de las cubiertas de los barcos, para delegarme los trabajos sucios y el mantenimiento del chusmaje y la morralla en su lugar. Pero poco me importó. Habiendo tenido a la mano un excelente maestro como Francisco de Sandoval, pronto el comercio furtivo de opio fue parte generosa de mi ingreso económico. Hice propios a los consignatarios de mi decadente compinche, abasteciéndome de semillas de adormidera persas y de pastillas turcas con los bereberes del norte de África, las cuales venían en el fondo discreto de navíos de aviso, bajo el santo y seña de entregas especiales a discreción.

      Cuando mi socio murió, no encontré lágrimas para llorarlo, pues ya el grueso de sus proveedores eran míos, así como la totalidad de sus clientes. Pero sus deudas para conmigo eran otra cosa y no llegué a tiempo a su covacha antes de que sus acreedores depredaran con todo lo que tuviera de valor. Para mi profundo disgusto, solo logré hacerme de un miserable atado de libros y pergaminos ajados y resecos, que quizás trajese consigo cuando lo expulsaron del norte de África. En lo personal, había cortado totalmente con los libros desde que mandase por el desagüe las ominosas lecciones con el novicio, pero el desdén no me impidió revisarlos. Eran viejos libracos, de cinco siglos o más de antigüedad, la mayoría escrita en griego y uno que otro en la grafía de los infieles. Para un anticuario o un devoto de las bibliotecas hubieran tenido un valor inapreciable. Pero en mi caso eran completamente inútiles y mi naciente solvencia económica me salvaba del esfuerzo de mercarlos, por lo demás denuedo inútil en una comarca completamente ignara e impermeable al menor atisbo de erudición.

      Una tranquila y calurosa noche de lluvia, después de un suculento diálogo con mi pipa de Manila, me puse a revisar cada uno de los miembros del infecundo cargamento para irlos arrojando a la chimenea. Eran libros resecos y pergaminos que se desmoronaban tras siglos de no ser desenrollados, los más en griego, quizás biblias de cismáticos; los pocos, en letra sarracena, probablemente falsos pero no por eso menos sagrados. No perdí mucho tiempo con estos y apenas me digné a ojearlos antes de saciarle el apetito a la fogata. Pero hubo uno de ellos que me detuvo en seco. Inusualmente ilustrado, parecía ser un antiguo manual militar bizantino, anterior al uso de la pólvora, con profusas descripciones visuales sobre poliorcética, armamento y fortificaciones. Quizás rondase en manos de iletrados traficantes de ínfima monta desde hacía siglos, discreto sobreviviente de las cenizas de Constantinopla tras la toma de los turcos. Si bien en griego, sus ilustraciones eran elocuentes. Hubo una de ellas que supo despertar mi curiosidad. Era un hombre en la cima de una muralla completamente asediada. Tenía a su espalda lo que parecía ser un extraño cilindro, del cual partía un ducto que desembocaba en sus manos. De la boca del tubo emanaba un chorro color naranja, que envolvía completamente a los soldados enemigos en la cima de una torre de asalto hecha de madera y la cual era empujada hacia la muralla. Envueltos en el líquido, los atacantes caían como abejas en llamas desde la torre, al igual que las avispas de los inoportunos panales que se creaban en los entresijos de la casona de mi abuelo al ser quemados por la servidumbre.

