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      —Eso parece... ¿Le duele?

      —Mucho.

      El médico suspiró, imaginando lo que aquel hombre debía de estar padeciendo. Por lo que pudo apreciar, al menos llevaba introducidos en su interior siete u ocho centímetros de botella, afectando probablemente al colon.

      —No se preocupe... Se la vamos a sacar —aseguró, intentando con ello tranquilizar al atribulado paciente.

      Una hora después, un equipo de tres cirujanos, dos albaneses y un serbio, lograban extraer una parte de la botella del interior de Đorđe. Sin embargo, la operación no pudo completarse, pues algunos pedazos quedaron incrustados en su colon, circunstancia que implicaba un alto riesgo de infección y perforación. Paralelamente, la familia del desdichado Martinović fue avisada de la presencia de su pariente en el hospital, y puesto que este trabajaba como empleado civil en el cuartel de Gnjilane, también se informó del suceso a las autoridades militares y, por supuesto, a la policía. Al conocer lo sucedido, el coronel Novak Ivanović, comandante de dicho cuartel, ordenó que no se permitiera a nadie hablar con Đorđe hasta que no lo hiciera primero él. En un día como aquel, semejante noticia podía alterar la alegría de la fiesta y el orden social que con tantas dificultades se intentaba mantener. Por tanto, Đorđe tuvo que pasar la noche solo, atendido por dos viejas enfermeras y obligado a defecar mediante una sonda. Triste y lloroso, apenas pudo dormir una media hora.

      Hacia las siete de la mañana llegó al hospital el coronel Ivanović, quien, tras informarse del estado del paciente, solicitó pasar a su habitación para hablar a solas con él. Previamente, había contactado con sus superiores en Belgrado para notificar el caso y recibir instrucciones.

      Đorđe se encontraba solo y medio adormilado. Gracias a la operación del día anterior, podía ya recostar su espalda sobre la cama, aunque la sonda le representaba una cierta incomodidad. La ver aparecer al militar vestido de paisano intentó incorporarse para saludar lo más marcialmente posible, aunque solo pudo levantar unos centímetros la cabeza e inclinarla en señal de sumisión.

      —Coronel..., qué alegría me da verlo...

      —Tranquilo, Đorđe, no te muevas... Descansa. He venido a saludarte y a charlar un poco contigo. ¿Cómo te encuentras? ¿Te tratan bien?

      —Bueno... Me encuentro mejor..., dentro de lo que cabe. Todos han sido muy amables y atentos..., incluso los médicos albaneses. Pero aún no he podido ver a mi familia...

      —Bien, bien... Más tarde... primero tenemos que hablar muy seriamente —manifestó el militar, matizando el tono amable inicial.

      —Sí... claro..., entiendo. Lo que me hicieron fue muy grave...

      —De eso vamos a hablar precisamente. ¿Qué sucedió realmente? Desde el hospital me informaron de que tú habías denunciado el ataque de unos albaneses...

      —Así es..., coronel —la voz de Đorđe parecía cada vez más débil.

      —Cuenta pues, cuenta —le instó Ivanović.

      —Me atacaron dos tipos mientras yo cuidaba mi huerto. Me bajaron los pantalones, hincaron un palo en el suelo, metieron la botella en la parte superior y me obligaron a sentarme sobre ella... Como la base era muy ancha, tuvieron que hacer mucha fuerza. Eran jóvenes, y no paraban de decir que debía abandonar mi tierra, venderla a algún albanés y marchar a Serbia... O si no, le harían lo mismo a mi familia...

      —¿Y tú no te resististe?

      —Es que eran muy fuertes, mi coronel, y además me golpearon en la cabeza. Casi pierdo el sentido.

      —Ya... —el militar no parecía muy convencido de lo que estaba escuchando—. Mira, Đorđe, los médicos me han informado de que necesitas de una nueva operación para extraerte lo que queda de la botella en tu estómago. Yo te prometo que ordenaré tu traslado a Belgrado, al hospital de la Academia Médica Militar..., allí te operarán los mejores especialistas... Pero debes decir la verdad...

      Đorđe, desde sus pequeños ojos, mostró cierta sorpresa.

