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–exclamó, como el que consigue una ansiada victoria–. La única majestuosidad que encierra la catedral, es la de vuestra propia ignorancia.

      Hemos venido para hacer algunos cambios

      Isla de Inchkeith, año 1493.

      El terrible experimento de Jacobo IV llega a su fin. El suplicio va a terminar para los niños que han sido recluidos allí desde su nacimiento. Hasta entonces, han sido privados de todo contacto con otros seres humanos. Su único vínculo con la Humanidad ha sido una criada sordomuda a la que se le ha prohibido cualquier tipo de intercambio lingüístico y afectivo con los niños.

      El objetivo del experimento es descubrir qué lengua hablarán de manera natural, si nadie les ha enseñado a hablar ni han podido entrar en contacto con idioma alguno.

      El resultado, según la propaganda oficial de la época, es que «hablaban un muy buen hebreo».

      Los testimonios extraoficiales apuntan, no solo a que no hablaban lengua alguna, como es natural, sino a que, por desgracia, no sobrevivió ninguno.

      Lamentablemente, esta no fue la primera ni la última vez en la que tuvieron lugar experimentos semejantes. Los escritos de Herodoto hablan de experiencias similares llevadas a cabo por el faraón Psamtik en el siglo VI A. C. Parece ser que Federico II de Prusia y el káiser Guillermo «El Grande» también llevaron a cabo la misma atrocidad.

      El maldito experimento es la demostración de dos cosas:

      En primer lugar, se convierte en una prueba más de que la crueldad humana no tiene límites, especialmente cuando se es muy poderoso, se vive cómodamente y se tiene la sensación de ser intocable o prácticamente inmortal.

      Es una prueba más de que el poder jerárquico, político o religioso puede corromper fácilmente a las personas y convertirlas en máquinas inconscientes e insensibles al servicio de fuerzas oscuras. El poder que se otorga, que no emana directamente de la propia persona, consume a su portador: no es la persona la que posee el poder, sino que es el poder el que posee a la persona.

      Solo aquellos cuyo poder emana de su propia naturaleza, de su persona y no de títulos, puestos, linajes o distinciones, son capaces de soportar la fuerza centrífuga del lado oscuro del poder. Estos son los verdaderamente poderosos.

      Y de estos, haberlos «haylos».

      Curiosamente, a estas personas el poder otorgado no les interesa para nada. Sencillamente no lo quieren, entre otras razones quizás porque no lo necesitan.

      Llevo años estudiando a estas personas tan especiales. En este libro hablaremos de ellas. También hablaremos del control y del poder, de su lado luminoso y de su lado oscuro.

      Por otro lado, el miserable experimento también nos muestra algo que sin embargo no requiere de ninguna demostración: que las personas somos en relación con otras. Que necesitamos de los demás para validar nuestra existencia. Necesitamos hablar con otros, interactuar, intercambiar, de lo contrario sentimos que no existimos. Nos convertimos en fantasmas y la falta de conexión y contacto nos llevan a la enfermedad o incluso a la muerte.

      Uno necesita sentir que existe y la prueba irrefutable de la propia existencia suele ser el efecto que produce en lo demás. Que le miren cuando habla, que le escuchen, que reaccionen.

      Por eso es tan desagradable saludar a alguien por la calle y que no nos devuelva el saludo. O estar hablando con alguien y que se dé la vuelta y se marche sin haber podido acabar de explicar lo que queríamos.

      Nos aterroriza que nos ignoren, tanto que preferimos una respuesta negativa o desagradable a que no haya respuesta. Necesitamos sentir que producimos un efecto en los demás y en el mundo que nos rodea.

      Mi interpretación de esta necesidad es que hemos venido al mundo para hacer algunos cambios. Que nuestra vida tiene un sentido y que este sentido es hacia fuera: trasformar la realidad con nuestra aportación personal.

      Algunas personas realizarán grandes cambios, otras se ocuparán de cambios más pequeños pero igualmente necesarios. Cada persona tiene un papel que representar.

      Pobres aquellos que sientan que no están cambiando nada a su alrededor. Su existencia irá quedando vacía de contenido, de sentido y de vida. Una existencia sin influencia es como hablar para las paredes: al poco tiempo uno se acaba callando.

      No hemos venido para pasar inadvertidos y desaparecer sin dejar rastro alguno. Tenemos una misión que cumplir.

      Y aunque hemos llegado hasta aquí desnudos, es igualmente cierto que se nos ha enviado bien equipados y con el poder de llevar a cabo estos cambios. Se nos ha dado una magnífica herramienta para lograr nuestro propósito.

      La herramienta somos nosotros mismos. Pero, ¿sabemos cómo usarla?

      Presencia que transforma

      Aquel que sabe

      y sabe que él es,

      ese es sabio.

      Ante su sola presencia

      el hombre puede transformarse.

      Texto Sarmouni

      Tengo en mi casa una pequeña estatua de Buda, tallada en madera, de unos treinta centímetros de altura. La empleo en mis talleres para facilitar que los asistentes entren en contacto y se familiaricen con el concepto de presencia que influye, que transforma.

      Simplemente la coloco delante de ellos, les pido que la observen por unos minutos y que me digan qué sensación les genera. Las sensaciones son muy diversas, normalmente todas positivas.

      Y, lo más interesante de todo: todavía no he encontrado a nadie que me diga que no le genera nada.

      Figura 1. Mi estatuilla de Buda. Si la miras atentamente durante unos minutos empezará a generar sensaciones en ti. Y eso que ahora mismo ya ni siquiera es un volumen en el espacio, sino un simple dibujo plano en blanco y negro.

      Las formas en el espacio, su volumen, generan sensaciones en nosotros. Es el efecto de la arquitectura. Cuando los volúmenes del espacio representan figuras humanas, las sensaciones que generan en nosotros pueden ser incluso más intensas. Es el efecto de la escultura.

      Si lo que tenemos delante son seres humanos de carne y hueso, el impacto puede llegar a ser realmente transformador. Es el efecto de la comunicación.

      Paul Watzlawick en su «Teoría de la Comunicación Humana» establece la primera de sus leyes: «No es posible no comunicar», argumentando que todo comportamiento comunica algo. Como no es posible no comportarnos, no es posible no comunicar. Incluso el que se queda sentado en una silla con los ojos cerrados está comunicando muchas cosas (que está cansado, que no quiere ser molestado, etc.), lo que a nuestros efectos significa que si hay presencia, hay comunicación. Tu presencia comunica. Y vaya si comunica.

      Además, la presencia comunica normalmente de manera inconsciente, sin que te des cuenta. Lo cual no significa que tenga poco impacto, sino todo lo contrario: lo que nos afecta de manera inconsciente tiene mayor influencia sobre nosotros porque es muy difícil oponer una barrera a algo cuya existencia simplemente ignoramos.

      Cuando aparece una presencia por nuestros alrededores el efecto es automático e inmediato. Piensa en cuántas ocasiones has retrocedido de manera instintiva, sin ni siquiera pensarlo, cuando otra persona ha invadido tu espacio personal.

      El tamaño de este espacio personal varía en función de las distintas culturas y a menudo resulta incluso divertido observar como un latino se acerca a un anglosajón para hablar mientras el otro se aleja. Entonces se vuelve a acercar y el otro se vuelve a separar y así sucesivamente.

      Pero ni se dan cuenta: su conciencia está enfrascada en el tema del que están hablando, en el contenido de la conversación. No se percatan de que la razón de que esa conversación

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