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los sofistas, 12), sin tener en cuenta el anclaje del logos a la necesidad de cada momento, a su combinación y ordenación de los recursos que deben ser adaptados de manera distinta para cada asunto y oportunidad (Contra los sofistas, 16-17). Frente a ese simulacro de filosofía, Isócrates «refuta el núcleo de la enseñanza, esto es, la existencia de verdades generales y únicas, frente a la verdadera existencia de opiniones contingentes y mutables, cuyo consenso y certidumbre daba origen a las decisiones adoptadas» (Ramírez Vidal, 2006, pág. 163).

      En el caso de la dialéctica, en tanto que técnica, también Isócrates es tajante al rebajarla a simple polémica sin utilidad política, por lo cual considera tan erísticos a los megáricos como al mismo Platón. La crítica se mantiene más o menos invariable en el transcurso cronológico de los discursos isocráticos:

      Porque ¿quién no odiaría y despreciaría, en primer lugar, a los que pasan el tiempo en discusiones y pretenden buscar la verdad, pero nada más comenzar su propósito intentan mentir? (Isócrates, Contra los sofistas, 1, págs. 8-11 [390 a. C.])

      … y se han hecho viejos, unos afirmando que no es posible mentir ni contradecir ni disputar en dos discursos sobre un mismo asunto, y otros explicando que el valor, la sabiduría y la justicia son una misma cosa, que no tenemos ninguna de ellas por naturaleza y que hay una sola ciencia que abarca todas; otros, por último, pasan su tiempo en discusiones que para nada sirven y que pueden ocasionar dificultades a sus oyentes (Isócrates, Elogio de Helena, 1, págs. 9-11 [380 a. C.])

      … los príncipes de la oratoria erística y los que se dedican a astronomía, geometría y otras ciencias semejantes no dañan, sino que ayudan a sus discípulos, pero menos de lo que prometen y más de lo que parece a otros [...] Quienes creen que este tipo de educación es inútil para la vida práctica, piensan con corrección (Isócrates, Antídosis, 261-263 [354-353 a. C.).

      Isócrates insiste en la utilidad de la verdadera filosofía y en el protagonismo que debe tener en la vida práctica, específicamente en el ámbito de lo público. Son estos valores los que edifican la Paideia isocrática, en contraposición a la educación socrática de la Academia y sobre todo a la dialéctica, que desde esta visión no corre el peligro de degenerar en erística, porque en sí misma ya lo es, en tanto que resulta inútil. Del mismo modo, no se establece ninguna diferencia entre sofistas y erísticos, excepto por la tendencia a presentar a estos últimos como contemporáneos y a aquellos como predecesores, en la línea de su propio maestro, Gorgias; a todos ellos se condena por igual en el corpus isocrático. Así, el esquema pregunta-respuesta no tiene ninguna incidencia en la educación isocrática y más bien entorpece la formación del ciudadano. Pero ¿en qué consiste esa utilidad de la filosofía? Así queda sintetizado en Antídosis:

      … como existe en nosotros la posibilidad de convencernos mutuamente y de aclararnos aquello sobre lo que tomamos decisiones, no solo nos libramos de la vida salvaje, sino que nos reunimos, habitamos ciudades, establecimos leyes, descubrimos las técnicas y de todo cuanto hemos inventado la palabra es la que ayudó a establecerlo. Ella determinó con leyes lo que es justo e injusto, lo bello y lo vergonzoso, y, de no haber sido separadas estas cualidades, no habríamos sido capaces de vivir en comunidad (Isócrates, Antídosis, págs. 254-255).

      En la filosofía isocrática tenemos un contundente himno al logos, a partir del reconocimiento de su facultad ergástica, herencia de la visión de Gorgias (Ramírez Vidal, 2006, págs. 170-172). Pero Isócrates hace avanzar esa facultad hacia la creación de los dispositivos civiles que permiten la vida en sociedad: principalmente, las leyes. En este orden, el discurso es persuasivo no porque permita decir cualquier cosa, sino precisamente por lo contrario: porque regula lo que se puede hacer y decir en una comunidad, para garantizar la coexistencia y configurar la polis. En todo caso, parece que Isócrates valora más la capacidad disuasiva del logos que su potencial persuasivo, y más allá, proscribe su tendencia a la manipulación. La jurisdicción sobre el mundo es la condición para superar la vida salvaje hacia la vida en comunidad; la práctica erística, entonces, limita el avance de ese proyecto político porque, en principio, atenta contra la unión de la polis introduciendo la discordia; y, además, reduce la filosofía a la disputa sobre cuestiones particulares, no comunitarias y, por tanto, intrascendentes.

