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Impúdicas. Arabella Salaverry
Читать онлайн.Название Impúdicas
Год выпуска 0
isbn 9789930526941
Автор произведения Arabella Salaverry
Жанр Языкознание
Серия Sulayom
Издательство Bookwire
Alona, asustada, cada vez más asustada, se escondió temblorosa en el remolino de colchas, edredones y sábanas. Se escondió para no mirar el dolor del joven, para no mirar la crueldad del hombre, para olvidar que el futuro no sería para ella.
Angustias
(o sobre la decisión de una ciclista)
La cuesta al Monte de la Cruz cada vez más pesada. La bicicleta apenas responde con la marcha más fuerte. Pero me siento potente, porque tu compañía me ayuda. El camino transido de olores a pino, a bosque, a hoja húmeda y una vaga neblina le da un aire como de fin de mundo al paisaje. Estoy feliz porque vas conmigo. Los músculos de las piernas se estiran, se retraen, y a cada vuelta de los pedales el aire se rebela y no quiere entrar a mis pulmones. La malla de ciclista moldea mi cuerpo con precisión, lo cubre de rojo eléctrico, mientras vos, más sobrio, vas de negro convencional. Aunque no eludís totalmente el color, lo llevás en la camiseta, en sus adornos amarillo canario que destellan con la luz de la tarde. El casco me cubre la cabeza, y se empapa con el esfuerzo. Guantes de cuero, rodilleras, los codos también cubiertos, como me enseñaste que debe ir cualquier ciclista que se respete. Me gusta ir de rojo. Me compré dos uniformes rojos. Me gusta esa sensación de segunda piel que te da el uniforme de ciclista. Me gusta la sensación cuando despacito te vas sacando el traje. Es como si te arrancaras la epidermis de a poco, como si dejaras expuesta una piel más sensible que la anterior, capaz de estremecerse hasta con el aire. Me gusta la bicicleta montañera y sus engranajes, sus marchas, su manillar plateado, brillante, su marco verde. Ese enredo de colores me va bien, para huir aunque sea por una tarde de la rutina gris de una oficina en donde todo es igual, siempre, siempre igual, y las cosas, y las personas, reiterada, igualmente grises.
¿Paramos un momento? Quiero tomarte una foto. ¿Dónde? Allí, al lado de la piedra. Te complazco y me acerco a la piedra enorme, terrosa. No me gusta posar. Me pone nerviosa. Se congela la sonrisa y después se me dificulta mucho sacármela de encima. Algunas veces me quedo con la sonrisa detenida hasta por dos horas y no logro deshacerme de ella. Acepto posar porque sé que para vos el paseo no estaría completo sin la foto. Sin la sonrisa congelada de la foto. Te gusta tomarme fotos. Espontáneas, posadas, en la bicicleta, al lado del camino, arriba de los árboles, al lado de las cercas. Mientras intento arrancarme la sonrisa te cuento, una vez más, sobre mi vida. En cada salida te doy un poco más, y un poco más profundo. Me pregunto si no te aburrís. Pero pareciera que realmente te interesa, dispuesto a oír, siempre, y cada vez más adentro. Pero eso sí, vos, en silencio.
Aún tengo vivo el momento en que nos encontramos en esa convención de ciclistas. Yo, en el lugar por casualidad. Venía con ausencia de mar. Nunca antes me habían interesado las bicicletas. Fui con una prima que quería cambiar la suya y andaba buscando un amigo dueño de un ciclo. Fui para distraerme. Para olvidar. Por un rato olvidar que tampoco me gustaba el frío de la meseta, ni la seriedad de las personas. En el lugar, de todo y para todos los gustos. Exhibición de pasadores, sillines, manubrios, empuñaduras, arcos, llantas, llantas delgadas, llantas más gruesas, llantas casi lisas, corrugadas, aros, frenos, cadenas, bicicletas sencillas, con guardafangos de arabescos coloridos, con guardafangos sobrios. Un derroche de ciclismo por todas partes. En medio de esa parafernalia estabas vos, no parabas de hablar, de dar órdenes al muchacho que te ayudaba, de acomodar cajas, exponer partes, ajustar el proyector y manchar una pantalla con más bicicletas en idiomas extranjeros.
