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El polvo de las calles cubrirá las manchas.»

      Apenas se hubo puesto el calcetín ensangrentado, se lo quitó con un gesto de horror e inquietud. Pero en seguida recordó que no tenía otros, y se lo volvió a poner, echándose de nuevo a reír.

      «¡Bah! esto no son más que prejuicios. Todo es relativo en este mundo: los hábitos, las apariencias… , todo, en fin.»

      Sin embargo, temblaba de pies a cabeza.

      «Ya está; ya lo tengo puesto y bien puesto.»

      Pronto pasó de la hilaridad a la desesperación.

      «¡Esto es superior a mis fuerzas!»

      Las piernas le temblaban.

      ‑¿De miedo? ‑barbotó.

      Todo le daba vueltas; le dolía la cabeza a consecuencia de la fiebre.

      «¡Esto es una celada! Quieren atraerme, cogerme desprevenido ‑pensó mientras se dirigía a la escalera‑. Lo peor es que estoy aturdido, que puedo decir lo que no debo.»

      Ya en la escalera, recordó que las joyas robadas estaban aún donde las había puesto, detrás del papel despegado y roto de la pared de la habitación.

      «Tal vez hagan un registro aprovechando mi ausencia.»

      Se detuvo un momento, pero era tal la desesperación que le dominaba, era su desesperación tan cínica, tan profunda, que hizo un gesto de impotencia y continuó su camino.

      «¡Con tal que todo termine rápidamente… !»

      El calor era tan insoportable como en los días anteriores. Hacía tiempo que no había caído ni una gota de agua. Siempre aquel polvo aquellos montones de cal y de ladrillos que obstruían las calles. Y el hedor de las tiendas llenas de suciedad, y de las tabernas, y aquel hervidero de borrachos, buhoneros, coches de alquiler…

      El fuerte sol le cegó y le produjo vértigos. Los ojos le dolían hasta el extremo de que no podía abrirlos. (Así les ocurre en los días de sol a todos los que tienen fiebre.)

      Al llegar a la esquina de la calle que había tomado el día anterior dirigió una mirada furtiva y angustiosa a la casa… y volvió en seguida los ojos.

      «Si me interrogan, tal vez confiese», pensaba mientras se iba acercando a la comisaría.

      La comisaría se había trasladado al cuarto piso de una casa nueva situada a unos trescientos metros de su alojamiento. Raskolnikof había ido una vez al antiguo local de la policía, pero de esto hacía mucho tiempo.

      Al cruzar la puerta vio a la derecha una escalera, por la que bajaba un mujik con un cuaderno en la mano.

      «Debe de ser un ordenanza. Por lo tanto, esa escalera conduce a la comisaría.»

      Y, aunque no estaba seguro de ello, empezó a subir. No quería preguntar a nadie.

      «Entraré, me pondré de rodillas y lo confesaré todo», pensaba mientras se iba acercando al cuarto piso.

      La escalera, pina y dura, rezumaba suciedad. Las cocinas de los cuatro pisos daban a ella y sus puertas estaban todo el día abiertas de par en par. El calor era asfixiante. Se veían subir y bajar ordenanzas con sus carpetas debajo del brazo, agentes y toda suerte de individuos de ambos sexos que tenían algún asunto en la comisaría. La puerta de las oficinas estaba abierta. Raskolnikof entró y se detuvo en la antesala, donde había varios mujiks. El calor era allí tan insoportable como en la escalera. Además, el local estaba recién pintado y se desprendía de él un olor que daba náuseas.

      Después de haber esperado un momento, el joven pasó a la pieza contigua. Todas las habitaciones eran reducidas y bajas de techo. La impaciencia le impedía seguir esperando y le impulsaba a avanzar. Nadie le prestaba la menor atención. En la segunda dependencia trabajaban varios escribientes que no iban mucho mejor vestidos que él. Todos tenían un aspecto extraño. Raskolnikof se dirigió a uno de ellos.

      ‑¿Qué quieres?

      El joven le mostró la citación.

      ‑¿Es usted estudiante? ‑preguntó otro, tras haber echado una ojeada al papel.

