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href="#ulink_0e519654-85a6-5efb-8bf2-74a6254d06be">Índice

      ¡El Atlántico! Una vasta extensión de agua cuya superficie cubre veinticinco millones de millas cuadradas, con una longitud de nueve mil millas y una anchura media de dos mil setecientas millas. Mar importante, casi ignorado de los antiguos, salvo, quizá, de los cartagineses, esos holandeses de la Antigüedad, que en sus peregrinaciones comerciales costeaban el occidente de Europa y de África. Océano cuyas orillas de sinuosidades paralelas acotan un perímetro inmenso, regado por los más grandes ríos del mundo, el San Lorenzo, el Mississippi, el Amazonas, el Plata, el Orinoco, el Níger, el Senegal, el Elba, el Loira, el Rin, que le ofrendan las aguas de los países más civilizados y de las comarcas más salvajes. Llanura magnífica incesantemente surcada por navíos bajo pabellón de todas las naciones, acabada en esas dos puntas terribles, temidas de todos los navegantes, del cabo de Hornos y del cabo de las Tempestades.

      El Nautilus rompía sus aguas con el espolón, tras haber recorrido cerca de diez mil leguas en tres meses y medio, distancia superior a la de los grandes círculos de la Tierra.

      ¿Adónde ibamos ahora y qué es lo que nos reservaba el futuro?

      Al salir del estrecho de Gibraltar, el Nautilus se había adentrado en alta mar. Su retorno a la superficie del mar nos devolvió nuestros diarios paseos por la plataforma.

      Subí acompañado de Ned y de Conseil. A una distancia de doce millas se veía vagamente el cabo de San Vicente que forma la punta sudoccidental de la península hispánica. El viento soplaba fuerte del Sur. La mar, gruesa y dura, imprimía un violento balanceo al Nautilus. Era casi imposible mantenerse en pie sobre la plataforma batida por el oleaje. Hubimos de bajar en seguida tras haber aspirado algunas bocanadas de aire.

      Me dirigí a mi camarote y Conseil al suyo, pero el canadiense, que parecía estar muy preocupado, me siguió. Nuestra rápida travesía del Mediterráneo no le había permitido dar ejecución a sus proyectos de evasión y no se molestaba en disimular su enojo.

      Tras cerrar la puerta de mi camarote, se sentó y me miró en silencio.

      -Le comprendo, amigo mío, pero no tiene nada que reprocharse. Tratar de abandonar el Nautilus, en las condiciones en que navegaba, hubiera sido una locura.

      No me respondió Ned Land. Sus labios apretados y su ceño fruncido indicaban en él la coercitiva obsesión de la idea fija.

      -Veamos, Ned, nada está aún perdido. Estamos cerca de las costas de Portugal. No están muy lejos de Francia ni Inglaterra, donde podríamos hallar fácilmente refugio. Si el Nautilus hubiera puesto rumbo al Sur, al salir del estrecho de Gibraltar, yo compartiría su inquietud. Pero sabemos ya que el capitán Nemo no rehúye los mares civilizados. Dentro de unos días podrá actuar usted con alguna seguridad.

      Ned Land me miró con mayor fijeza aún y por fin despegó los labios.

      -Será esta noche -dijo.

      Di un respingo, al oírle eso. No estaba yo preparado, lo confieso, para semejante comunicación. Hubiera querido responderle, pero me faltaron las palabras.

      -Habíamos convenido esperar una circunstancia favorable -dijo Ned Land-. Esa circunstancia ha llegado. Esta noche estaremos a unas pocas millas de la costa española. La noche será oscura y el viento favorable. Tengo su palabra, señor Aronnax, y cuento con usted.

      Yo continuaba callado. El canadiense se levantó y se acerco a mí.

      -Esta noche a las nueve -dijo-. He avisado ya a Conseil. A esa hora el capitán Nemo estará encerrado en su camarote y probablemente acostado. Ni los mecánicos ni los hombres de la tripulación podrán vernos. Conseil y yo iremos a la escalera central. Usted, señor Aronnax, permanecerá en la biblioteca, a dos pasos de nosotros, a la espera de mi señal. Los remos, el mástil y la vela están ya en la canoa, donde tengo ya incluso algunos víveres. Me he procurado una llave inglesa para quitar las tuercas que fijan el bote al casco del Nautílus. Todo está, pues, dispuesto. Hasta la noche.

      -La mar está muy dura -dije.

