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testigos que generaban gran repercusión mediática pero que evitaban entrar en choque con el peronismo, puestos que eran funcionarios sin vinculación orgánica con el partido, lo que permitía a la Alianza tener cierta paz y convivencia con el PJ; además, el presidente De la Rúa había manifestado en más de una oportunidad que los avances de las investigaciones no llegarían hasta Menem, afirmando que “no sería bueno para la República que un expresidente termine preso”, por lo que la OA actuaría más sobre el entorno del riojano que sobre él. En un camino similar, el gobierno se decidió a enfrentarse de lleno con el sindicalismo cegetista –la institución corporativa más sospechada y con peor imagen según las encuestas44–, ya que advirtió que los conflictos con este serían ineludibles, por lo que era mejor romper con sus representantes rápido e intentar debilitarlos para luego –cuando se recibieran los contragolpes– y presentar el cuadro como la reacción natural de oscuros dirigentes que se negaban a perder sus privilegios y a transparentar sus cuentas. Así, el gobierno con el apoyo de los diputados cavallistas le quitó el Fondos de Obras Sociales a la CGT, como también buscó acorralar al sector rebelde de Moyano, al tiempo que se mostró conciliador con el de Daer pidiéndole a este su “colaboración” para normalizar el PAMI, creyendo que así, al acentuar la división entre ambos grupos, en el sindicalismo peronista primarían solo los moderados mientras que los sectores más combativos quedarían aislados. Moyano advirtió pronto sobre esta estrategia: “El gobierno está cometiendo el mismo error que Alfonsín, al querer enfrentar, pretender ignorar y destruir a las organizaciones gremiales [...] no nos deja otro camino más que el paro general” (Clarín 19/01/2000). Sin embargo, a pesar de las medidas de fuerza, el camino que había tomado el gobierno pareció todo un acierto: el paro que lanzó Moyano en enero –apenas un mes después de haber asumido las nuevas autoridades– tuvo una flaca concurrencia y quedó aislado, puesto que ni el sector de Daer ni la CTA lo acompañaron, mientras que los grupos del sindicalismo cegetista comenzaron a pedir la intervención de la Iglesia y del PJ para que el gobierno no concrete varias de las quitas de prerrogativas al gremialismo como parecía dispuesto a hacer45. Por último, desde el gobierno también se decidió marcar la nueva impronta a partir de revitalizar algunos aspectos relacionados a los derechos humanos. En este caso los diputados aliancistas lograron los votos suficientes en el Congreso para negarle el diploma legislativo cuando estaba por asumir a su cargo el ex represor y exgobernador de Tucumán Antonio Bussi, vedándolo por “inhabilidad moral”. A su vez, comenzaron a ser desempolvados diversos expedientes en los tribunales de justicia en los casos de sustracción de menores, causas por corrupción durante el Proceso, como también permitir las extradiciones de exfuncionarios militares hacia el exterior para que fueran juzgados en otros países. En fin, con estos cuatro elementos (el fin de la Carpa Blanca, poner en funciones la OA, desafiar al poder gremial y revitalizar causas sobre derechos humanos) el gobierno mostró algunos cambios y se dio por satisfecho con su estrategia inaugural de regeneración institucional durante los primeros meses. La Alianza había llegado y la población pudo notarlo en muy poco tiempo.

      Tras cumplirse el periodo de “luna de miel” con los 100 primeros días de gestión, en las encuestas la imagen de aprobación era muy alta, con el 70% de apoyo al camino trazado y todavía más a la figura de De la Rúa (Clarín 19/03/2000). Desde el gobierno, decidieron capitalizar esto de dos modos. Primero, fueron adelantados los comicios para elegir jefe de gobierno porteño, distrito en que el oficialismo daba por descontado que se impondría. Allí, a principios de mayo se impuso la Alianza con comodidad con la lista encabezada por Aníbal Ibarra (Frepaso) y Cecilia Felgueras (UCR) con casi el 50% de los votos, venciendo a la coalición liderada por Cavallo y Belíz –que también fue apoyada por Duhalde–, que obtuvo un 33% (Cavallo tardó en admitir su derrota la noche de la elección, en la cual acusó a gritos llenos de furia de mentiros a los aliancistas y de querer destruirlo) (La Nación 08/05/2000)46. La campaña de esta elección se concentró una vez más en la figura de De la Rúa, puesto el alto apoyo que contaba en los sondeos. Así, acompañó a Ibarra y Felgueras por toda la ciudad buscando trasmitirles su carisma y asociarlos a su persona. Del mismo modo, y en segundo lugar, durante junio se lanzó una campaña publicitaria para adherir a la moratoria fiscal, la cual también fue encabezada por De la Rúa, en la que se esperaba que los morosos se decidieran a pagar sus deudas con el fisco por la “confianza” que pudiera despertarles el presidente, ya que ‘sabían’ que este no se robaría el dinero. Esta acción también pareció todo un acierto: cuando se conocieron los resultados de la moratoria durante los primeros días de julio, la recaudación quebró la inercia a la baja y se festejó la primera suba en más de dos años. A su vez, la disciplina fiscal, las medidas económicas tomadas y el tipo de camino elegido por el gobierno lo volvieron acreedor de un rotundo respaldo del mundo de los negocios local, del FMI y del BID, sobre todo cuando estos últimos anunciaron en septiembre préstamos por U$S 8.700 millones con el fin de asegurar los compromisos por vencimiento de deuda que restarían hacia fin de año (Clarín 05/09/2000); con lo que, la paz económica pareció garantizada: por si hubiera dudas de los pagos, de un virtual default o de una devaluación, los fondos ya cubrirían todo; con lo que la economía parecía firme y segura.

