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      Presencia Y PODER

      Sabiduría interior que impacta a tu alrededor

      Enric Lladó

      Título original: Presencia y poder

      Primera edición: Septiembre 2017

      © 2017 Editorial Kolima, Madrid

      www.editorialkolima.com

      Autor: Enric Lladó

      Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

      Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero

      Maquetación: Carolina Hernández A. y Sergio Santos Palmero

      Colaboradores: Aida Bonacasa Crespo

      Ilustraciones: Oriol Alcober y Marc Petit

      ISBN: 978-84-16994-38-0

      No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

      Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

      A mis padres,

      que me enseñaron con su ejemplo la importancia de ser una persona centrada y profunda

      Prefacio

      En el momento de terminar esta obra, miro hacia atrás y me doy cuenta con cierta nostalgia de los años que han pasado desde que me decidí a escribir mi primer ensayo, un experimento que titulé Los círculos de la influencia personal.

      En ese ejercicio iniciático esbocé un primer modelo para tratar de entender el mecanismo de la influencia humana. Mi propósito era ser capaz de describir de manera fácil algo aparentemente complicado.

      Desde entonces han pasado muchas cosas y el modelo inicial ha evolucionado. Poco a poco se ha convertido en algo multidimensional y completo.

      Estoy satisfecho por fin y siento que, ahora sí, es el momento de que salga a la luz.

      Porque cada vez que vuelvo a leer mis propias palabras, me sorprendo conectando con un agradable estado de ánimo, me siento más centrado.

      También percibo que a través de ellas llega más de lo que yo mismo quería transmitir cuando las escribí. Para mí es buena señal: mi propio libro me ayuda a aprender.

      Ojalá tú sientas lo mismo. Porque al abrir estas páginas estarás entrando en mi espacio más personal: ahora sé que el misterio de la influencia es el tema central de mi búsqueda vital.

      No sabría explicarte los motivos. Puede que sea el eco de algún mito lejano que me influye desde un pasado remoto. Quizás refleje alguna necesidad personal desatendida. No lo sé. La cuestión es que el asunto me apasiona y resuena profundamente en mi interior. Me parece un tema maravilloso que promete los tesoros más preciados. Porque nos habla de los demás y también de nosotros mismos. De la realidad visible, pero sobre todo de la realidad invisible.

      De una realidad que en muchas ocasiones no se puede expresar con palabras, que todavía esconde la magia de lo inexplorado, de lo sorprendente y de las infinitas posibilidades.

      Pues bien, este libro pretende ser un minúsculo agujero, un portal tan pequeño que es casi imposible, entre los demás y nosotros, entre la realidad tangible y la intangible.

      Un agujerito infinitesimal por el que vislumbrar el finísimo haz de luz que atraviesa las múltiples dimensiones de la existencia. Dimensiones diferentes, sí, pero al mismo tiempo conectadas, que intercambian vida en forma de energía e información.

      Carl Sagan dijo una vez que nosotros somos ni más ni menos que el Universo observándose a sí mismo.

      Pues eso, te invito a que eches un vistazo por este agujerito, a ver qué pasa.

      Capítulo primero. Presencia y silencio

      Gruñón místico

      Cada año, por Pascua, marchábamos del minúsculo convento y emprendíamos un viaje de tres días hasta llegar a la catedral.

      El viaje era duro, especialmente para los más ancianos. Pero todos lo esperábamos con mucha ilusión.

      Abandonar el rigor del convento, recorrer juntos el camino hasta Plasencia, encontrarnos con sus gentes, respirar otros olores, era una aventura y un auténtico placer.

      Pero el colofón del viaje era, por encima de todo, la catedral.

      Era bella, majestuosa. Llena de representaciones que revitalizaban en tu mente las imágenes de la Historia Sagrada, haciéndolas más claras y luminosas un tu interior. Los vitrales se encargaban de darles color transformando la luz que los atravesaba y que se había ido desvaneciendo en el recuerdo desde la última visita.

      Pero lo mejor de todo es que ¡era enooooorme!

      Acostumbrados a la estrechez de las celdas de cuatro pies y medio del Palancar, aquellas dimensiones abismales te hacían experimentar a Dios en toda su inmensidad. Allí sí era posible vivenciar un atisbo de la grandeza. Acercarse a comprender, aunque solo fuera minúsculamente, qué podría significar la palabra infinito.

      Así que, cuando era el momento de empezar los preparativos para el viaje, una ola de energía invadía el convento, que parecía renacer, cobrar vida al fin. Parecía que la primavera empezara a penetrar en nosotros porque todos estábamos más alegres y cordiales.

      Todos menos el viejo hermano Ciriaco.

      Cada año, sistemáticamente, era el último en terminar de preparar su zurrón y en calzarse las alpargatas de viaje. Lo hacía a regañadientes, refunfuñando

      –Insensatos, grrr, atajo de ignorantes, grrr, paletos...

      Gruñía por lo bajini, como disimulando, pero en el fondo deseando que todos le oyeran. Los demás no sé, pero yo entendía perfectamente los insultos que se escapaban de su boca desdentada.

      Siempre había sido el más huraño del convento pero en esas fechas su mal humor alcanzaba sus cotas más altas.

      La cosa se ponía peor cuando llegábamos a la catedral. Cada expresión de asombro de un hermano, cada manifestación de satisfacción del grupo, tenía como premio un rebuzno y, en sordina, un par de insultos de propina.

      Aquel año no me pude contener.

      –¿Qué os pasa cada año, querido hermano, que cuando vamos a la catedral y mostramos nuestro asombro ante la majestuosidad de Dios, os molestáis y empezáis a gruñir?

      –¿Majestuosidad de Dios decís? Grrr… la verdad, no entiendo muy bien qué demonios hacéis todo el año estudiando y rezando… para esto… Venid, ¡os mostraré!

      Por sorpresa, me agarró fuertemente del brazo y me arrastró hasta la puerta de la catedral. Apartando a manotazos y rebuznos a la gente que estaba en el umbral, me colocó justo debajo de la entrada, con un pie dentro y otro fuera.

      –Mira adentro –me dijo–. ¿Qué ves?

      Todavía sorprendido por su reacción y ante la visión de la impresionante cúpula, no pude más que responder:

      –Veo… veo… grandeza, majestuosidad…

      –Grrr... bien, bien, ahora mira afuera –me dijo, señalando con su mano hacia el cielo–. ¿Qué ves?

      –Pues… no veo nada… unos pájaros revoloteando… el azul

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