      ‑Sí, estudiaba.

      El escribiente lo observó sin ningún interés. Era un hombre de cabellos enmarañados y mirada vaga. Parecía dominado por una idea fija.

      «Por este hombre no me enteraré de nada. Todo le es indiferente», pensó Raskolnikof.

      ‑Vaya usted al secretario ‑dijo el escribiente, señalando con el dedo la habitación del fondo.

      Raskolnikof se dirigió a ella. Esta pieza, la cuarta, era sumamente reducida y estaba llena de gente. Las personas que había en ella iban un poco mejor vestidas que las que el joven acababa de ver. Entre ellas había dos mujeres. Una iba de luto y vestía pobremente. Estaba sentada ante el secretario y escribía lo que él le dictaba. La otra era de formas opulentas y cara colorada. Vestía ricamente y llevaba en el pecho un broche de gran tamaño. Estaba aparte y parecía esperar algo. Raskolnikof presentó el papel al secretario. Éste le dirigió una ojeada y dijo:

      ‑¡Espere!

      Después siguió dictando a la dama enlutada.

      El joven respiró. «No me han llamado por lo que yo creía», se dijo. Y fue recobrándose poco a poco.

      Luego pensó: «La menor torpeza, la menor imprudencia puede perderme… Es lástima que no circule más aire aquí. Uno se ahoga. La cabeza me da más vueltas que nunca y soy incapaz de discurrir.»

      Sentía un profundo malestar y temía no poder vencerlo. Trataba de fijar su pensamiento en cuestiones indiferentes, pero no lo conseguía. Sin embargo, el secretario le interesaba vivamente. Se dedicó a estudiar su fisonomía. Era un joven de unos veintidós años, pero su rostro, cetrino y lleno de movilidad, le hacía parecer menos joven. Iba vestido a la última moda. Una raya que era una obra de arte dividía en dos sus cabellos, brillantes de cosmético. Sus dedos, blancos y perfectamente cuidados, estaban cargados de sortijas. En su chaleco pendían varias cadenas de oro. Con gran desenvoltura, cambió unas palabras en francés con un extranjero que se hallaba cerca de él.

      ‑Siéntese, Luisa Ivanovna ‑dijo después a la gruesa, colorada y ricamente ataviada señora, que permanecía en pie, como si no se atreviera a sentarse, aunque tenía una silla a su lado.

      ‑Ich danke ‑respondió Luisa lvanovna en voz baja.

      Se sentó con un frufrú de sedas. Su vestido, azul pálido guarnecido de blancos encajes, se hinchó en torno de ella como un globo y llenó casi la mitad de la pieza, a la vez que un exquisito perfume se esparcía por la habitación. Pero ella parecía avergonzada de ocupar tanto espacio y oler tan bien. Sonreía con una expresión de temor y timidez y daba muestras de intranquilidad.

      Al fin la dama enlutada se levantó, terminado el asunto que la había llevado allí.

      En este momento entró ruidosamente un oficial, con aire resuelto y moviendo los hombros a cada paso. Echó sobre la mesa su gorra, adornada con una escarapela, y se sentó en un sillón. La dama lujosamente ataviada se apresuró a levantarse apenas le vio, y empezó a saludarle con un ardor extraordinario, y aunque él no le prestó la menor atención, ella no osó volver a sentarse en su presencia. Este personaje era el ayudante del comisario de policía. Ostentaba unos grandes bigotes rojizos que sobresalían horizontalmente por los dos lados de su cara. Sus facciones, extremadamente finas, sólo expresaban cierto descaro.

      Miró a Raskolnikof al soslayo e incluso con una especie de indignación. Su aspecto era por demás miserable, pero su actitud no tenía nada de modesta.

      Raskolnikof cometió la imprudencia de sostener con tanta osadía aquella mirada, que el funcionario se sintió ofendido.

      ‑¿Qué haces aquí tú? ‑exclamó éste, asombrado sin duda de que semejante desharrapado no bajara los ojos ante su mirada fulgurante.

      ‑He

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