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el arcoíris y cuando Sibú y el usekara quieren castigar a sus semillas por lo malo que hacen o porque no se casan con los clanes que son, la invocan. Y Sibú se une al usekara y toma la forma de la serpiente, porque la serpiente se encarga de castigar el pecao y de castigar a los culpables cuando hacen algo malo. Por eso los awás le dicen también dulù al arcoíris y a la luna llena. Porque es en luna llena cuando dulù puede ser invocada y transformada con más fuerza. Pero ellos solo pueden repetir el nombre, porque solo el usekara la invoca pa’ convertise en ella. Y la serpiente solo le hace caso al usekara, porque el usekara es Sibú. Pero los buenos, los que obedecen, no temen a dulù, porque dulù los protege. Y dulù cuida a Surayom y cuando Sibú se convierte en ella, anida en Surayom y la defiende de todo el bukurú y de todos los que no vienen de las semillas y quieren entrar en Ella.

      —Vaya, vaya, vaya… ¡Me comienza a gustar eso del usekara y de Sibú! Y el usekara, digo yo, ¿puede transformarse en otros animales?

      —¡Claro! Jaguar, cuando va a la guerra, serpiente cuando va a castigar a los malos y a los que no respetan los clanes y las leyes contra bukurú. Danta o saíno cuando guía a los cazadores en la montaña. Pero también puede hacer que otros se conviertan en animales, animales corrientes o animales horribles y hagan las cosas por él. ¡Y los que se convierten y hacen cosas terribles, después cuando vuelven a ser personas, no se acuerdan de nada! Mis viejos también me contaron de un usekara que usó enemigos capturados y los hechizó y los devolvió a su gente, dizque los perdonó y los liberó. Y volvieron y su gente los recibió y se hizo una gran fiesta y una gran borrachera con chicha de pejibaye, que duró hasta la madrugada. Y todos estaban dormidos y entrepiernaos con los clanes que no debían, durmiendo la borrachera, pa’ más enojo de Sibú porque cometían kurù. Y en eso se fueron las nubes en el cielo y brilló dulù, que era la señal conjurada por el usekara. Y los presos liberaos se convirtieron en unas criaturas espantosas, en aúks –los diablos de las montañas–, unos monstruos horribles, parte jaguar, parte serpiente y parte saíno, y devoraron a todos los de su tribu y agarraron a las mujeres y las arrojaron a los pozos de agua y a los niños los estrellaron contra las rocas y luego se destrozaron entre ellos a punta de mordiscos y dentelladas. Y así nuestro usekara nos libró de un pueblo enemigo sin sacrificar a uno solo de nuestros yerias. Y sus glorias y sus alabanzas las cantó el isogro por muchas generaciones.

      Linda carta de presentación para venderme la idea de ser un usekara... Y yo creía haber conocido la brutalidad en el campo de batalla. Lejos estaba de imaginar en las palabras de estos buenos morenos, el augurio de los horrores por venir. Pero todo parecía divertidamente ilusorio en aquel momento. Y aún tenía muchas dudas por aclarar.

      —¿Y por qué me dicen usekara?

      —Por las marcas, usekara... por las marcas…

      —¿Marcas? ¿Cuáles marcas?

      —¡Sus marcas, las que lleva en su cara y en su cuerpo! –respondió Juan Manuel. Y con sus dedos, conjuró extasiado en el aire de la penumbra los mismos signos que atenazaban mi piel, mientras afuera los perros que pululan por las callejas de Cartago aullaban lastimeramente, como si dulù les contemplara amenazante, mostrándoles los colmillos desde lo alto del cielo nocturno; como si olieran en el aire las atrocidades que la serpiente enjarciada en la luna estaba por verter sobre la pobre ciudad... Siguió el cholo con sus dedos el contorno de mis cicatrices, con el mismo arrebato con el que, probablemente, contemplase en alguna lejana ranchería de su infancia al awá de su tribu, caligrafiando los mismos sortilegios en el aire: –¡Sus marcas son las del usekara, las mismas que según mi abuelo, los usekaras se hacían en su penitencia, pa’ invocar a Sibú! Antonio me lo dijo, usted era fuerte y poderoso y lo protegía. Y vino desde el otro lao del mundo, solo pa’ cuidarnos. Eso no es error, es voluntá de Sibú. ¡Por algo Él lo quiere aquí, por algo lo trajo! ¡Algo va a pasar aquí! Y sus marcas son las que solo el usekara se puede hacer a sí mismo… ¡Sus marcas nos van a proteger!

      —¿Y podré transformarme en jaguar; mejor aún en serpiente? ¿Y podré darle órdenes a la lluvia y al viento? ¿Y podré hacer que los otros se conviertan en los animales que yo quiera y que me obedezcan? –pregunté irrespetuoso y emocionado a la vez.

