Скачать книгу

una órbita cuyo eje es él.

      Mi amante y yo reposamos los cócteles de media tarde. Él lee, yo miro al padre y a la niña, imagino lo que pasaría si en una de esas vueltas frenéticas, la soltara.

      A mi amante le llamo mi amante, pero no es tal cosa: ni él ni yo tenemos compromisos; es decir, él tiene hijos, dos, pero casi no los ve porque viven en Berlín. En el día de hoy hicimos esto: nadar, comer, reposar. Después entramos a la choza que es nuestra habitación, y nos desnudamos. Mi amante me dijo que yo era una criatura hermosa y que el sol me sentaba muy bien. Era mentira, el sol me sentaba pésimo, pero él no lo sabía. Después de la siesta fuimos por más cócteles y llegamos acá, a este momento en que el sol se zambulle en el agua como un Redoxón. “¿Te gustan las vulvas lampiñas?”, le pregunto. Él se ríe, pero no contesta.

      Nunca me había ido sola a ninguna parte con ningún hombre. Este me llevaba once años y me duraría tres días.

      Tengo otro amante. Lo conozco en el bar de un hotel, estoy en un viaje de trabajo en un país donde hace frío. Tomo whisky, ya van dos veces que un mesero me pide la identificación. Creo que eso le gusta al que será mi amante. Me mira y se sonríe, alza la copa, hace cosas predecibles y sobre todo innecesarias. Esa noche terminamos en su habitación, pero no tenemos sexo porque no se le para. Dice que nunca le pasa, pero que está nervioso por su hija Jacqueline, que tiene dieciséis recién cumplidos, problemas de drogas y un novio punk. Dice que cuando Jacqueline está angustiada se arranca cachos de pelo. Después dice que lo punk es retro.

      Acá un rasgo lamentable de los hombres mayores: en general tienen hijos, en general hablan de ellos con un grado de intensidad que obliga a la atención y, a veces, a la intervención. Te preguntan: “¿A ti te parece que una chica de su edad debería comportarse así?”. Y esperan que contestes. Yo le pregunto a mi amante fallido si alguna vez se calentó con Jacqueline a los ocho, nueve años. Me mira fijo, inexpresivo y dice “Nunca Jamás”. Como el país de Peter Pan. Me pregunta si yo me calenté con mi padre a esa edad y le digo no sé, quizá. Él me toma de las manos y me dice, con expresión agravada, que es normal que las niñas se calienten con sus padres, pero que no es normal que los padres se calienten con las niñas. Ya sé eso.

      El siguiente hombre no quiso ser mi amante, no le gustaba ese título. A mí me encantaba, era un homenaje a la que entonces era mi escritora preferida. Le dije eso, pero no entendió. Este se llamaba H., me llevaba diecisiete años y, en vez de un amantazgo, me propuso lo siguiente: que le regalara una década, como máximo, de mi radiante juventud y, después, cuando mis prioridades cambiaran y se me diera por querer hijos o mascotas o un pene más nuevo, lo dejara. “¿Y yo qué gano?”, le dije. “Nada”, me dijo, “tú ya lo tienes todo”. Me pareció encantador.

      Mi mamá se quejaba de mis relaciones. Era raro porque ella no sabía nada de mis relaciones. Me había ido de la casa hacía un par de años, la veía los domingos con el resto de la familia, o a veces sola, entre semana, para un café. A mi papá solo lo veía los domingos, rodeado de hijos y nietos. No recuerdo una sola conversación con él después de los trece. Recuerdo en cambio que para ese momento me caía mal: en alguna cavidad de mi cerebro le resentía algo, no sé qué. Una cavidad llena de moho. Un día se me dio por contarle a mi mamá que estaba saliendo con un tipo grande. “¿Qué tan grande?”, preguntó. “Muy”. La verdad era que no estaba saliendo con ningún tipo grande, ni con uno chico, ni con nadie, pero daba igual: quería ver su reacción. Se escandalizó, dijo tres cosas: 1) que los hombres grandes se gastaban rápido, que podían enfermarse… Cáncer, por ejemplo, podía darles cáncer y una jovencita no quería ni podía lidiar con un cáncer; 2) que las mujeres bellas como yo, con el colágeno intacto y el culo en su lugar, tenían que salir con príncipes o no salir con nadie, que los viejos no me sentaban, que si me juntaba con viejos iba a envejecer; y 3) que ni se me ocurriera usarla a ella y a mi papá de excusa.

