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y respaldar a un gobierno en el que habían quedado en un lugar subordinado y con un poder político e institucional mucho menor al esperado, y donde la persona que encabezaba la coalición parecía poco dispuesta a inclinarse por las ideas de izquierda o “progresistas” que desde el Frepaso se hubiera deseado. Por lo cual, como vemos en ambos casos, tanto en el radicalismo como en el Frepaso, debían ensayarse formas de generar confianza recíproca, establecer mecanismos de resolución de conflictos y de toma de decisiones, como también de asegurar el apoyo interno absoluto para poder fijar un rumbo y luego sostenerlo. Puesto que si la Alianza descuidaba los elementos coalicionales básicos, la unidad pronto se perdería y no podría sostener la dirección del gobierno sin sobresaltos; aunque, desgraciadamente, estos elementos habían sido puntos totalmente descuidados por ambos partidos en la conformación de la Alianza y durante la campaña, suponiendo que solo con buenas intenciones los problemas y conflictos se resolverían.

      La focalización de la acción de gobierno inicial fue entonces, como dijimos, centrada en apuntalar el terreno económico. Para ello, todos los esfuerzos se concentraron en resolver el déficit fiscal heredado, ya que este fue diagnosticado como principal causa de problemas futuros si era desatendido. El tipo de estrategia apuntaba a resguardar lo esencial del modelo económico menemista, bajo el supuesto tácito de que el mismo era viable y que solo había que “corregir” aspectos parciales para optimizarlo. Es por ello que se le dio también continuidad a importantes funcionarios menemistas en los cargos estratégicos que detentaban hasta entonces con el fin de otorgar previsibilidad (fueron confirmados así Roque Maccarrone, Pedro Pou y Daniel Marx en el Banco de la Nación, el Banco Central y la Secretaría de finanzas respectivamente) y se diagramaron objetivos a más largo plazo: luego de reducir el déficit fiscal, se buscaría eliminarlo; habría que transparentar las instituciones económicas; y, finalmente, se optaría por llevar adelante los elementos de segunda generación de la reforma del Estado y del programa neoliberal pendientes. El camino que se trazó para ello, por cierto, si bien no se desviaba en líneas generales de los anteriores, sí guardó una diferencia inicial: no se buscó esta vez reducir el déficit recortando gastos como había sido hasta entonces durante el menemismo, sino subiendo los ingresos del Estado. Para ello, y bajo el auspicio de demostrar un fuerte compromiso con el sector financiero, el gobierno lanzó su programa de ajuste “vía ingresos” a dos semanas de asumir. El mismo, sin embargo y al contrario de lo esperado, no fue bien recibido por varios sectores de la población ni tampoco por la prensa, aunque fue tolerado sin grandes resistencias, siendo inmediatamente bautizado como el “impuestazo”. Las medidas que incluía el paquete económico eran muchas, ellas iban desde la ampliación del IVA a las coberturas de medicina prepaga, al transporte aéreo y al terrestre de larga distancia (superior a los 100 km), la suba del impuesto a las ganancias para los salarios superiores a $1.500, como también la reducción de las deducciones impositivas en un 30% en varias categorías en ganancias (conocidas como “la tablita de Machinea”). De igual modo, se creaban nuevos impuestos para los autos 0 km, las jubilaciones, los bienes personales y varios extraordinarios, aunque sin prosperar el impuesto a la herencia como propusieron los frepasistas. Por su parte, el paquete se complementaba con la convocatoria a una moratoria fiscal y con un recorte del gasto que finalmente –y a pesar de los anuncios– no se pudo evitar. Este último implicó una poda presupuestaria de 216 millones que se cargó sobre las espaldas de los trabajadores estatales, dado que además de algunas reducciones salariales, hubo programas de retiros voluntarios, jubilaciones anticipadas y una pequeña porción de ellas compulsivas (Clarín 11/12/1999).