      Según lo anterior, cabe destacar que el núcleo de los reparos de la escuela isocrática contra la Academia es el descuido de la preocupación por la vida corriente en comunidad. La formación de la ciudadanía virtuosa, desde los problemas más prácticos, es esencial para el ateniense y lo enfrenta al Platón preocupado por cuestiones metafísicas. Mientras que para Isócrates, filosofía (retórica filosófica o filosofía del discurso) y política deben ser indistinguibles en la educación del ciudadano, Platón concibe estas dos figuras de manera separada. A propósito de esta posible disputa, Villar (2015) propone que la construcción de la figura del sofista erístico en Platón tuvo el objetivo de eludir los reproches de Isócrates contra la dialéctica y desmarcarse así de los megáricos, específicamente frente a las tesis de la imposibilidad de mentir y la unidad de la virtud. Para no ser tachados de simples polemistas, Platón introduce las críticas de Isócrates al final del Eutidemo, a través de un juego ingenioso: sin mencionar su nombre propio, pero aludiéndolo claramente, hace asistir a Isócrates al diálogo entre Sócrates y los ancianos Dionisidoro y Eutidemo. Como espectador anónimo, el Isócrates platónico reprocha el interés de Sócrates por los erísticos:

      ¡Era tan absurdo su propósito de querer entregarse a personas que no dan ninguna importancia a lo que dicen y que se aferran a cualquier palabra! Y pensar que esos dos, como te decía antes, están entre los más influyentes de hoy en día. Pero lo cierto es [...] que tanto el asunto mismo, como los hombres que se dedican a él son unos nulos y ridículos (Platón, Eutidemo, 305a, págs. 4-9).

      Como el Isócrates real, el simulado por Platón no ve diferencia entre dialécticos y erísticos, a quienes juzga de charlatanes que se empeñan en discutir sobre trivialidades (Eutidemo, 304e, págs. 5-6). Ahora bien, después de impostar su voz, Platón va a ser implacable en la refutación: primero, lo descalifica como interlocutor válido, al poner en evidencia que el crítico anónimo «no se ha presentado jamás frente a un tribunal» (305c, págs. 1-2) y solo es «un autor de discursos con los que los oradores compiten» (305b, págs. 10-11), es decir, desconoce que sea maestro, político y mucho menos, filósofo:

      Piensan, pues, que si logran desacreditar a estos [a los filósofos dialécticos], haciéndoles fama de que nada valen, habrían conquistado inmediatamente y sin disputa, en opinión de todos, la palma de la victoria en lo que hace a su reputación como sabios [...] Se consideran, en efecto, sabios, y es muy natural que así sea, pues se tienen por personas moderadamente dedicadas a la filosofía, y moderadamente a la política, conforme a un modo de razonar bastante verosímil: juzgan que participan de ambas en la medida necesaria y que gozan de los frutos del saber manteniéndose al margen de peligros y conflictos (Platón, Eutidemo, 305d-e).

      De modo, pues, que si la filosofía es un bien e, igualmente, la acción política lo es, y cada una tiende a un fin diverso, estos hombres, encontrándose en el medio y participando de ambos, no están diciendo nada –pues son inferiores a ambos– (Platón, Eutidemo, 306b).

      Platón invierte el contraargumento isocrático sobre la inutilidad de la erística, al acusar al logógrafo de eludir la disputa vía la desacreditación de la dialéctica. En otras palabras, Platón imposta a Isócrates para «desacreditar al desacreditador» y así reprocharle su sabiduría simulada. En este punto, el Isócrates platónico no es más que un sofista, porque se muestra a sí mismo como sabio, sin serlo realmente. Hay que reparar aquí una mitigación de la crítica platónica a la erística, justificada para el filósofo que quiere alcanzar reputación como sabio («la palma de la victoria»); la elusión de la lucha verbal, en este sentido, parece más grave o menos digna que la lucha verbal misma, pues es presentada como una estratagema para simular la sabiduría. Pero el (contra)reproche definitivo reside en la acusación de ser «intermedio» (Platón, Eutidemo, 305c, pág. 7) entre el filósofo y el político, pues esa posición cómoda libraría a Isócrates de lidiar con los conflictos derivados del compromiso completo con alguno de los dos roles. La respuesta a este reproche no es menos interesante:

      ¿Por

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