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que el pueblo tenía hambre.

      Los artistas del Rojas de Londaibere, los salvajes, eran en su mayoría pintores sin formación en arte contemporáneo: desconocían el complejo de escuelas, programas de artistas y residencias internacionales y descreían instintivamente del maridaje entre experiencia estética y realidad política, al que aquel complejo institucional podía ser ocasionalmente afecto51. Tenían más bien una idea ingenua del arte como continuación por otros medios de una vida feliz, descontracturada, noctámbula y ocasionalmente viciosa, pero siempre placentera. Algo parecido a la intoxicada iluminación de Kurt Cobain, “cuando estoy en el sol me siento bien”, era el arte para ellos. Tortas, en el lenguaje de María Antonieta; gotas, en el lenguaje de Déborah Pruden. Gotas que disfrutan al deambular por un país desconocido, en el que no subyace ningún conflicto social a la vaga ordenación cromática de las mezquitas y los bazares que acarician la retina y la sumergen en sus matices. Eran artistas habituados a una vida sin burocracia, exceso de trabajo ni encargos despampanantes, que situaban su esfera de acción entre amigos, lejos de la realidad y sus dramas, preferentemente en un bar. Pero esta idea del arte estaba comenzando a quedar en duda, por un lado, a medida que más espacios y reuniones de trabajo como las de Trama se abocaban a formar pioneros para lanzarlos a la aventura profesional del arte contemporáneo y, por otro, a medida que la realidad social argentina iba recrudeciendo y encerrando a estos artistas salvajes en los contornos de la siempre cuestionable evasión, moteándolos con la suavidad tardía y la impermeabilidad al ambiente propias de una realeza decadente, solo preocupada de sus divinos placeres. En el número 1 de ramona también hay una conversación entre Pablo Suárez y Sergio De Loof que elípticamente ilustra cómo esta cultura artística no profesional y tan adorable iba perdiendo asidero y coherencia con la época. El título, por si quedan dudas sobre la moral del arte argentino en la época de la crisis, es “Inmersos en la bosta”. Y allí Pablo Suárez, un artista que transitó la escena del Instituto Di Tella de la década de 1960 y que llegó a participar del ambiente del Rojas treinta años después, donde promovió a artistas jóvenes como Marcelo Pombo y Miguel Harte, dice:

      Una de las cosas que me fascinan [de nuestro arte] es esa cosa casi autista donde vos […] no gastás ni guita en hacerla o muy poca y realmente te manejás dentro de tus límites pero [en cambio] para hacer una obra de teatro se necesita mucha plata, mucho equipo técnico, cosas que directamente son un drama, a mí me parece maravilloso eso de que un tipo pueda escribir con una resma de papel, con una lapicera y ya está, o un tipo que quiere pintar agarra cualquier papelucho y lo pinta. Me angustia la gente que hace cine, que empiezan a buscar créditos, pagarle a todo el mundo, un drama, yo no podría hacer una cosa así ni en pedo52.

      Lo que dice Suárez, que el arte no necesita producción a diferencia del cine y el teatro, se ha dicho mucho: es un cliché. Pero este cliché ya estaba en duda en el momento y lugar de la charla. Mientras Suárez encomiaba el “papelucho” como espacio de realización del artista, capaz de liberarlo de toda traba y de toda negociación con la industria del arte, la agenda del desarrollo institucional y profesional del arte avanzaba a ritmo franco y la crisis de 2001 iba a tener injerencia sobre la articulación de sus contenidos, como veremos en el capítulo siguiente. Se produce entonces un quiasmo en la escena joven porteña: la querella de los pioneros y los salvajes. Una cultura artística desregulada y evasiva comienza a chocar con un nuevo tejido institucional que promueve el desarrollo profesional y el abordaje artístico de los problemas de la esfera pública, y que también comienza a valorar una nueva ética de trabajo en desmedro de las ilusiones con la bohemia, el divague como tarea principal y la fuga de la realidad como programa, todas cosas que la situación social y económica circundante de repente tiñó de mala reputación. Y tal vez sea el momento, ahora que hablamos de un grupo de artistas ignotos que se apiñó en Buenos Aires alrededor del año 2000 y de sus pequeñas rencillas, de hurgar un poco en la teoría del arte contemporáneo para entender por qué la radicación de su industria trajo consigo un cambio tan rotundo de idiosincrasia.