      -Sí-, es cierto, pero habrá que arriesgarse. Ése será el precio de la libertad y hay que pagarlo. Vale la pena. Además, la embarcación es sólida y unas pocas millas, con el viento a nuestro favor, no serán un obstáculo de monta. ¿Quién sabe si mañana el Nautilus estará a cien millas, en alta mar? Si las circunstancias nos favorecen, entre las diez y las once estaremos en tierra firme, o habremos muerto. Así, pues, a la gracia de Dios y hasta esta noche.

      El canadiense se retiró, dejándome aturdido. Yo había pensado que cuando llegara el momento tendría tiempo de reflexionar y de discutir. Pero mi obstinado compañero no me lo permitía. Después de todo, ¿qué hubiera podido decirle? Ned Land tenía sobrada razón de querer aprovechar la oportunidad. ¿Podía yo faltar a mi palabra y asumir la responsabilidad de comprometer el porvenir de mis compañeros por mi interés personal? ¿No era acaso muy probable que el capitán Nemo nos llevara al día siguiente lejos de toda tierra?

      Un fuerte silbido me anunció en aquel momento que se estaban llenando los depósitos y que el Nautilus se sumergía.

      Permanecí en mi camarote. Deseaba evitar al capitán para ocultar a sus ojos la emoción que me embargaba. Triste jornada la que así pasé, entre el deseo de recuperar la posesión de mi libre arbitrio y el pesar de abandonar ese maravilloso Nautilus y de dejar inacabados mis estudios submarinos. ¡Dejar así ese océano, «mi Atlántico», como yo me complacía en llamarle, sin haber observado sus fondos, sin robarle esos secretos que me habían revelado los mares de la India y del Pacífico! Mi novela caía de mis manos en el primer volumen, mi sueño se interrumpía en el mejor momento. ¡Qué difíciles fueron las horas que pasé así, ya viéndome sano y salvo, en tierra, con mis compañeros, ya deseando, contra toda razón, que alguna circunstancia imprevista impidiera la realización de los proyectos de Ned Land!

      Por dos veces fui al salón para consultar el compás. Quería ver si la dirección del Nautilus nos acercaba a la costa o nos alejaba de ella. Seguíamos en aguas portuguesas, rumbo al Norte.

      Había que decidirse y disponerse a partir. Bien ligero era mi equipaje. Mis notas, únicamente. Me preguntaba yo qué pensaría el capitán Nemo de nuestra evasión, qué inquietudes y qué perjuicios le causaría tal vez, así como lo que haría en el doble caso de que resultara descubierta o fallida. No podía yo quejarme de él, muy al contrario. ¿Dónde hubiera podido hallar una hospitalidad más franca que la suya? Cierto es que al abandonarle no podía acusárseme de ingratitud. Ningún juramento nos ligaba a él. No era con nuestra palabra con lo que él contaba para tenernos siempre junto a sí, sino con la fuerza de las cosas. Pero esa declarada pretensión de retenernos a bordo eternamente, como prisioneros, justificaba todas nuestras tentativas.

      No había vuelto a ver al capitán desde nuestra visita a la isla de Santorin. ¿Me pondría el azar en su presencia antes de nuestra partida? Lo deseaba y lo temía a la vez. Me puse a la escucha de todo ruido procedente de su camarote, contiguo al mío, pero no oí nada. Su camarote debía estar vacío. Se me ocurrió pensar entonces si se hallaría a bordo el extraño personaje. Desde aquella noche en que la canoa había abandonado al Nautilus en una misteriosa expedición, mis ideas sobre él se habían modificado ligeramente. Después de aquello, pensaba que el capitán Nemo, dijera lo que dijese, debía haber conservado con la tierra algunas relaciones. ¿Sería cierto que no abandonaba nunca el Nautilus? Habían pasado semanas enteras sin que yo le viera. ¿Qué hacía durante ese tiempo? Mientras yo le había creído presa de un acceso de misantropía, ¿no habría estado realizando, lejos de allí, alguna acción secreta cuya naturaleza me era totalmente desconocida?

      Estas y otras muchas ideas me asaltaron a la vez. En la extraña situación en que me hallaba, el campo de conjeturas era infinito. Sentía yo un malestar insoportable. La espera me parecía eterna. Las horas pasaban demasiado lentamente para mi impaciencia.

      Me sirvieron, como siempre, la cena en mi camarote, y comí mal, por estar demasiado preocupado. Me levanté de la mesa a las siete. Ciento veinte minutos -que habría de contar uno a uno -me separaban aún del momento en que debía unirme a Ned Land. Mi agitación

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