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o resistencia a la maceración.

      Los políperos se adherían a las rocas, a las conchas de los moluscos, e incluso a los tallos de los hidrófitos. Guarnecían las más pequeñas anfractuosidades, irguiéndose unos y colgando otros, como excrecencias coralígenas. Le informé a Conseil de las técnicas de pesca de las esponjas, ya efectuada con dragas ya a mano. Este último método, muy similar al usado con las perlas, también con buceadores, es preferible, pues al respetar el tejido del polípero le deja un valor muy superior.

      Los otros zoófitos que pululaban cerca de los esponglarios consistían principalmente en medusas de una especie muy elegante. Los moluscos estaban principalmente representados por diversas variedades de calamares, que, según D’Orbigny, son de un tipo específico del mar Rojo, y los reptiles, por tortugas virgata, pertenecientes al género de los quelonios, que proporcionaron a nuestra mesa un plato sano y delicado.

      Numerosos eran también los peces, y muchos de ellos muy notables. Las redes del Nautilus subían frecuentemente a bordo rayas, entre ellas unas de forma ovalada y de color ladrilloso, con el cuerpo lleno de manchas azules desiguales, reconocibles por su doble aguijón dentado; arnacks de dorso plateado; pastinacas de cola en forma de sierra; mantas de dos metros de largo que ondulaban entre las aguas; aodontes, así llamados por su absoluta carencia de dientes, cartilaginosos próximos a los escualos; ostracios dromedarios, cuya giba terminaba en un aguijón curvado de un pie y medio de longitud; ofidios, verdaderas murenas de cola plateada, lomo azulado y pectorales oscuros bordeados por una estría grisácea; un escómbrido parecido al rodaballo, listado de rayas de oro y ornado de los tres colores de Francia; soberbios carángidos, decorados con siete bandas transversales de un negro magnífico, de azules y amarillos en las aletas, y de escamas de oro y plata; centropodos; salmonetes rojizos y dorados con la cabeza amarilla; escaros, labros, balistes, gobios, etc., y muchos otros comunes a los océanos que habíamos atravesado ya.

      El 9 de febrero, el Nautilus se hallaba en la parte más ancha del mar Rojo, la comprendida entre Suakin, en la costa occidental, y Quonfodah, en la oriental, separadas por ciento noventa millas. Al mediodía, el capitán Nemo subió a la plataforma donde ya me hallaba yo. Me había prometido a mí mismo que no le dejaría descender sin antes haberle preguntado cuáles eran sus proyectos. Pero nada más verme se dirigió a mí y me ofreció amablemente un cigarro.

      -Y bien, señor profesor, ¿le gusta el mar Rojo? ¿Ha podido usted observar las maravillas que recubre, sus peces y sus zoófitos, sus parterres de esponjas y sus bosques de coral? ¿Ha entrevisto usted las ciudades ribereñas?

      -Sí, capitán Nemo, y el Nautilus se ha prestado maravillosamente a estas observaciones. ¡Ah! ¡Es un barco inteligente!

      -Sí, señor, inteligente, audaz e invulnerable. No teme ni a las terribles tempestades del mar Rojo, ni a sus corrientes, ni a sus escollos.

      -En efecto, este mar ha sido calificado como uno de los peores, y si no recuerdo mal, en tiempos de los antiguos su reputación era detestable.

      -Detestable, en efecto, señor Aronnax. Los historiadores griegos y latinos no hablaban muy bien de él, y Estrabón dijo que era particularmente duro en las épocas de los vientos etesios y de la estación de lluvias. El árabe Edrisi, que lo describió bajo el nombre de Colzum, cuenta que los navíos se destrozaban en gran número en sus bancos de arena y que nadie se arriesgaba a navegar de noche. Es, decía, un mar sometido a terribles huracanes, sembrado de islas inhóspitas y que no «ofrece nada bueno» ni en sus profundidades ni en su superficie. Y tal es la opinión también de Arriano, Agatárquides y Artemidoro.

      -Bien claro está que estos historiadores no navegaron a bordo del Nautilus.

      -Ciertamente -respondió sonriente el capitán-, y a este respecto, los modernos no están más adelantados que los antiguos. Han sido necesarios siglos para descubrir la potencia mecánica del vapor. ¡Quién sabe si de aquí a cien años podrá verse un segundo Nautilus! ¡Los progresos son tan lentos, señor Aronnax!