      De acuerdo con el arte contemporáneo en una de sus definiciones más aceptadas, es arte solo aquello, y todo aquello, que se presenta como arte. El grueso de su definición (la respuesta a la pregunta “qué es el arte”, o mejor dicho la pregunta misma) pasa del contenido intraestético de las obras al contexto social en el que se negocia el concepto de arte. Y al definirse así el arte, el contenido de su concepto se diluye en su aparato de acceso y queda reducido a su sistema de presentación, a su industria, que tautológicamente define qué es arte por correlación consigo misma. Pero la fibra medular de toda industria es el trabajo. John Locke tiene una metáfora en la que relaciona el valor de una mercancía con el trabajo, al referirse a una manzana silvestre recién cortada del árbol. Esa manzana tiene un valor adicional a la manzana que se presenta en el árbol, dice Locke, y es el trabajo que llevó encontrarla y extraerla. Los salvajes creían en el arte como manzana silvestre mientras que los pioneros creían en la manzana ya procesada y comercializada, en la mercancía que “se presenta” como manzana en el mercado. Por eso no debe sorprender que el interés ferviente por el arte contemporáneo como lenguaje (la instalación, el objeto encontrado, el proceso, la investigación y otros formatos que se promocionaban en las reuniones de trabajo como las de Trama) coincidiera con el interés también vehemente por el arte como desempeño profesional al interior de una nueva industria en la que la presentación que un artista hace de su trabajo es un aspecto decisivo (ya que el único negocio de la industria es que las cosas “se presenten” como arte). Y esa es la historia de los pioneros y de la agenda del desarrollo institucional: una historia de amor por la industria del arte y sus sistemas de presentación, que veremos en los capítulos 3, 5 y 6.

      Los pioneros además tenían dos ventajas tácticas hacia comienzos de los 2000 en Buenos Aires. Una es el desdén que el Rojas mostraba hacia la dinámica social de la época, como queda claro con el ejemplo de Pruden. La otra es la relativamente contundente historización que hacia el año 2000 tenía el arte de la década de 1990 y su principal espacio de acción, el Centro Cultural Rojas. La muestra de la colección Bruzzone, cuyo epicentro es el arte del Rojas, ocurrió en el mismo Centro Cultural Rojas en 1999. Esa colección “irregular pero siempre insólita”, al decir de Ana Martínez Quijano53, y entre cuyos archivos pasé muchas tardes alegres revisando documentación mientras escribía este libro gracias a la hospitalidad de Gustavo Bruzzone y a la paciencia de Roberto Macchi, el curador, a comienzos de la década del 2000 ofrecía un relato cerrado y contundente de la década previa. Pero los pioneros encontraron ahí un flanco de ataque: simplemente hicieron la lista de atributos del arte del Rojas y los rechazaron en bloque. Rechazaron su coqueteo con lo infantil, su magra estructura de producción, su falta de articulación proyectual, su nula exploración del terreno exterior al objeto, su recelo con las tendencias artísticas internacionales, etc., y comenzaron a impulsar la actualización internacional y el desarrollo profesional del arte argentino en sintonía con la urgencia de la crisis. Si es curioso que uno de los períodos más internacionalizados en la producción artística local (el período que abarca este libro) coincida con una época de nacionalismo económico (la de los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, entre 2003 y 2015, con una breve antesala a cargo de Eduardo Duhalde en 2002-2003), la razón hay que buscarla en esas muestras en la galería-pasillo, donde quedaba clara la ausencia de ambiciones profesionales del arte del Rojas y su simultánea falta de herramientas para responder a la crisis que estaba esperando apenas uno cruzaba la puerta de vidrio corredizo y se sumergía en uno de los momentos más tristes de la calle Corrientes, que hacia el año 2000 se veía miserable, repleta de negocios cerrados, con el chirrido de los carritos de los cartoneros como único sonido. Todo lo que estaba fuera del Rojas, desde los Young British Artists hasta los piqueteros de la Patagonia, de repente hizo fuerza para entrar y entró. Y el cruce entre los YBA y los piqueteros es algo inestable y peligroso que podemos definir como arte contemporáneo argentino. Además, el frenesí de los pioneros por absorber formatos de trabajo que ya existían en muchas ciudades del mundo, las ganas de leer productos editoriales como el Art Now, la salivación al mirar la página web de una residencia en Berlín o al fantasear con el equipamiento de una escuela de arte de Los Ángeles (su cantidad de serruchos, amoladoras y otras máquinas), todo eso tenía que ver con copiar un estilo internacional difuso y con potenciar el arte contemporáneo argentino. La agenda del desarrollo institucional es simultáneamente internacionalista

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