      ¿Por qué?

      Porque nosotros somos otra cosa. Tenemos otra historia. Todas las historias son únicas.

      Esa tarde, cuando nos despedimos, bajó la guardia. Dijo: “Sal con quien quieras, los hombres no importan tanto”. No hablaba por ella, claro, ni de sus hombres —mi papá y mi hermano—, que eran todo en su vida. Hablaba por mí, porque me conocía. Y la verdad es que, vistos desde ahora, hasta mi último hombre —llamado T.— ningún otro me había importado demasiado. El sexo tampoco. El sexo era una instancia de la conversación que degeneraba en la conversación misma y entonces empezaba la mejor parte.

      Con los hombres grandes era así: primero iba el sexo y después lo demás. El sexo era importante para romper el hielo, para establecer un punto de contacto, pero, después de comprobar que todo estaba bien —sus partes y las mías, sus manos en mis partes—, el sexo nunca me pareció algo muy trascendental. Es decir: he vivido situaciones memorables —como todo aquel que no es frígido, supongo—; en la sarta de mitos sobre los hombres mayores hay uno que es innegable, el de la experiencia. La experiencia es un privilegio. Encontrar unas manos decididas equivale a encontrar la lámpara del genio de los deseos infinitos. Pero mentiría si digo que el sexo es lo que me atrae de los hombres mayores: no es. Ni de los mayores, ni de los menores, ni de la vida en general.

      5

      Las relaciones. Eso es lo siguiente.

      H. volvió con más ímpetu y reiteró su propuesta. Se dio cuenta de que una década, a los veinte, es lo mismo que una vida, así que la reformuló: que el amor dure hasta que se acabe. El amor duró tres años.

      H. no tenía hijos, ni quería tener. Viajaba mucho y en el último año se mudó de país. Eso estaba bien porque evitaba la temible convivencia. Una amiga de esa época —niña de su casa, casada prematuramente— me había dicho: “¿Te gusta el caviar?”. “Me encanta el caviar”. “Piensa que el amor es comer caviar, y cagarlo es la convivencia: pero cagarlo en simultáneo con el otro, en una espiral de mierda que sale de su culo y entra en el tuyo, que sale de tu culo y entra en el de él. Y así, todos los días de la vida”.

      H. y yo remplazamos la convivencia por los viajes y también era una mierda. Era horrible ir y venir, despedirse cada vez. También era horrible viajar juntos. Él tenía la necesidad irrefrenable de controlar el camino, de decidir itinerarios y de elegir aquello que mis ojos debían mirar. Él había viajado tanto y yo nada. Él podía enseñarme el mundo, su mundo, y su mundo me aburría demasiado.

      Eso me generó un tic: llevarle la contraria. Y una consecuencia: parecer más niña de lo que era.

      Una vez alquilamos un departamento en una ciudad europea. Y reservamos un auto, y compramos unos pasajes en tren. El plural es un sofisma: todo lo hizo H. por internet. Cuando llegamos el dueño del departamento nos miró perplejos y pidió disculpas: el departamento no está preparado. ¿Por qué?

      Estábamos en un monoambiente impecable y hermoso, con una gran cama y un ventanal que miraba a una calle empedrada. El hombre balbuceaba: “… No sabía que eran padre e hija, perdón, me esperaba a una pareja, pero no se preocupen, ya mismo les consigo una camita adicional”.

      No era la primera vez que nos pasaba, pero fue la primera vez que lo afectó. Anduvo todo el día de pésimo humor, yo intentaba animarlo con chistes nabokovianos que empeoraron la situación. Yo intentaba animarlo con chistes del pasado: “¿Te gustan las vulvas lampiñas?”. Se paró y se fue.

      De sexo ni hablar.

      Recuerdo un momento de la tarde, bellísimo y fugaz: H. y yo sentados en una banca frente a un castillo medieval; yo recostaba mi cabeza en su hombro y le contaba una historia que ya olvidé. Recuerdo que, en medio de mi historia, H. me apartó por los hombros, se levantó de súbito y me quedó mirando:

      “¿Por qué te vistes así?”.

      Llevaba unas calzas de colores, un vestido negro corte princesa y una cola de caballo.

      ¿Así cómo?

      La estupidez del casero pasó a ser mi culpa. Yo la había provocado: yo y mi disfraz de falsa nymphet, a quien le han robado su chupete. De vuelta en el departamento me saqué el vestido y lo despedacé.

Скачать книгу