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no querían autorizar su proyección, e importantes figuras vinculadas a la intelectualidad mexicana de la época recibieron al filme como una ofensa. Un ejemplo anecdótico de esto último lo cuenta el mismo Buñuel: la mujer de Diego Rivera no le dirigió la palabra tras el estreno, y la de León Felipe intentó arañarlo, “alegando que yo acababa de cometer una infamia, un horror contra México” (196).

      ¿Cuál es la infamia —el horror— que el director y su filme habían cometido? Si revisamos el contexto en el que se exhibe por primera vez la película, nos situamos en la etapa posrevolucionaria, en la que la imagen interna y externa del país seguía todavía marcada por el signo de la Revolución como referente político y cultural. El filme se sitúa en el periodo de los gobiernos civiles, que ya habían adquirido un tinte neoliberal pero que seguían viviendo del mito de la Revolución y se empeñaban en perpetuar la cohesión proporcionada simbólicamente por ese mito. La clase intelectual de la época se sumó al intento por consolidar una identidad de país consistente y aglutinadora. Si el discurso posrevolucionario (décadas del 20 y 30) que narró este mito fue uno de unificación, en el sentido de proponer y propugnar una lectura unívoca de la identidad nacional, el periodo inmediatamente posterior privilegió además una narrativa que evitara las fisuras, en busca de promover aquello esencial que caracterizara “lo mexicano”. Algunos ejemplos representativos de esta narrativa de lo mexicano —la novela de Carlos Fuentes, La región más transparente (tres años posterior a la película), los murales de Diego Rivera, representados por ejemplo en Sueño de una tarde dominical en la Alameda (de 1947), el ensayo de Octavio Paz sobre la “mexicanidad”, El laberinto de la soledad (publicado en 1950), o el filme de Eisenstein Viva México (estrenado a principios de la década del 30)— despliegan un tono épico sobre el ser mexicano. Es cierto que no podemos considerar estos productos culturales como épicos en un sentido estricto; en efecto, ellos consideran también una perspectiva del fracaso en su representación de lo mexicano, pero en todos los ejemplos aquí utilizados existe un ánimo de coherencia estilística y de presentación grandiosa —aun de aquello que falla o perece— de la historia de México, una búsqueda de un algo esencial y de un sentido (como significación y como destino). Los olvidados no solo amenaza este discurso a causa de su temática —la marginalidad de un grupo de niños y adolescentes—, sino que también a causa del estilo con que la aborda, un estilo que desafía la propuesta de unificación promovida por una búsqueda de lo mexicano.

      Muchas veces considerada como un paréntesis en la carrera de Buñuel, su etapa mexicana ha sido abordada por algunos autores desde distintas perspectivas. Entre las aproximaciones a la obra de este periodo destacan aquellas que, como la de Gastón Lillo, potencian su carácter transgresor en relación a los géneros cinematográficos y a las tradiciones culturales. En lo particular, el estudio de Los olvidados suele privilegiar un prisma psicoanalítico que traslada las operaciones psíquicas del ámbito familiar a las relaciones de Jaibo, Pedro y su madre, como lo desarrolla Peter William Evans. Estas lecturas, si bien integran el aspecto sociocultural en alguno de sus niveles, no enfatizan la importancia que el contexto de la época imprimió en la gestación, recepción y posterior análisis de la cinta. Es por esto que inscribo este análisis en el examen que realiza Ernesto Acevedo Muñoz respecto al periodo mexicano del director español, y al cual confronta con lo que denomina “crisis de lo nacional”, para así establecer cómo los filmes de Buñuel marcan el tránsito desde el cine clásico —épico, ideológicamente conservador, sometido formalmente a un determinado género— al “nuevo” cine: de autor, políticamente de avanzada y experimental en el campo formal (5); así también sitúa a la industria cinematográfica como parte del proyecto posrevolucionario que impulsa políticas culturales en varios ámbitos (museos nacionales, murales en lugares institucionales, publicaciones), conforme a la consolidación de una idea de “lo nacional” (67-68).

      Sin embargo, si bien en términos generales adscribo a lo propuesto por Acevedo Muñoz, me parece necesario disentir en un punto importante de su análisis. En el caso específico de Los olvidados y la identificación que Acevedo Muñoz hace con El laberinto de la soledad, mi opción es integrar el texto del ensayista mexicano al mismo proyecto de consolidación de una identidad que puede desprenderse de otros productos culturales de la posrevolución, y, por ende, confrontarlo al de Buñuel. Si bien Paz, contraviniendo la reacción masiva, valoró el filme desde sus inicios (incluso escribió un texto elogioso para su presentación en Cannes, donde, contrariamente a su estreno en México, sí fue recibida con premios y aplausos), propongo que como representante de esta narrativa de la mexicanidad se contrapone a la representación que hace Buñuel: aun cuando el diagnóstico del escritor mexicano no es celebratorio ni épico en un sentido glorificador, sí intenta amalgamar en el concepto de soledad —entendida también como ruptura y negación, proveniente de un acto de violencia fundamental, “la chingada”— su propia aspiración a dar con una esencia que se desprende de su discurso: “El mexicano no quiere o no se atreve a ser él mismo” (210). Hay un mexicano, hay una mexicanidad, hay un intento aglutinador que, aunque provenga de un cauce en absoluto loable (la violación), sí anhela una definición solemne y definitiva. El filme de Buñuel, por el contrario, barre con las definiciones y los esencialismos; si Paz considera que “la singularidad de ser —pura sensación en el niño— se transforma en problema y pregunta, en conciencia interrogante. A los pueblos en trance de crecimiento (…) su ser se manifiesta como interrogación: ¿Qué somos y cómo realizaremos eso que somos?” (143-144), Buñuel expone en su película los residuos más molestos de todo proyecto de adulto y su afán de autodefinición.

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