      —¿La verdad? Si acabo de decírsela... Fueron dos albaneses..., me atacaron por sorpresa...

      —Mira, Đorđe. Los médicos creen que lo que te sucedió solo pudiste provocarlo tú mismo.

      Ahora, los ojos del paciente se abrieron un poco más. Era evidente que no esperaba aquella apreciación de parte de un militar que, como él, también era serbio.

      —¿Que me lo hice yo? Pero esa gente está loca... ¿Cómo voy a hacérmelo yo?

      —Muy sencillo... Querías provocarte..., cierto placer..., y la cosa se te fue de las manos.

      Đorđe se mantuvo en silencio durante unos cuantos segundos, intentando digerir lo que el militar acababa de insinuar.

      —No, mi coronel... No... Yo no soy un maricón que va por ahí metiéndose cosas por el culo... No..., eso me lo hicieron unos albaneses..., ¿o acaso no me cree?

      —Mira, Đorđe, voy a serte muy sincero. O dices la verdad, o te quedas aquí incomunicado hasta nueva orden y no te llevamos a operar a Belgrado...

      Estaba claro que, al objeto de no empeorar la tensa situación que se vivía entre la mayoría albanesa de Kosovo y la minoría serbia que residía en dicha provincia, las autoridades militares habían optado por no echar más leña al fuego rechazando la tesis del supuesto ataque sufrido por Đorđe. Según las instrucciones recibidas de sus superiores por Ivanović, el asunto debía pasar oficialmente como un simple episodio de masturbación homosexual fallida por parte de un hombre..., de 55 años, casado y con hijos.

      Al final, Đorđe acabó admitiendo la tesis de los militares, pasando a ser el hazmerreír de todos los serbios y albaneses de la Yugoslavia entera.

      Sin embargo, el caso no terminó ahí. Contrariamente a lo que pretendían las autoridades yugoslavas, integradas por serbios, eslovenos, croatas, macedonios, bosnios, montenegrinos y otras etnias, el suceso acabó convirtiéndose en una causa célebre, en una metáfora del sufrimiento secular de los serbios frente a sus siempre crueles enemigos.

      Los primeros en dudar de la segunda versión de Đorđe, la que hacía referencia a un peligroso juego de autoerotismo con botellas demasiado anchas, fueron los propios médicos de Belgrado, serbios por más señas. No lo curaron, pero sí difundieron la idea de que el desgraciado serbokosovar no había podido ser capaz, por sí solo, de provocar semejante estropicio. El ministro del Interior de Yugoslavia, el obeso comunista esloveno Stane Dolan, puso el grito en el cielo al conocer el diagnóstico y ordenó a su policía que no buscara a ningún culpable del empalamiento. Los medios nacionalistas serbios convirtieron a Đorđe en un mártir de su patriótica causa, un ejemplo más del sufrimiento secular padecido por el pueblo serbio desde que en 1389, en la batalla de Kosovo Polje, fuera derrotado por los turcos. A partir de entonces, el Islam se había apoderado de la tierra que los había visto nacer, oprimiendo, expulsando y asesinando a miles de eslavos. Como en tiempos de los señores otomanos, Đorđe había sufrido el típico castigo que estos solían aplicar a sus subordinados más díscolos, es decir, el empalamiento. Incluso se compusieron poesías dedicadas a su persona: «Como si de un cordero se tratara, al igual que en los tiempos pasados de los turcos, traspasaron a Đorđe con una estaca...».

      El pintor académico serbio Mića Popović, en honor del nuevo santo nacional, realizó un cuadro titulado Crucifixión de Đorđe Martinović (en realidad una recreación del Martirio de San Felipe, del setabense José de Ribera). En él podía verse al involuntario protagonista en el momento de ser izado para su empalamiento por varios individuos ataviados con quelshe (el típico gorro albanés), bajo la indiferente mirada de un policía yugoslavo. Todo un símbolo de lo que en realidad sin duda había sucedido.

      La policía nunca investigó la supuesta tortura padecida por Đorđe. El ministro Dolan llegó incluso a declarar que el serbokosovar venía a ser una suerte de samurái que se había aplicado el harakiri. Y entonces,

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