      Por supuesto, el apoyo financiero dado por los organismos internacionales al gobierno no fue gratuito, sino una pesada conquista. En principio porque este respaldo se basó en las duras medidas que aplicó la Alianza con tal de llevar tranquilidad a los mercados y en las que más de una vez el mismo gobierno estuvo dispuesto a arriesgar demasiado su propio capital político con tal de mostrar números en equilibrio. En este caso, porque cuando se hicieron las primeras estimaciones del impacto inicial del “impuestazo” se comprobó que ninguno de los objetivos buscados fue logrado: los ingresos no aumentaron lo suficiente, no tuvo el mínimo efecto redistributivo que intentó, aun cuando focalizó la suba de impuestos sobre todo en ganancias, ni tampoco logró hacer despegar la economía, a su vez que los salarios terminaron perjudicados mucho más de lo esperado (los datos hablaban de una baja general que iba desde el 1% al 14%) (Clarín 04/01/2000). Fue por eso que apenas dos meses después del “impuestazo”, el gobierno aplicó un segundo plan de ajuste, mucho más concreto que el anterior. Para ello el gobierno decidió en febrero no renovar los contratos de 18.000 empleados estatales, dar de baja a los que habían sido contratados durante el año anterior, ampliar el sistema de retiro voluntario hasta 90.000 personas y aplicar la jubilación forzosa para los que estuvieran en edad de hacerlo. Además, como una medida de austeridad y eficiencia, se pensó suprimir y fusionar organismos, lo que permitiría contar con otros 6.000 funcionarios públicos menos (Clarín 08/02/2000). Por su parte, y para terminar de congraciarse con las autoridades del FMI, el gobierno estuvo dispuesto a llevar adelante una de las reformas económicas “pendientes” de la era Menem cuando apostó por hacer aprobar una ley de reforma laboral exigida por dicho organismo y que implicaba una notoria “flexibilización” de los derechos de los trabajadores. El corazón de la nueva normativa era debilitar los acuerdos gremiales centralizados, extender los periodos de prueba sucesivamente, impulsar las negociaciones por empresa, crear nuevos convenios colectivos y subir la edad jubilatoria. Además, como señaló el Héctor Recalde, abogado laboralista ligado a la CGT de Moyano: “Durante el exagerado plazo de duración –hasta un año– priva al trabajador de la mínima estabilidad, ya que no tiene derecho a indemnización por preaviso ni tampoco por despido” (La Nación 28/04/2000), como también le permitía a los empleadores disminuir los aportes patronales y a la seguridad social casi sin control. A pesar de todos los retrocesos en materia de protección para los trabajadores, el ministro de Trabajo frepasista declaró que “esta es una ley muy progresista” (Clarín 27/04/2000) y fue defendida por el gobierno, especialmente por el vicepresidente Álvarez, como la mejor herramienta para luchar contra la desocupación. La ley se trató sin problemas en Diputados en febrero y fue aprobada por el Senado a fin de abril. Allí, cuando se aprobó finalmente, el jefe de asesores de Economía, Pablo Gerchunoff, celebró: “La ley de reforma laboral aprobada por el Senado es una bisagra en la historia del modelo sindical argentino. Es un golpe muy fuerte al régimen tradicional y un progreso fundamental en el camino hacia la modernización” (La Nación 28/04/2000). Sin embargo, el tratamiento de dicha ley fue una tarea mucho más dura de lo esperado. La CTA, que había intentado comportarse como el aliado sindical del gobierno, tuvo su primera tensión con este al lanzarse

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