Me llamó la atención tu vehemencia, cómo te movías en ese entorno de dos ruedas, la fuerza con la que hablabas. No parecías meseteño. Más bien del Caribe. Hasta el tono, el volumen. Opté por quedarme observando, no te perdí ni un movimiento, ni una palabra, y poco a poco me contagiaste de la pasión. De la pasión por las bicis. Decidí que yo quería vivir lo mismo. Yo también sería ciclista. Buenas… ¿La ayudo? Sí, esta marca es excelente. Y está de moda. Lo mejor es que hay repuestos disponibles. Sí, además de vendedor soy instructor. Pero tu vehemencia se fue apagando cuando intenté hablar de cualquier otro tema… hasta que después de un gran esfuerzo, casi balbuceante, te animaste… si le parece, cuando tenga su bici, podemos hacer excursiones… así le voy enseñando todos los secretos del ciclismo. Buenísimo… muchas gracias, estaré encantada. Y ese mismo día la compré. Hubo bicicleta inmediata y cita concertada.
Pasé la semana muy inquieta. Practiqué los siete días, cada tarde, hasta equilibrarme sobre las dos ruedas con cierta elegancia. Pero de eso a ciclista faltaba mucho.
Llegó el sábado y con él, el mayor esfuerzo que he realizado. Me llevó en su carro hasta después del túnel del Zurquí. Allí nos subimos a las bicicletas y seguimos un trecho entre subidas y bajadas, musgos y “sombrillas de pobre”, cataratas y cascadas. El corazón me bombeaba con fuerza, y la bicicleta que se hace a un lado, luego al otro, y tu voz animándome, ya casi, estamos cerca, ahorita paramos, dele, dele, va bien. Y al fin, bueno, ya, en este riachuelo podemos descansar. Nos sentamos yo agotada por el esfuerzo vos como si nada, mirándome en silencio hasta que logré recuperar el aire y otra vez soy yo la que hablo sin parar, la que cuento de mi única hija, del amor contrariado, de la soledad, del abandono, de la magia de la infancia al lado del mar, de caracoles y peces, de tortuga y langosta, de mi llegada a San José, de la biblioteca donde trabajo, de los días siempre iguales y vos mudo, escuchando, con grandes ojos de asombro como si nunca hubieras oído historias como la mía, solo tus ojos hablándome, alentándome con la mirada, seguí, aquí estoy para oirte, conmigo podés hablar, te escucho y te entiendo.
No importa si es día de sol o de aguacero. Cada sábado, nuestra excursión. Caminos repletos de verde, praderas suaves, picos escarpados, potreros sedosos o ariscas montañas. Por todos andamos. Solo nos falta el mar. Si la lluvia en torrentes nos detiene buscamos resguardo en algún alero amable y allí, pegados, uniforme contra uniforme, sudor contra sudor, lycra contra lycra, hemos estado al borde del beso. Casi tan cerca del beso que duele. Otras veces si se traba la marcha de la bicicleta tu mano se acomoda al lado de la mía para ayudarme y siento a través del guante el latido de tu sangre atropellada tratando de saltar hasta mi mano. Pero no pasa nada. Se suspende el momento y no pasa nada. Otras veces cuando debemos cambiar una rueda acuclillados a la orilla del camino casi nos atrapa el abrazo. Pero no pasa nada. Nos reponemos del momento en un silencio espeso, y luego soy yo la que sigue hablando. Podría afirmar que te gusto, y mucho, que disfrutás oyéndome, porque la cita se repite cada sábado. Y cada sábado. Y cada sábado.
El viaje de hoy será de celebración: mi cumpleaños. Y el aniversario de nuestro primer viaje en bicicleta. Iremos hasta Moín. Donde el río desemboca en el mar. Nos empaparemos de mar. Será el último viaje. Me parece que suspenderé las excursiones. Así que no queda más remedio. Me parece que seré yo quien tome la iniciativa. Si mal no cuento, cincuenta y dos citas cada año. Porque cincuenta y dos semanas tiene el año. No, no creo que esté tan mal. No creo que esté para nada mal. Porque ya cumplo sesenta. Y en treinta años de viajar todos los sábados, ajustamos mil quinientas sesenta citas. No creo que esté tan mal. Tomaré la iniciativa.
Tal vez todavía podamos florecer, –aunque sea montados en una bicicleta–, a la orilla del mar.
Antonia
(la densa amargura de la pesadilla)
Las noches de Antonia turbias. Luchar contra el sueño que insiste estimulado por el golpeteo de las olas contra el tajamar, una, otra vez, rítmico, reiterado, y Antonia con los ojos abiertos, el peso en los párpados, las pestañas batiéndose, y el temor acechándola. Antonia no quiere dormir. Mejor quedarse allí, en el corredor donde se instala la luna y desde donde mira la extensión del mar sentada en la enorme mecedora que pende del techo, los pies sin tocar el suelo, rectecita, como una estaca, dificultosamente cierra el último botón del pijama eludiendo el sueño,