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de un tipo muy especial. La razón más profunda de estas dificultades ciertamente no radica en que la filosofía de Kierkegaard sea especialmente complicada u oscura, ni tampoco en que su comprensión requiera un entrenamiento filosófico especial, profesional. Muy por el contrario, Kierkegaard insiste constantemente en el carácter privado, diletante y nada pretencioso de su filosofar. Kierkegaard escribe para todos, y el público especializado y erudito tal vez sea al que menos se dirige. Las dificultades surgen más bien del hecho de que la filosofía de Kierkegaard tiene ella misma el carácter de una introducción.

      El filosofar de Kierkegaard tiene un carácter introductorio, provisional y preparatorio porque Kierkegaard le deniega a todo texto filosófico, incluidos los suyos propios, el derecho a ser considerado como portador de la verdad. Según su célebre formulación, “la subjetividad, la interioridad es la verdad”.1 Esta no puede ser “expresada”, ni mucho menos impresa como texto filosófico. Se trazan de este modo límites al discurso filosófico, que no puede erigirse ya en portador de la verdad o encarnarla en sí mismo. Un texto se vuelve verdadero solo merced al asentimiento de una subjetividad que dispensa la verdad. Las condiciones, el procedimiento y el carácter de dicho asentimiento, por su parte, solo pueden ser descriptos en un texto filosófico de manera introductoria y provisional. Los textos de Kierkegaard apuntan en definitiva a proveer este tipo de descripción introductoria.

      El acto de asentimiento, sin embargo, es para Kierkegaard autónomo y libre, y no puede ser derivado de las descripciones que de este acto se hagan. Un texto filosófico es ante todo una cosa, un objeto entre otros objetos, que en virtud de su objetividad permanece separado por un abismo insalvable de la subjetividad del lector –como también, por lo demás, de la del autor–. El lector tiene que saltar por encima de ese abismo para poder identificarse con el texto, pero nadie ni nada pueden obligarlo a dar ese salto. Este se efectúa en última instancia por la libre voluntad del lector. Es decir que solo una subjetividad viviente, finita, existente, es decir, que se encuentra realmente fuera del texto, es capaz de dar semejante salto; y no la subjetividad abstracta, introducida como mero presupuesto metodológico, que se describe dentro de los textos filosóficos. La filosofía se presenta siempre para la subjetividad viviente y existente como suma de textos, sistemas y métodos que le son externos. Un texto filosófico jamás puede irradiar esa fuerza de verdad inmediatamente convincente, avasallante, con la que soñaron tantos filósofos, y que supuestamente se impondría al lector mediante el mero acto de lectura. Para saltar hacia la identificación con el texto, el lector tiene que llegar a una decisión adecuada, que supone una cierta autosuperación. El acto de lectura está separado del acto de asentimiento por un intervalo temporal de irresolución y de aplazamiento, por más corto que sea. Es en este intervalo que la subjetividad se muestra como existente, ajena al texto, autónomamente decisora, y por eso mismo como algo que no puede ser descripto ni dominado por la filosofía. Esta figura del salto existencial, que se efectúa en el espacio temporal interior de la subjetividad, es central para Kierkegaard. Vale la pena, entonces, demorarse provisoriamente en esta figura.

      La principal pregunta que se plantea aquí es por qué Kierkegaard tiene necesidad en general de esta figura del salto existencial. Después de todo, la filosofía anterior se las había arreglado bien sin ella. Para Kierkegaard, la introducción del salto existencial tiene también el significado de un salto fuera de la tradición milenaria de la filosofía occidental. Es también por eso que el tono de sus escritos resulta a veces tan inquieto y tensionado.

      Desde sus inicios, la figura fundamental de la tradición filosófica europea fue la confianza en la evidencia inmediata, incluida la evidencia de la palabra verdaderamente filosófica. A partir de Sócrates, la filosofía desconfía de todos los mitos, relatos, autoridades, opiniones tradicionales y revelaciones recibidas; pero tanto más está dispuesto el verdadero filósofo a confiar de un modo incondicional en lo que se le muestra con completa evidencia. Fue así como Platón confió en las Ideas, las cuales se presentaban a su visión interior en una evidencia plena, después de haber rechazado como no evidentes todas las opiniones sobre las cosas del mundo exterior. Descartes, que en los inicios de la modernidad renovó con una radicalidad hasta entonces desconocida la tradición del escepticismo filosófico, sometiendo a una duda radical tanto al conjunto de las opiniones recibidas como a la totalidad de los datos sensoriales originados en la realidad exterior, puso en cambio su confianza en la evidencia interior del cogito ergo sum. Esta confianza en la evidencia, o dicho de otra manera, en la razón, fue celebrada en la tradición filosófica como la libertad suprema del individuo. En la medida en que el hombre obedece a su propia razón, es decir, en la medida en que confía en la evidencia, se libera del poder exterior de la autoridad, la tradición y las instituciones sociales, y gana una verdadera soberanía interior.