      A pesar de que este paquete de medidas era de neto corte contractivo, y que afectaba el consumo, los salarios, las jubilaciones y las expectativas, el mismo se esperó sin embargo que expandiera la economía. Como dijo el secretario de Hacienda Mario Vicens, “el ajuste fiscal es el único camino para reactivar la economía” (Clarín 10/12/1999). Porque según el gobierno, la “consolidación de la confianza” que implicaría tener mayor responsabilidad fiscal era indispensable para motorizar el crecimiento. Ya la experiencia argentina previa durante la convertibilidad –por ejemplo durante el Tequila– había mostrado que un ajuste fiscal ortodoxo y el apoyo de los inversores eran suficientes para que la economía volviera a crecer, por lo que se apostó a consolidar estos objetivos. Con respecto a esto, desde la banca local y el FMI se dio un fuerte apoyó a las medidas, a las que consideraban como un plan de estímulo positivo porque con él “se baja el Riesgo País y así las tasas de interés, lo que ayudaba a reactivar la economía” (Clarín 30/01/2000). El mismo subgerente del Fondo, Stanley Fischer, felicitó al gobierno por sus decisiones: “Estoy muy impresionado por el paquete de medidas del gobierno argentino” (ib.). Precisamente, el gobierno entendía que si “hacía los deberes” y lograba establecer un programa acorde al establishment económico, los organismos de créditos internacionales y el empresariado, el horizonte brumoso podría desvanecerse, la tranquilidad se podría asegurar y las ayudas externas tonificarse, puesto que habría un gobierno responsable dispuesto a hacer “lo que había que hacer”. Con lo que, el crédito público y privado bajarían sus costos, los flujos de capital aflorarían al país, la inversión crecería y el consumo haría el resto para expandir la economía. Por lo demás, el efecto positivo sería el suficiente para activar todo el ciclo económico completo, en una suerte de repetición virtuosa que solucionaría todos los males de una vez: la expansión económica fortalecería la recaudación, esta haría bajar el déficit público, con lo que el nivel de riesgo descendería una vez más. Así, se planeaba que el camino al éxito estaba asegurado. A menos de un mes de haber lanzado sus medidas, Machinea festejó confiado: “La recesión terminó. [...] [En el 2000] el crecimiento económico no será en ningún caso inferior al 4 %” (Clarín 06/01/2000).

      Del mismo modo, y en paralelo al lanzamiento de medidas económicas, el gobierno también se dispuso a llevar a cabo su programa de “regeneración institucional” con el cual se apostaba a consolidar su capital político, ya que este era finalmente su principal recurso de poder y la única herramienta con la cual podía instalar la confianza que deseaba. Y porque además, lograr la tan mentada “renovación política” había sido la misión fundamental de la Alianza y una tarea que no podía descuidar. Por ello, para poner de manifiesto la transformación inmediata que implicaba que Menem dejara el gobierno, el nuevo gobierno lanzó una serie de cambios. El más visible fue acordar con los sindicatos docentes una nueva ley de financiamiento para la educación estatal. Con esta ley, y tras cumplirse mil días de lucha y resistencia –con repercusión local e internacional–, la Carpa Blanca docente fue levantada, con lo que se puso fin a uno de los símbolos más sonoros de la última etapa del gobierno de Menem, y las nuevas autoridades no dudaron en expresar que era una “vergüenza nacional” que aquel haya permitido que algo así suceda (Clarín 17/12/1999). La resolución del conflicto, si bien era una señal de nuevos tiempos, demostraba más bien el gesto político que se estaba dispuesto a hacerse desde CTERA y por parte de sus titulares, Marta Maffei y Hugo Yasky –ambos líderes de la CTA–, hacia el nuevo gobierno más que el logro de reivindicaciones concretas, puesto que los docentes solo obtendrían un aumento mensual de 70 pesos tras crearse un impuesto para los autos de valuación superior a los 15.000 pesos. Aunque sin dudas, el haber desarmado la Carpa Blanca era una medida de alto impacto político que dejaba abierta la puerta para soñar que nuevos tiempos políticos comenzarían a vivirse en el país.

      En idéntica dirección, el nuevo gobierno se encargó de inmediato de llevar adelante una de las más importantes promesas de campañas cuando creó la “Oficina Anticorrupción” (OA), un organismo estatal dependiente de la presidencia de la Nación encargado de recibir denuncias, recabar información y auxiliar al poder judicial en causas ligadas a la corrupción. Al poner en marcha la nueva oficina, el gobierno escogió como principal blanco a las figuras más emblemáticas del menemismo a las que habían estado asociadas a las sospechas públicas. Así, comenzaron a ser investigados, procesados, embargados e incluso encarcelados funcionarios paradigmáticos de la era Menem, como María Julia Alsogaray (exsecretaria de Medio Ambiente), Víctor Alderete (exdirector del PAMI), Jorge Domínguez (ex jefe de gabinete de Menem), como también fueron anulados los sueldos y jubilaciones de privilegio de hombres y parientes cercanos al anterior gobierno43. Desde el menemismo empezaron a acusar al nuevo gobierno de realizar “una caza de brujas” en

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