      -Es cierto. Su nave se adelanta en un siglo, en varios, tal vez, a su época. ¡Qué lástima que semejante invento deba perecer con su creador!

      El capitán Nemo no respondió. Tras algunos minutos de silencio, dijo:

      -Hablaba usted antes de la opinión de los historiadores de la antigüedad sobre los peligros de la navegación por el mar Rojo…

      -Así es, pero ¿no eran un poco exagerados sus temores?

      -Sí y no, señor Aronnax -me respondió el capitán Nemo, que parecía conocer a fondo «su mar Rojo»-. Lo que ya no es peligroso para un navío moderno, bien aparejado y sólidamente construido, dueño de su dirección gracias al dócil vapor, se presentaba lleno de riesgos para los barcos de los antiguos. Hay que imaginarse lo que era para aquellos navegantes aventurarse en el mar con barcas hechas de planchas unidas con cuerdas de palmeras, calafateadas con resina y con grasa de perro marino. No tenían ni siquiera instrumentos Para orientarse y navegaban a la estima, en medio de corrientes que apenas conocían. En tales condiciones, los naufragios eran y debían ser numerosos. Pero en nuestra época, los vapores que hacen servicio entre Suez y los mares del Sur no tienen ya nada que temer de la violencia de este golfo, pese a los monzones contrarios. Sus capitanes y sus pasajeros no tienen que hacer ya sacrificios propiciatorios al partir, ni ir al templo más próximo, al regreso, a dar las gracias a los dioses.

      -Convengo en ello -dije -y en que el vapor parece haber matado el agradecimiento en el corazón de los marinos. Pero, capitán, puesto que parece que ha estudiado usted a fondo este mar, ¿podría decirme cuál es el origen de su nombre?

      -Hay numerosas explicaciones a este respecto, señor Aronna.x. ¿Quiere conocer la opinión de un cronista del siglo XIV?

      -Dígame.

      -Pretende dicho visionario que este mar recibió su nombre tras el paso de los israelitas, cuando el faraón pereció en las aguas que habían vuelto a cerrarse a la orden de Moisés:

      Como signo del portento,

       roja tornóse la mar,

       y le dieron cognomento

       de bermeja, roja mar

      -Explicación de poeta, capitán Nemo, que no puede satisfacerme. Le pido su opinión personal.

      -Mi opinión personal, señor Aronnax, es la de que hay que ver en esta denominación de mar Rojo una traducción de la palabra hebrea Edrom, y si los antiguos le dieron tal nombre fue a causa de la coloración particular de sus aguas.

      -Hasta ahora, sin embargo, no he visto más que agua límpida, sin coloración alguna.

      -Así es, pero al avanzar hacia el fondo del golfo verá usted el fenómeno. Yo recuerdo haber visto la bahía de Tor completamente roja, como un lago de sangre.

      -Y ese color ¿lo atribuye usted a la presencia de un alga microscópica?

      -Sí. Es una materia inucilaginosa, de color púrpura, producída por esas algas filamentosas llamadas Tricodesmias, tan diminutas que cuarenta mil de ellas apenas ocupan el espacio de un milímetro cuadrado. Tal vez pueda verlas cuando lleguemos a Tor.

      -No es ésta, pues, la primera vez que recorre el mar Rojo a bordo del Nautilus.

      -No.

      -Puesto que antes se refería usted al paso de los israelitas y a la catástrofe de los egipcios, le preguntaré si ha reconocido usted bajo el agua algún vestigio de ese hecho histórico.

       -No, señor profesor, y ello por una sólida razón.

      -¿Cuál?

      -La de que el lugar por el que pasó Moisés con todo su pueblo está hoy tan enarenado que los camellos apenas pueden bañarse las patas. Comprenderá usted que mi Nautilus no tiene agua suficiente.

      -¿Dónde está ese lugar?

      -Un poco más arriba de Suez, en ese brazo que formaba antiguamente un profundo estuario, cuando el mar Rojo se extendía hasta los lagos Amargos. Fuese milagroso o no el paso, lo cierto es que los israelitas ganaron por allí la

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