      —Sí, usekara, sí…–respondió circunspecto Juan Manuel.

      —¡Excelente, je, je! ¿Y cuándo empiezo en mi nuevo puesto?

      —Cuando Sibú mande, usekara. Cuando Sibú mande…

      Sibú, el gran creador que no puede crear nada y tiene que pedirle permiso a su esposita para que le haga el favor… ¡Valiente dios de pacotilla! Pero me gustaba la idea del usekara que se hacía uno con Él. Quizás pudiera yo hacer una versión mejorada, ¡je, je! Además, su sangriento gusto por la serpiente lo hacía enormemente simpático a mis ojos. La serpiente que castigaba a los irredentos... Por lo demás, nada que ver Sibú con la austeridad del Dios de mi gente. Inclusive tenía sus visos de picardía, sus atajos de oportunismo. Y a diferencia de los míos, sus criaturas no estaban indefensas en manos de Él. Podían, salvando las distancias, planear sutiles venganzas y tramposos ardides camuflados para el desquite. Reí con la ingenua historia del cholo Juan Manuel sobre como un río tenía una cuenta pendiente con Sibú porque lo había secado en verano y cuando le pidió Sibú que bajara su caudal para cruzarlo, el río lo invitó gentil para luego arrastrarlo montaña abajo su buen tramo. Como inmortal que era, el magno dios no murió. Pero el buen río se aseguró de golpearlo contra todas las rocas posibles en su lecho, antes de depositarlo atontado en un inofensivo remanso. Después de todo, el contrato de creación no decía nada sobre no causarle magullones al patrón.

      También tenía sus matices contradictorios, que no dejaba de pasar por alto. Si Sibú lo había iniciado todo, ¿entonces de dónde nació la virgen que lo concibió? ¿Y a cuenta de qué otro dios? ¿Y de dónde salieron los curanderos que lo querían matar porque percibían al competidor desleal en ciernes? Pero no podía ser severo con ellos. Fracturas tenía también el dogma enseñado por mi novicio. Y todos en mi lado de la acequia fingían no verlas. Empecé a tomarle el gusto a las conversaciones de los amables cholos de Antonio. Agradecía el que me dieran esa especie de ojo de cerradura por la cual espiaba su mundo, sus lenguas, su forma de valorar el peso de ese fardo que llamamos vida. Me encantaba cómo encontraban en su jerga las palabras adecuadas para designar el más diminuto pliegue de las hojas, el más inasible tipo de brisa, la más difuminada variedad de gotas de lluvia. La progresión del día en sus horas y las faenas que lo llenaban colmaba de palabras su idioma, pero apenas tenían términos para el futuro más lejano y hermético o para el pasado anónimo y sin sustancia.

      Difícilmente, recordaban cuándo habían arribado mis ancestros a estas parcelas. El tiempo era circular: tarde o temprano se volvía a pasar por el mismo prado cuyo césped ya se había hollado. De rotar las manijas se encargaban Sibú y su cohorte de espíritus. No valía la pena pues, desvelarse por el horizonte lejano. En cambio, garantizar que el mundo girase aquí y ahora, era de importancia fundamental. Todo había empezado en Surayom en el alba del primer amanecer y todo terminaría en Surayom, apenas el dedo del tiempo cruzara el dintel de la última medianoche. Y el fuego sagrado de Sibú, así como el espíritu de Dios que aleteaba sobre las aguas, se encargaría de volver el libro a la primera hoja, a la primera línea de tinta. No era entonces potestad nuestra el cambiarlo.

      Salvo los judíos de Jamaica, que financiaron a precio de oro los últimos tramos de mi carrera, jamás conocí pueblo alguno más obsesionado con la impureza y la suciedad que los recios talamanqueños. Buena parte de sus rituales y sus agobios mentales iban dirigidos a conjurar esos temidos enemigos. Y en ello, definitivamente, se jugaban la existencia. Otra cosa en común era su obsesión con los números. Para los míos, dijeran lo que dijeran, el tres lo era todo: tres las personas que integraban la Divinidad, tres las apariciones de Cristo, tres las veces que Cristo es nombrado buen pastor en las Escrituras. Para los paganos de Talamanca, en cambio, su obsesión era el número cuatro: cuatro almas tenía la persona, que a su vez tenían cuatro destinos distintos pasado el bautizo de la muerte; cuatro eran los mundos existentes y cuatro los compartimientos de cada uno; cuatro los días de ayuno para los brujos, cuatro las fiestas de iniciación, cuatro las semillas de cacao que debían verterse en las tumbas de los usekaras, cuatro los gallos

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