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y mucho mejor sin oír ese continuo clamoreo de nuestra pobreza y de las grandezas y maravillas de otras partes. Más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena, ¿no es verdad, señor D. José? Por supuesto, no se crea ni remotamente que lo digo por Vd. De ninguna manera. Pues no faltaba más. Ya sé que tenemos delante a uno de los jóvenes más eminentes de la España moderna, a un hombre que sería capaz de transformar en riquísimas comarcas nuestras áridas estepas... Ni me incomoda porque usted me cante la vieja canción de los arados ingleses y la arboricultura y la selvicultura... Nada de eso; a hombres de tanto, de tantísimo talento, se les puede dispensar el desprecio que muestran hacia nuestra humildad. Nada, amigo mío, nada, señor D. José, está Vd. autorizado para todo, para todo, incluso para decirnos que somos poco menos que cafres.

      Esta filípica, terminada con marcado tono de ironía, y harto impertinente toda ella, no agradó al joven; pero se abstuvo de manifestar el más ligero disgusto y siguió la conversación, procurando en lo posible huir de los puntos en que el susceptible patriotismo del señor canónigo hallase fácil motivo de discordia. Este se levantó en el momento en que la señora hablaba con su sobrino de asuntos de familia y dio algunos pasos por la estancia.

      Era esta, vasta y clara, cubierta de antiguo papel, cuyas flores y ramos, aunque descoloridos, conservaban su primitivo dibujo, gracias al aseo que reinaba en todas y cada una de las partes de la vivienda. El reloj, de cuya caja colgaban al descubierto, al parecer, las inmóviles pesas y el voluble péndulo, diciendo perpetuamente que no, ocupaba con su abigarrado horario el lugar preeminente entre los sólidos muebles del comedor, completando el ornato de las paredes una serie de láminas francesas que representaban las hazañas del conquistador de Méjico, con prolijas explicaciones al pie, en las cuales se hablaba de un Ferdinand Cortez y de una Donna Marine tan inverosímiles como las figuras dibujadas por el ignorante artista. Entre las dos puertas vidrieras que comunicaban con la huerta, había un aparato de latón, que no es preciso describir desde que se diga que servía de sustentáculo a un loro, el cual se mantenía allí con la seriedad y circunspección propias de estos animalejos, observándolo todo. La fisonomía irónica y dura de los loros, su casaca verde, su gorrete encarnado, sus botas amarillas y por último las roncas palabras burlescas que suelen pronunciar, les dan un aspecto extraño y repulsivo entre serio y ridículo. Tienen no sé qué rígido empaque de diplomáticos. A veces parecen bufones, y siempre se asemejan a ciertos finchados sujetos que por querer parecer muy superiores, tiran a la caricatura.

      Era el Penitenciario muy amigo del loro. Cuando dejó a la señora y a Rosario en coloquio con el viajero, llegose a él, y dejándose morder con la mayor complacencia el dedo índice, le dijo:

      -Tunante, bribón, ¿por qué no hablas? Poco valdrías si no fueras charlatán. De charlatanes está lleno el mundo de los hombres y el de los pájaros.

      Luego cogió con su propia venerable mano algunos garbanzos del cercano cazuelillo y se los dio a comer. El animal empezó a llamar a la criada pidiéndole chocolate, y sus palabras distrajeron a las dos damas y al caballero de una conversación que no debía de ser muy importante.

      Capítulo VI

       Donde se ve que puede surgir la desavenencia cuando menos se espera

       Índice

      De súbito se presentó el Sr. D. Cayetano Polentinos, hermano político de doña Perfecta, el cual entró con los brazos abiertos, gritando:

      -Venga, venga acá, Sr. D. José de mi alma.

      Y se abrazaron cordialmente. D. Cayetano y Pepe se conocían, porque el distinguido erudito y bibliófilo solía hacer excursiones a Madrid cuando se anunciaba almoneda de libros, procedentes de la testamentaría de algún buquinista. Era D. Cayetano alto y flaco, de edad mediana, si bien el continuo estudio o los padecimientos le habían desmejorado mucho; se expresaba con una corrección alambicada que le sentaba a las mil maravillas, y era cariñoso y amable, a veces con exageración.

