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VERSOS Y CANCIONES

       SEGUNDA PARTE

       1. UN CAMPAMENTO TÁRTARO

       2. UNA ACTITUD DE ALCIDE JOLIVET

       3. GOLPE POR GOLPE

       4. LA ENTRADA TRIUNFAL

       5. «¡ABRE BIEN LOS OJOS! ¡ÁBRELOS!»

       6. UN AMIGO EN LA GRAN RUTA

       7. EL PASO DEL YENISEI

       8. UNA LIEBRE ATRAVIESA EL CAMINO

       9. EN LA ESTEPA

       10. EL BAIKAL Y EL ANGARA

       11. ENTRE DOS ORILLAS

       12. IRKUTSK

       13. UN CORREO DEL ZAR

       14. LA NOCHE DEL 5 AL 6 DE OCTUBRE

       15. CONCLUSIÓN

       Veinte mil leguas de viaje submarino

      

      Índice

      Parte 1

      Índice

      Capítulo 1

       Un escollo fugaz

      Índice

      El año 1866 quedó caracterizado por un extraño acontecimiento, por un fenómeno inexplicable e inexplicado que nadie, sin duda, ha podido olvidar. Sin hablar de los rumores que agitaban a las poblaciones de los puertos y que sobreexcitaban a los habitantes del interior de los continentes, el misterioso fenómeno suscitó una particular emoción entre los hombres del mar. Negociantes, armadores, capitanes de barco, skippers y masters de Europa y de América, oficiales de la marina de guerra de todos los países y, tras ellos, los gobiernos de los diferentes Estados de los dos continentes, manifestaron la mayor preocupación por el hecho.

      Desde hacía algún tiempo, en efecto, varios barcos se habían encontrado en sus derroteros con «una cosa enorme», con un objeto largo, fusiforme, fosforescente en ocasiones, infinitamente más grande y más rápido que una ballena.

      Los hechos relativos a estas apariciones, consignados en los diferentes libros de a bordo, coincidían con bastante exactitud en lo referente a la estructura del objeto o del ser en cuestión, a la excepcional velocidad de sus movimientos, a la sorprendente potencia de su locomoción y a la particular vitalidad de que parecía dotado. De tratarse de un cetáceo, superaba en volumen a todos cuantos especímenes de este género había clasificado la ciencia hasta entonces. Ni Cuvier, ni Lacepède, ni Dumeril ni Quatrefages hubieran admitido la existencia de tal monstruo, a menos de haberlo visto por sus propios ojos de sabios.

      El promedio de las observaciones efectuadas en diferentes circunstancias una vez descartadas tanto las tímidas evaluaciones que asignaban a ese objeto una longitud de doscientos pies, como las muy exageradas que le imputaban una anchura de una milla y una longitud de tres permitía afirmar que ese ser fenomenal, de ser cierta su existencia, superaba con exceso todas las dimensiones admitidas hasta entonces por los ictiólogos.

      Pero existía; innegable era ya el hecho en sí mismo. Y, dada esa inclinación a lo maravilloso que existe en el hombre, se comprende la emoción producida por esa sobrenatural aparición. Preciso era renunciar a la tentación de remitirla al reino de las fábulas.

      Efectivamente, el 20 de julio de 1866, el vapor Governor Higginson, de la Calcuta and Burnach Steam Navigation Company, había encontrado esa masa móvil a cinco millas al este de las costas de Australia. El capitán Baker creyó, al pronto, hallarse en presencia de un escollo desconocido, y se disponía a determinar su exacta situación cuando pudo ver dos columnas de agua, proyectadas por el inexplicable objeto, elevarse silbando por el aire hasta ciento cincuenta pies. Forzoso era, pues, concluir que de no estar el escollo sometido a las expansiones intermitentes de un géiser, el Governor Higginson había encontrado un mamífero acuático, desconocido hasta entonces, que expulsaba por sus espiráculos columnas de agua, mezcladas con aire y vapor.

      Se observó igualmente tal hecho el 23 de julio del mismo año, en aguas del Pacífico, por el Cristóbal Colón, de la West India and Pacific Steam Navigation Company,. Por consiguiente, el extraordinario cetáceo podía trasladarse de un lugar a otro con una velocidad sorprendente, puesto que, a tres días de intervalo tan sólo, el Governor Higginson y el Cristóbal Colón lo habían observado en dos puntos del mapa separados por una distancia de más de setecientas leguas marítimas.

      Quince días más tarde, a dos mil leguas de allí, el Helvetia, de la Compagnie Nationale, y el Shannon, de la Royal Mail, navegando en sentido opuesto por la zona del Atlántico comprendida entre Europa y Estados Unidos, se señalaron mutuamente al monstruo a 42º 15’ de latitud norte y 60º 35’ de longitud al oeste del meridiano de Greenwich. En esa observación simultánea se creyó poder evaluar la longitud mínima del mamífero en más de trescientos cincuenta pies ingleses, dado que el Shannon y el Helvetia eran de dimensiones inferiores, aun cuando ambos midieran cien metros del tajamar al codaste. Ahora bien, las ballenas más grandes, las que frecuentan los parajes de las islas Aleutinas, la Kulammak y la Umgullick, no sobrepasan los cincuenta y seis metros de longitud, si es que llegan a alcanzar tal dimensión.

      Estos sucesivos informes; nuevas observaciones efectuadas a bordo del transatlántico Le Pereire, un abordaje entre el monstruo y el Etna, de la línea Iseman; un acta levantada por los oficiales de la fragata francesa La Normandie; un estudio muy serio hecho por el estado mayor del comodoro Fitz james a bordo del Lord Clyde, causaron una profunda sensación en la opinión pública. En los países de humor ligero se tomó a broma el fenómeno, pero en los países graves y prácticos, en Inglaterra, en América, en Alemania, causó una viva preocupación.

      En todas partes, en las grandes ciudades, el monstruo se puso de moda. Fue tema de canciones en los cafés, de broma en los periódicos y de representación en los teatros. La prensa halló en él la ocasión de practicar el ingenio y el sensacionalismo. En sus páginas, pobres de noticias, se vio reaparecer a todos los seres imaginarios y gigantescos, desde la ballena blanca, la terrible «Moby Dick» de las regiones hiperbóreas, hasta el desmesurado Kraken, cuyos tentáculos pueden abrazar un buque de quinientas toneladas y llevárselo a los abismos del océano. Se llegó incluso a reproducir las noticias de los tiempos antiguos, las opiniones de Aristóteles y de Plinio que admitían la existencia de tales monstruos, los relatos noruegos del obispo

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