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donde se le achacará una italianidad “típica” en su estructura, cosa que no tiene, o se pasará por alto su idioma, castellano, en virtud de hacer una comparación con los progresos de nuestra música institucional de mediados de siglo XX. De hecho, es interesante que la ópera mejor recibida mancomunadamente por la crítica y la vanguardia musical chilena de su momento, y que es recordada con interés musical más allá de lo anecdótico de ser una ópera nacional, sea Sayeda, la única obra escénica nacional de las citadas que fue compuesta “desde fuera”, a manos de un músico en nada ligado al teatro musical y, al parecer, tampoco con un interés duradero en ello y que específicamente fuera considerada como un gran aporte orquestal y poco diestra escénicamente; es decir, no solo poco italiana, sino que (para su suerte) poco operática.

      Sin repetir ni equivocarse

      Entre 1898 y 1950 tenemos diez títulos líricos de compositores chilenos de los que se conserva la partitura. ¿Por qué, luego de tanto argumento dicho en párrafos anteriores, afanar el día analizándolos, leyéndolos y, finalmente, eligiendo trozos musicales para antologarlos? Pues porque me parece que esa escasez no es sinónimo de pobreza: el plantearse componer una ópera, la interacción de la literatura dramática y de la estética musical, encontrar la correspondencia a situaciones visuales por medio de un devenir musical, caracterizar, resolver frente a la prosodia y frente a un género mismo que es artificioso, todo ello requiere voluntad y energía, criterios previos sopesados y, dado el costo monetario de la producción, cierta clarividencia en el resultado de algo que solo se prueba a sí mismo una vez rodado en las tablas. Es una movilización. Conjuntamente, y de una manera similar a lo ocurrido en Europa desde el siglo XVII, es el género operístico (ya que su naturaleza misma de hacerse oír se hace posible al alero de esferas de poder político, económico y también cultural; en suma, bajo el alero de quienes escriben la historia) el que desata y enfrenta opiniones, uniendo a melómanos y eruditos, separando aguas entre lo que algunos creen serio y otros no, generando sabrosos artículos de prensa. Muchos estrenos y composiciones de diversos géneros musicales suscitarán esta suerte de vida socio-musical, pero generalmente ocurrirán durante o después del estreno, mientras que no es raro encontrar ejemplos de óperas (casos emblemáticos entre las óperas nacionales de este libro) que los comienzan a generar ya desde antes, siguen durante y —si ambas se han producido— ciertamente después. La ópera, sobre todo aquella del siglo XIX y de inicios del XX, es un género que se sustenta en la amplificación: aquello que no le es suficiente con ser dicho y debe cantarse con la apropiada proyección, que no le basta el gesto natural sino que cada movimiento corporal debe delimitarse y magnificarse para la correcta visual de los asientos más lejanos, con una actuación frontal al público. Es decir, forzará a revelar la idiosincrasia de quien la crea y de quien la opina, de quien la aplaude y quien la analiza, de quien la considera o la descanoniza, de poner en análisis mismo a nuestro país, poco dado a la extraversión y socialmente vigilante, que al inicio ve con buenos ojos la creación de una ópera nacional e invierte dinero y tiempo en sus creadores pero, una vez vista y experienciada, la deja pasar envuelto en pudor y amonestación77.

      Finalmente, y lo creo aún más interesante, como si no pudiésemos saltarnos pasos y etapas en la evolución de las especies líricas, cada uno de los títulos de este período que me ha tocado revisar va rindiendo homenaje a diversas corrientes estilísticas en la producción operística: la Grand Opéra (Lautaro), el drama italo-wagneriano (Caupolicán), el verismo (Velleda), la ópera romántica alemana (Ghismonda), el exotismo impresionista (Sayeda), el melodrama romántico puro (María), el melodrama burgués de salón (Mauricio), el realismo nacionalista (El Corvo), la ópera-oratorio (Bernardo O’Higgins), la féerie, “Märchenoper”, o cuento de hadas (Érase un Rey), sin importar si en lo formal y estético coincide o no cronológicamente con lo compuesto en las urbes musicales del hemisferio norte, gastando la fórmula utilizada en su propia gestación, sin repetición, réplica ni enmienda, pagando en aquella ópera específica décadas de ensayo-error de un estilo en particular. En una entrevista en el diario El Mercurio de Santiago, con motivo de un concierto con números musicales de óperas nacionales, se le preguntó a la soprano Patricia Vásquez si vislumbraba un nexo estilístico entre los títulos que iba a cantar, un “sello peculiarmente chileno”78. Ella respondió que no, que no veía ni creía que hubiese un hilo conductor. Y es que, digo ahora, afanados en ver el bosque, no nos hemos dado cuenta de que durante medio siglo produjimos solo un pequeño jardín, pero con un árbol de cada especie. Desolador, pero maravilloso.