      Es precisamente esta superstición filosófica la que Kierkegaard somete a una duda nueva y más radical. Pues la liberación de las coacciones y necesidades exteriores solo sirve en la tradición filosófica para someterse de manera incondicional a la necesidad interior, la evidencia interior y la lógica interior de la propia razón, que es tomada erróneamente como expresión auténtica de la propia subjetividad. En realidad, uno se somete allí a una coacción lógica aún más exterior, porque confía en la evidencia de una demostración racional que está construida como un sistema de conclusiones lógicas “objetivas”. La verdadera libertad sería la liberación no solo de las coacciones externas, sino también de las coacciones internas, lógicas, de la razón. Pero para ello es necesario que la evidencia pierda su encanto milenario. Tenemos que aprender a desconfiar también de lo que se nos presenta con completa evidencia. Ahora, para una desconfianza tal no puede aducirse ya ningún fundamento racional, puesto que si aducimos un fundamento de este tipo estamos declarando con ello la confianza en la fuerza evidente de este fundamento aducido. Y quedamos de ese modo nuevamente a merced del poder de la evidencia lógica. Debemos aprender entonces a desconfiar sin fundamento, a reservarnos nuestra libre decisión y diferir el acto de asentimiento también cuando nos sentimos incondicionalmente enamorados de la evidencia lógica de la Idea. De allí resulta la necesidad del salto existencial, que representa un efecto de esa dilación, de ese aplazamiento, y que Kierkegaard quiere enseñarnos porque nos libera de la servidumbre interior bajo el dominio de la evidencia. Es que el salto existencial es necesario cuando la evidencia inmediata ha perdido su poder pero resulta no obstante inevitable adoptar una posición en relación con la realidad.

      Indudablemente, no es casualidad que este proyecto kierkegaardiano haya surgido en un tiempo histórico determinado. Por entonces la filosofía hegeliana ejercía en Europa un dominio intelectual casi ilimitado. Y la filosofía hegeliana no es otra cosa que una máquina, de una eficiencia descomunal, para la conversión de las coacciones externas en coacciones internas, lógicas. El lector de la filosofía hegeliana llegaría a entender con total evidencia que todo lo que lo oprime desde fuera es una forma objetivada de la necesidad interna, lógica y racional, a la que el lector –si quiere ser un buen filósofo– no le es lícito oponerse. La narrativa filosófica hegeliana avanza de una superación a otra, es decir, de una evidencia clausurante a otra, hasta que se produce la última evidencia, que clausura toda esa narrativa así como la totalidad de la historia humana que tiene que ser abarcada por ella. Para el hombre que tiene que seguir viviendo en la posthistoria, después de esta evidencia que clausura todo, la realidad exterior en su conjunto se presenta como la viva imagen de la necesidad interna lógicamente evidente. Es posible en ello la victoria final de la filosofía. Pero también es posible en ello una parodia de la filosofía, que traiciona de manera definitiva su aspiración originaria a la soberanía.

      La filosofía estaba predestinada desde sus orígenes a semejante traición, ya que en todo momento estuvo preparada para renunciar a su duda en aras de una intelección evidente. La subjetividad libre y soberana se constituye sin embargo mediante la duda. Uno es subjetivo en tanto que duda. En cuanto renuncia a la duda, uno pierde su subjetividad, incluso si el fundamento para ese abandono es interno y subjetivo. Por eso la duda cartesiana resulta siempre insuficiente. Es cierto que fue esa duda la que constituyó la subjetividad de la modernidad, al liberarla de las coacciones externas del pensamiento. Pero Descartes debilitó al mismo tiempo esta subjetividad, condenándola al fracaso, porque introdujo la duda como finita, provisoria y metodológica: esta duda debía en virtud de su propia lógica desembocar en una evidencia. El sistema hegeliano fue solo

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