      Páginas después venía una ilustración similar de dicho cilindro, pero esta vez de mayor envergadura y colocado sobre una base de metal, a cuatro patas. Sobre el cilindro y en una armazón parecida pero más pequeña, se encontraba otro cilindro de menor tamaño, conectado al mayor en la parte posterior por un ducto de metal. La boca del cilindro grande se proyectaba hacia lo que parecía ser la compuerta abierta de un barco y deduje que su finalidad era repeler o realizar ataques a gran escala, con el mismo mecanismo de defensa descrito en el dibujo anterior. Las ilustraciones de navíos incendiados, con gente lanzándose enloquecida desde los mismos y con un océano en llamas cercándolos, eran elocuentes. Aquel extraño manuscrito avivó mis aficiones marciales con un furor que no conocía desde mi adolescencia y que el opio había apagado brutalmente. Intuía en aquellos símbolos desconocidos un perdido secreto que inopinadamente había llegado a mis manos. ¿Pero cómo averiguar qué decían? ¿Cómo traducirlos? No me imaginaba preguntando a mis mediocres y mezquinos superiores, ni elevando mi consulta a alguna de las agobiadas academias militares de Madrid o Ceuta. Además, intuí extasiado, dijese lo que dijese ese viejo libraco, sería algo única y exclusivamente para mi egoísta deleite.

      En un perdido villorrio de Cabaiguán vivía uno de mis más fieles clientes, un anciano y culto monje eremita minado por un mal que le destrozaba dolorosamente de a poco las entrañas. Solo en mis mortales diluciones de opio encontraba el alivio pasajero al suplicio que lo atormentaba y su adicción era acaso excusable por la necesidad de hacer llevadera la enfermedad hasta que el sepulcro tuviese la gentileza de confortarlo. Siendo yo uno de sus acreedores, el trato justo estaba a la vista. Le garanticé mi suministro de por vida en forma gratuita y fingiendo que deseaba alivianar mis pecados bajo el sacramento de rigor, le mostré en secreto de confesión el manuscrito. Escribí a dos carrillos la traducción que el desfalleciente viejo me dictaba. Era la doble forma de cerrar sus labios, por lo demás ya casi sellados por su pronta muerte y la obsesión en conjurar su tormento.

      Volví a mi covacha de alquimista principiante con el preciado escrito en mis temblorosas manos, al fin develado. Era la descripción para realizar la mezcla que permitía al fuego alimentarse del agua y tornarse inmune a todo intento de esta por extinguirle. El secreto más celosamente guardado por el Imperio Bizantino durante largos siglos, antes del uso de la pólvora, había llegado a mis manos a través de una dilatada cadena de intermediarios ignorantes, avarientos y mezquinos. Era dueño del enigma del fuego griego, la abyecta criatura ideada por el genio militar del bizantino Kallinicos mil años atrás. Todos los intentos de revivirlo una vez caído el viejo imperio, habían sido infructuosos. Los instructivos se habían calcinado junto con las murallas, las bibliotecas y los gremios de Bizancio, encargados de producirlo para las fuerzas imperiales. El fuego del Infierno, recluido en sombrías bóvedas por designio celeste, había sabido mandarme una sutil señal para indicarme cómo romper los siete sellos y desatarlo de nuevo. Era yo el elegido.

      Pero tenía que ser pragmático. El reino de la pólvora en los campos de batalla llevaba más de tres siglos; la nueva y despiadada diosa cobraba entusiasta su tributo de cuerpos destrozados, ayes lastimeros y miembros desgarrados. Era una impráctica señal del Averno que llegaba sumamente a destiempo. Pero la loca idea de saberme poseedor de un secreto antiguamente perdido, me hizo poner manos a la obra. Todo fuese por llegar a convertirme en un remedo de dios. Contaba con el instrumental adecuado para la nueva empresa, así que era cuestión de averiguar los ingredientes y ponerme a probar las mezclas. Pero pronto me daría cuenta de que no iba a ser tan fácil. Intencionalmente, aún los más exhaustivos manuales de los bizantinos no abundaban en detalles y el mío no era la excepción; el anónimo autor dejaba en sus indicaciones un amplio margen a la especulación. Salvo una lista de ingredientes y vagas generalidades sobre sus aplicaciones, no decía nada preciso sobre la dosificación y el proceso para crear la indomable sustancia. Me puse a ensayar durante largas y exasperantes semanas, acumulando fracaso tras fracaso. Pero algo de sabiduría pude ir reuniendo en cada derrota que sufría ante mis astrosos alambiques.

      El engendro solo podía ser extinguido con arena, sal, polvo de piedra caliza o –cómico

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