      Respecto de su vasto saber, ¿qué puede decirse sino que era un verdadero prodigio? En Madrid su nombre no se pronunciaba sin respeto, y si don Cayetano residiera en la capital, no se escapara sin pertenecer, a pesar de su modestia, a todas las academias existentes y por existir. Pero él gustaba del tranquilo aislamiento, y el lugar que en el alma de otros tiene la vanidad, teníalo en el suyo la pasión pura de los libros, el amor al estudio solitario y recogido sin otra ulterior mira y aliciente que los propios libros y el estudio mismo.

      Había formado en Orbajosa una de las más ricas bibliotecas que en toda la redondez de España se encuentran, y dentro de ella pasaba largas horas del día y de la noche, compilando, clasificando, tomando apuntes y entresacando diversas suertes de noticias preciosísimas, o realizando quizás algún inaudito y jamás soñado trabajo, digno de tan gran cabeza.

      Sus costumbres eran patriarcales; comía poco, bebía menos, y sus únicas calaveradas consistían en alguna merienda en los Alamillos en días muy sonados, y paseos diarios a un lugar llamado Mundogrande, donde a menudo eran desenterradas del fango de veinte siglos medallas romanas y pedazos de arquitrabe, extraños plintos de desconocida arquitectura y tal cual ánfora o cubicularia de inestimable precio.

      Vivían D. Cayetano y doña Perfecta en una armonía tal, que la paz del Paraíso no se le igualara. Jamás riñeron. Es verdad que él no se mezclaba para nada en los asuntos de la casa, ni ella en los de la biblioteca más que para hacerla barrer y limpiar todos los sábados, respetando con religiosa admiración los libros y papeles que sobre la mesa y en diversos parajes estaban de servicio.

      Después de las preguntas y respuestas propias del caso, D. Cayetano dijo:

      -Ya he visto la caja. Siento mucho que no me trajeras la edición de 1527. Tendré que hacer yo mismo un viaje a Madrid... ¿Vas a estar aquí mucho tiempo? Mientras más, mejor, querido Pepe. ¡Cuánto me alegro de tenerte aquí! Entre los dos vamos a arreglar parte de mi biblioteca y a hacer un índice de escritores de la Jineta. No siempre se encuentra a mano un hombre de tanto talento como tú... Verás mi biblioteca... Podrás darte en ella buenos atracones de lectura... Todo lo que quieras... Verás maravillas, verdaderas maravillas, tesoros inapreciables, rarezas que sólo yo poseo, sólo yo... Pero, en fin, me parece que ya es hora de comer, ¿no es verdad, José? ¿No es verdad Perfecta? ¿No es verdad Rosarito? ¿No es verdad, señor D. Inocencio?... hoy es Vd. dos veces Penitenciario: dígolo porque ¿nos acompañará Vd. a hacer penitencia?

      El canónigo se inclinó y sonriendo mostraba simpáticamente su aquiescencia. La comida fue cordial, y en todos los manjares se advertía la abundancia desproporcionada de los banquetes de pueblo, realizada a costa de la variedad. Había para atracarse doble número de personas que las allí reunidas. La conversación recayó en asuntos diversos.

      -Es preciso que visite Vd. cuanto antes nuestra catedral -dijo el canónigo-. ¡Como esta hay pocas, Sr. D. José!... Verdad es que Vd., que tantas maravillas ha visto en el extranjero, no encontrará nada notable en nuestra vieja iglesia... Nosotros, los pobres patanes de Orbajosa, la encontramos divina. El maestro López de Berganza, racionero de ella, la llamaba en el siglo XVI pulchra augustiana... Sin embargo, para hombres de tanto saber como Vd., quizás no tenga ningún mérito, y cualquier mercado de hierro será más bello.

      Cada vez disgustaba más a Pepe Rey el lenguaje irónico del sagaz canónigo, pero resuelto a contener y disimular su enfado, no contestó sino con palabras vagas. Doña Perfecta tomó en seguida la palabra, y jovialmente se expresó así.

      -Cuidado, Pepito; te advierto que si hablas mal de nuestra santa iglesia perderemos las amistades. Tú sabes mucho y eres un hombre eminente que de todo entiendes; pero si has de descubrir que esa gran fábrica no es la octava maravilla, guárdate en buen hora tu sabiduría, y no nos saques de bobos...

      -Lejos de creer que este edificio no es bello -repuso Pepe-, lo poco que de su exterior he visto me ha parecido de imponente hermosura. De modo, señora tía, que no hay para qué asustarse; ni yo soy sabio ni mucho menos.

      -Poco

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