Raoul Hügel y Ghismonda y Velleda

      El ya notable compositor i pianista don Ravul Hügel contribuyó con tres de sus últimas composiciones, que son, a decir verdad de lo mejor que se ha compuesto en los últimos tiempos. […] domina la escuela clásica al par que la moderna. Ravul Hügel puede esperar mucho de su estro, puede conseguir brillantes triunfos artísticos; pero no sueñe jamás con éxitos pecuniarios en la difícil como ingrata tarea del arte79.

      Una de las figuras más interesantes de nuestro listado de operistas nacionales es el compositor y pianista Raoul Hügel, nacido el 14 de junio de 1879 en Pau, Francia80, residente en Chile desde su infancia, hijo de Amelia Larqué de Hügel, francesa, y de Arturo Hügel Sommer, un chelista alemán de destacada presencia musical en el desarrollo y asentamiento de la música de cámara en Chile81. Es con él que Raoul realizará sus primeros estudios82, continuándolos en el Conservatorio Nacional con Alberto Schröder en piano y Federico Stöber en composición. Sin embargo será su padre la figura determinante, no solo en lo docente, sino como imagen tutelar a la que se sentirá obligado a rendir cuentas sobre su vida.

      Interesante, puesto que a través de una breve pero intensa carrera en nuestro país como intérprete y compositor, organizó y participó en muchas temporadas de conciertos, dando paso luego a la docencia del piano en el Conservatorio Nacional. Interesante ya que, antes de Acario Cotapos, es el compositor que con más asiduidad (y de manera más precoz) arremetió con el repertorio lírico, explorando, dentro de una personalidad composicional consecuente, diversos estilos de música escénica en boga. También fue responsable, al parecer, de todos sus libretos. Interesante al constatar que su labor compositiva se silencia de manera casi radical, en plena juventud y que ese silencio es aceptado y secundado por la historiografía oficial casi de inmediato sin que hasta ahora, para ambos temas, haya poco más que suposiciones al respecto83. Interesante, finalmente, porque nos dejará escrito un diario de vida de artista, redactado en alemán durante su estadía berlinesa y que dará bastantes luces sobre su manera de vivir y componer84. Es el compositor lírico chileno del que la información existente puede cubrir particulares facetas de su vida.

      De los músicos tratados en este libro solo Hügel nació fuera de Chile. Ya lo expuse en el prólogo: consideraré su producción como nacional no solo por su temprana llegada a Chile, su formación académica en nuestro Conservatorio, o porque permanecerá toda su vida en Chile, dedicándose a la docencia, sino también porque en las publicaciones de diarios de época se le hace ver como un talento nacional, así como “nacional” es el adjetivo con el que califican a su Velleda, tal como también calificaron al Caupolicán el mismo año de 1902.

      Dicho lo cual, prosigo.

      La vida musical pública de Raoul Hügel comienza durante sus estudios en el Conservatorio como un adolescente prodigio del piano y del violín (instrumento que abandonará paulatinamente y con el que formó parte de la orquesta del Teatro Municipal de Santiago durante alguna temporada, específicamente aquella que vio el estreno de La Florista de Lugano de Ortiz de Zárate), también como compositor. En un artículo aparecido en El Heraldo de Valparaíso el 16 de junio de 1899, sin ocultar la admiración y el orgullo, se hace una brevísima semblanza biográfica de él: fecha de nacimiento en 1880 (errada en un año; Pereira Salas señala correctamente 1879), primer recital como pianista solista en 1894, primeras composiciones en audición pública en 1895 y su Primer Premio compartido junto a Stoebel y Ceradelli en el Concurso de Composición de la “Sociedad Protectora de la Infancia” en diciembre de 1895 con su “Valsette y aire de ballet”85.

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